—¿Y nunca os encontrasteis? Quiero decir, si nunca se presentó Amalia de repente mientras estabais juntos.
—Nosotros quedábamos directamente en casa de Enrique.
Hombre, en la cueva de Barba Azul. Por un momento intenté mirar a la chica sopesando la posibilidad de que ella compartiera con el tipo sus escabrosos gustos, intenté imaginármelos a los dos frente al vídeo donde una niña era sodomizada, etcétera. Incluso repitiéndome a mí mismo que no llevan el cartel colgado y que de Enrique no lo habría pensado jamás, fui incapaz de dar crédito a la escena. Y, a propósito, ¿qué hacía aquel tío follándose a dos mujeres como Amalia y Laura, pero sobre todo Amalia, sabiendo por dónde tiraban sus preferencias?
—A ver, Laura, si Enrique llamó a Amalia insistentemente, si la engañó para que fuera al Paradís y no era por razones amorosas, si ella llegó allí, según todo indica, para que le metieran una bala entre pecho y espalda, todo me lleva a pensar que Enrique contribuyó al asesinato de forma más que necesaria. Vaya, que menos el disparo, lo puso todo. ¿No te parece?
—Sí. Eso creo. —Y volvió a llorar con la cara escondida entre las manos.
La pregunta siguiente era: «¿Por qué me dices todo esto? ¿A qué vienen estas confidencias?» Ella estaba liada con aquel delincuente, seguramente dolida por su detención o por lo que había hecho con su amiga. ¿Cuál de las dos cosas le dolía más? Habría querido preguntarle si ella era también de los malos o si, como Ulrike, sólo se dedicaba a tratar con ellos, pero pensé que si realmente pertenecía al lado oscuro, su interpretación era tan buena que no quería enterarme. Ya estaba llegando al momento que buscaba desde hacía un par de semanas y de repente no me apetecía seguir. Ante la inminencia del desenlace, ante la presencia de tantos miserables, mis tres amigas muertas apenas me visitaban, ya casi no hablaba con ellas, tenía la cabeza invadida por la mierda. ¿Estas cosas pasan? ¿Puede suceder en la tranquila y bienviviente Barcelona que un camello pederasta mande matar a su amante porque ya le molesta o porque sabe demasiado o vaya usted a saber por qué?
—Mírame y, por favor, intenta darme una respuesta. ¿Por qué querría Enrique matar a Amalia de Pablos?
—No lo sé, de verdad. —Hablaba entre hipos y suspiros desde detrás de los dedos con voz húmeda de mocos y babas, pero yo no podía ya dejar paso a la compasión. La miré intentando herir—. Amalia se había puesto muy pesada últimamente, no lo puedo asegurar, pero creo que lo estaba chantajeando. Enrique es un hombre con muchas cosas que esconder, y en eso, ella, llevaba las de ganar.
—Tú conocías bien a Enrique, habías estado en su casa y, por tanto, te habrás dado cuenta de la cantidad de DVD que almacena, de temática… dejémoslo en pornográfica. ¿Te refieres a eso?
La chica levantó la cara enrojecida con los ojos muy abiertos y negó con la cabeza vehementemente.
—No sé de qué me hablas.
—Venga, Laurita, coño, no me vengas a estas alturas con melindres; estamos hablando de un asesinato, niña, un asesinato a tiros, como los de las películas. Enrique tenía una colección más que importante de pornografía infantil, ahora en manos de la policía. —Seguía mirándome con cara de no dar crédito—. Esta bien, no hace falta que me cuentes si conocías la existencia o no de esas grabaciones, sólo dime si crees que podrían tener algo que ver con la muerte de tu amiga.
—¡Qué horror! —Y más suave, casi inaudible—: Qué horror…
En ese momento, la chica se levantó, recogió lentamente sus cosas y salió por la puerta del Salambó sin despedirse, todavía hipando. No hice nada por retenerla. La inquietud provocada por una sospecha pequeña, sólo un destello, me obligó a permanecer sentado y dejar que aquella idea creciera en la cabeza, tomara sus formas y pudiera ser enunciada. Su formulación llegó en forma de pregunta.
Cogí el móvil y marqué el número de Pepe Ortega.
—Maestro, te iba a llamar en este preciso instante. Esto va de bólido y yo estoy que me mareo. —Intenté interrumpirlo. Inútil—. Calla, joder, que la cosa está que arde. He hablado con la putilla de la Mari, y estabas en lo cierto, figura, has dado en el puto clavo, a este paso me vas a acabar quitando el curro. Al grano, el cerdo de Tavito no era sólo proveedor de polvitos para nuestro amigo Enrique. Doblador de sus filmaciones guarras, eso es lo que era; el puto maricón se dedicaba a hacer las copias de los DVD. La pobre chavala se caga por la pata abajo, está convencida de que a su hermano le han dado el matarile para que no cante y que ahora irán a por ella. Al final iba tan colocada que no he podido moverla del portal donde se ha instalado, pero tenemos que volver allí y ver qué podemos hacer con la tipa. Mínimo una entrevista, ya mismo, antes de que la espiche de una sobredosis, de un tiro o de lo que sea. Necesitamos esa entrevista, figura. Yo me encargo de llamar al fotógrafo, a ver si podemos tomarle un par de retratitos antes de que salga del muermo. ¿Cómo quedamos tú y yo?
Eso sí que no. De golpe, yo no era periodista, no quería entrevistar a una yonqui desgraciada, y mucho menos aprovechar para sacarle unas fotos. Si los temores de la chica eran ciertos, lo único que se me ocurría era llevarla a la policía y que les contara todo lo que sabía a cambio de que la protegieran, si es que la policía hace ese tipo de cosas. Sabía que Orteguita no iba a dar ese paso sin haber hecho antes la entrevista. