Álex Ayerdi me miró de reojo, hizo un gesto con la cabeza y siguió hablando con una chica estupenda. El Rouge es un buen refugio para chicas estupendas y escritores con aspiraciones de malditismo. Mira por dónde —pensé observando a Ayerdi—, igual la siesta no ha espantado a la suerte, y me eché una almendra a la boca de forma teatral para caer en la cuenta de que era la primera cosa sólida que ingería en todo el día. La una de la madrugada y tres pisco sours. Demasiado tarde para poner remedio. Pedí un gin-tonic para suavizar el ritmo y me rendí a la segura borrachera.
Había empezado mi periplo por el Dry Martini, en Córcega con Aribau, una coctelería amplia que, pese a la moqueta y a un par de divorciadas fijas modelo lencería fina y griego jocoso, no acaba de dar el pego. Le sobran luz y metros cuadrados, secretarias maduras y comerciales de inmobiliaria. La costumbre de acudir al local me venía de cuando todavía existía la revista
Ajoblanco
y tenía la redacción situada tres pisos más arriba, de las horas que me había tocado hacer puerta esperando a una novia, o similar, que ejercía de redactora. Pero la afición al pisco sour tenía más historia que la que le pudo prestar aquella encantadora desequilibrada. Qué más daba, me había despertado a las doce de la noche con la cabeza en una coctelería y no tuve ni que tomar decisiones, los pasos me habían llevado al Dry por una cuestión de inercia. Tras mi segundo pisco en compañía de Sara Pop, guapa, más que guapa, te juro que no paro hasta enterarme de si la gorda tiene algo que ver con todo esto, con tu muerte imposible, preciosidad, se me había ocurrido que si hubiera conocido a la chica no sería ése el lugar más adecuado para llevarla. ¿Dónde, pues? Mezclar una parte de coctelería, una parte de putilla veinteañera más que sobradita y una parte de hambre de intimidad. ¿Dónde, pues? Al Rouge, claro, ¿cómo no lo había pensado? La coctelería que yo andaba buscando no era el Dry Martini, aunque la costumbre me hubiera arrastrado allá, sino el Rouge, un pequeño garito estilo gruta situado en el barrio del Poble Sec, todo él en terciopelo rojo, amueblado con sillones de saldo de distintos padres, mesillas desvencijadas y pomposos marcos dorados sin cuadro. Cambio de rumbo.
Al entrar, ya vi que no había sido una idea original.
Beber solo. Sólo. Había salido a beber y eso era lo que estaba haciendo. Podía intentar hablar con Ayerdi, pero lo cierto era que no me apetecía. La conversación con Ortega y el posterior encuentro con Curra Susín me habían dejado cara de tonto. ¿Tenía que haber sabido yo de los manejos de la gorda? ¿Hasta qué punto era de dominio público? Que el periodista estuviera al tanto no quería decir nada, porque al fin y al cabo su tarea consistía en revolver la mierda con un palo, a ver si había mosca, pero otra cosa era el público, su público. Y mi candidez. Los grandes hombres, las grandes mujeres, van de putas. Vaya descubrimiento. Alguien les consigue a esas cortesanas de lujo. Otra que tal. Y se trata de personas fuera de lo común, lo mismo que los clientes, una actriz que hacía de princesa en la película infantil, la presentadora de un concurso con tintes culturales, el joven cantante desaparecido, un hijo de… vamos, la sopa de ajo. ¿De dónde me salía, entonces, la indignación? De la candidez. Era el guiño de un futbolista cocainómano protagonizando un anuncio contra la droga, ese gesto pícaro para los enterados y una burla para el resto. Mirad, compañeros, ja, ja, qué os parece, ji, ji. Mi candidez era, de nuevo, la ingenuidad de los normales. Mi cabreo era el del estafado, más, el del ciudadano recto en cuya jeta se ríen los referentes. El juego de la frontera que me dedicaba a practicar no siempre me sentaba bien, tenía esos golpes. Si te entrometes en su esfera, en la de los anormales, debes haberte despojado antes de prejuicios y, sobre todo, renunciar al escándalo. La capacidad de escandalizarse es exclusiva de puros y virtuosos, precisamente gente que no quiere ver, nunca sabrán que cuando dicen clínica de desintoxicación, en referencia al futbolista-anuncio, no están diciendo clínica de adelgazamiento. Si quieres ver, renuncia al escándalo. La rabia por la intervención de la Susín iba contra mí mismo, la indignación con ella era mi pequeño fracaso del día. ¿Qué más errores candorosos estaba cometiendo?
Bebí más, hipnotizado por una de las múltiples velas que le dan al Rouge un aire gótico. Bebí hasta que aquella chavalina rubia sobre cuya imagen me había quedado dormido entre lágrimas fue ya por fin una puta en toda regla, la fulana ignorante que ponía el culo en pompa para poder pagarse un par de gramos más, otra operación y un olvido fácil. Allí estaba Álex Ayerdi, tocándole las tetas a su acompañante de manera que todo el mundo pudiera verlos, para que los vieran, los dos camino del lavabo y volviendo un poco más colocados, todavía casi nada, hablando un punto más alto, riéndose para los asistentes, la mayoría colegas, y el resto a punto de resultar amigos. Si se dicen el nombre —pensé—, se darán cuenta de que se conocen. Se pasan la vida hablando los unos de los otros, inventándose éxitos y desatinos, hasta el punto de que se olvidan de que jamás han visto la cara de aquel a quien hoy toca calumniar. Luego un día alguien les dice «yo soy tal», y le responden «hombre, si yo a ti te conozco», mientras intentan recordar cuántas batallas le han inventado. El otro, que lo sabe, agradece en el alma ese gesto, no el reconocimiento, sino la calumnia que lo convierte en protagonista del pequeño teatrillo que componen todos juntos.
Iba por mal camino, estaba mareado, y aquéllas se parecían ya demasiado a las reflexiones alcohólicas de un acomplejado. No recuerdo a qué hora salí del Rouge ni cómo, pero sí que en la entrada me crucé con Juan Santos y parecía un muerto. Él también iba solo y estaba tan borracho que antes de atinar con la puerta tuvo que apoyarse un par de veces en la fachada. Me pareció más alto y mucho más delgado de como lo recordaba. Creo que hice el ademán de saludarlo o de abrir la puerta para ponerme a tiro y que me saludara, pero desistí. La presencia de Ayerdi en el interior me disuadió. ¿Hablarían de aquella última noche de Estrella Sánchez en el Paradís? ¿Se dirigía Santos a preguntar «qué te dijo mi mujer»? ¿Sabía que ella y Ayerdi habían estado hablando? Permanecí unos minutos parado frente a la puerta del Rouge. Recuerdo que discutía conmigo mismo, entrar o no. Después, nada más. Imagino que cogí un taxi y caí desmayado en mi cama.
29 de abril. 16.15 horas
La tarde inicia horario laboral con un sol fresco y limpio que convierte el barrio del Borne en una fiesta con decorado medieval. En la calle del Comerç, unas cuantas personas hacen cola a la puerta de una tienda de legumbres, semillas y especias que, con un revivir de la gastronomía a caballo entre las bellas artes y la recuperación del ámbito doméstico, florece tras décadas muerta de asco y cucarachas. Estrella Sánchez pasa por delante y tarda un minuto en decidir que no se pone a la cola; ya habrá tiempo para ver si la cena merece o no el esfuerzo. Está convencida de que encontrará a Juan agonizante de resaca en la cama, con la pierna y la baba colgando, recién dormido de nuevo tras haberse levantado para engullir cualquier cosa y un litro de Coca-Cola. La escena es demasiado frecuente en los últimos tiempos como para que se le escape un solo detalle, y ella, demasiado consciente de que han perdido el paso en su relación. Después de años de juergas, festivales, sexo, drogas y rock'n'roll, fue precisamente Juan quien decidió que había que poner coto a los desmanes, cosa que le agradeció, porque la pillaba en un buen momento. De repente ya no le hace gracia perder los fines de semana en interminables siestas metabolizando alcohol y cocaína, ya no la divierten las noches de amigotes hasta la mañana de garito en garito intimando con camellos y malpelos varios en busca de la última papela. Tengo ganas de cogerte por banda, JuanSantos —le dice mentalmente—, te vas a enterar de lo que vale un polvo de sobremesa sobria perdida y no vas a querer otra cosa en tu puta vida. Cada vez más animada, dobla por la calle Fusina y franquea el portal en el que en más de una ocasión se han echado al cuerpo las cuatro últimas rayas tras jurarse que ya no entra en casa más mierda.
Se conocieron con dieciséis en un instituto de extrarradio, que es lo que les tocaba, y desde entonces, hace ya veinte años, no se han separado. Por aquel tiempo él quería ser el autor de
Sed de mal
y hacer películas, se lo sabía todo e inventaba guiones caseros ambientados en fronteras lejanas. Era una flor extraña entre tanto desecho, una flor que se dejaba engullir por el barro para salir indemne, siempre un pelo arrepentido de haberse salvado una vez más. Ella decidió estar allí cada vez que volviera a abrir los ojos y se quedó. Ahora, por primera vez, han perdido el paso. Estrella camina segura consolidando un merecido prestigio de creadora original en un ambiente en el que la impostura ha echado de escena a la creación, mientras Juan no sale de redactar informes mediocres para agencias de comunicación de corto vuelo. Últimamente, además, tras bajar el ritmo, Estrella tiene ya ganas de un poco de rutina, esas costumbres diarias que pacifican a las bestias. Demasiadas acechan a su pareja como para darles cancha. Se ha propuesto preñar tras un polvo de mañana enamorado, o por lo menos rojo pasión, y desde el momento en que tomó la decisión es como si todo se hubiera conjurado para no encontrarse con el que debería ser el padre de la criatura.
Mete la llave en la cerradura intentando no hacer ruido y deja la puerta entreabierta. Se descalza las bolas altas y de puntillas cruza el pequeño apartamento hasta el dormitorio. Abre la puerta de la habitación vacía y por un momento permanece sin saber qué hacer. Después, deja caer el bolso y la cazadora, se sienta en el suelo y se abandona a un llanto manso, más triste que rabiosa. ¿Cómo no se le ha ocurrido la posibilidad de que Juan no estuviera? Ni se le ha pasado por la cabeza, porque creía que él interpretaría el hecho de haberle apagado el despertador como una invitación a esperarla. Al fin y al cabo, el hijo de puta lleva ya un par de meses sin pegar ni golpe, y no tiene mucho más que hacer que esperar a que su mujer llegue a casa para, como mínimo, darle un apretón. Eso piensa contra el marco.
Cuando deja de llorar, han dado ya las cinco de la tarde y Estrella Sánchez siente un punto de asco por haberse compadecido de sí misma más rato del que le tocaba, así que se levanta, vuelve a calzarse las botas y se sirve una copa de JB decidida a esperar que aparezca el imbécil de su marido para darle lo que le tenía preparado antes de descubrir que se había largado. En realidad, está un poco avergonzada porque no es la primera vez que siente celos en los últimos meses. A estas alturas. Duda de si esa reacción tiene alguna conexión con la realidad o si responde a un cliché que ella ha sorteado hasta el momento. Muchas mujeres tienen celos, muchos hombres tienen celos, tres cuartas partes de las relaciones de pareja de este mundo están condicionadas por los celos, la exclusividad, el control y esas martingalas. Quizá es que a ella ha acabado por tocarle también. Intenta rechazar la idea de que el frenesí que mantiene a su consorte en estado de embriaguez casi constante tenga que ver con sus deseos de maternidad, pero ese pensamiento siempre acaba volviendo, con cada decepción y cada desilusión. Si Juan está de acuerdo en tener un hijo, ¿por qué parece hacer todo lo posible para no encontrarse con ella? Se da cuenta de que se columpia entre dos explicaciones que considera excluyentes: o Juan se ha echado una amante, cosa que le parece más que improbable, y de ahí sus celos; o sencillamente es víctima de un miedo similar al que dicen que aqueja a algunos hombres justo en el momento de dar el sí matrimonial y los obliga a salir corriendo pese a tener la decisión tomada. Prefiere pensar que es la paternidad lo que amedrenta al cobardica de su novio, e incluso siente un punto de cariño más maternal que conyugal hacia él. Se sirve una segunda copa, se la lleva al baño y se dedica durante media hora a pintarse y arreglarse como si fuera a una boda o como si esperara a un hombre para compartir la cena de sus vidas. Ésa es precisamente su idea, hoy no te escapas, colega, llegues a la hora que llegues, aquí estaré yo, despierta, llegues en el estado que llegues, te voy a agarrar en el pasillo y vamos a jugar a papás y a mamás hasta que supliques clemencia, Juan Santos, te voy a follar hasta el alma, tontito. Ya verás como te gusta.
Si me fueran las señoras maduras, me la tiraría —pensé. Y luego—: Le falta humanidad. ¿Por qué nadie llora a los muertos? Pilar Serra, como la mayoría de las mujeres de su generación, tenía mejor aspecto entrado el siglo
XXI
que en los años ochenta, cuando ya empezaba a no ser joven. Vivía esa otra lozanía espléndida que les llega con la jubilación a las damas de pasta culturalmente preparadas. Pantalón y camisa blancos de hilo, abalorios de inspiración étnica, un echarpe en tonos bronce a conjunto con la piel y las alpargatas, sesiones de gimnasio, masajes y relajaciones zen. Usa tanga, seguro, las mayores consumidoras de ropa interior lujuriosa son mujeres como la Serra, de su edad.
El verano llega a Barcelona por entregas. Reciben la primera los ociosos que pueden permitirse aperitivos eternos después de sesiones de playa y solarium y los miembros de la tribu de los jóvenes reivindicadores urbanos. La Serra pertenecía a los primeros.
—No creo que Amalia fuera feliz, se había convertido en una mujer muy desequilibrada. —Me miraba, revolviendo el zumo de zanahoria y manzana con un palito de madera, intentando descifrar mi gesto, sacando conclusiones acertadas: me sorprendía su falta de dolor al referirse a la hija muerta. La terraza del club náutico era para la mujer como un porche particular—. Sé lo que estás pensando. Mira, con el tiempo acabas contemplando a tus hijos desde un punto de vista un poco frío. Tú aún eres relativamente joven, ya lo entenderás si un día tienes hijos. Es imprescindible. Llega un día en el que te das cuenta de que tu hija es una persona absolutamente independiente de ti, sencillamente
otra
persona, que has compartido un tiempo precioso con ella, pero que terminó. Su vida, su conjunto, y la tuya, tu conjunto, tuvieron una intersección (¿recuerdas las clases de matemáticas?) que termina justo en el momento en que está ya en disposición de ser madre. No me refiero biológicamente, sino cuando decide que tú eres una abuela y empieza a tratarte como tal, cuando ves que tu hija juzga tu vida privada, se atreve a juzgarla, algo hasta entonces impensable, y da la vuelta a la relación, intenta ejercer ella contigo el papel de madre, que es lo que se hace con los abuelos. Entonces puedes dejarte y acabar convertida en lo que se espera de ti, una mujer asexuada, inactiva, y con necesidad de asistencia; o no dejarte y seguir tu camino, porque ella y tú ya sólo podréis ser enemigas en el caso de insistir en los vínculos familiares. —Su discurso estaba blindado—. Al margen de que fuera o no hija mía, yo tengo mi opinión sobre la vida que llevaba Amalia, sobre todo en los últimos años, desde que decidió jugar a empresaria triunfante… Ay, hijo, un día intenté hablar con ella, decirle que si uno quiere triunfar en la vida, y te juro que la vida es un suspiro brevísimo, primero tiene que encontrar las razones que lo empujan, no se puede luchar sólo para ganar dinero, que no era el caso, ni sólo para demostrar al mundo que has vencido, porque una vez lo consigues, ¿qué? Las razones, ahí está el secreto. Pero ella se lo tomó como una agresión personal, nunca, ni de pequeñita, supo aceptar una crítica o el más leve comentario sobre su comportamiento. Además, Amalia tenía un poso católico que le venía de su padre, un gran hombre, pero demasiado pesado con los valores cristianos, contra el que luchó toda su vida. Eso tarde o temprano acaba saliendo.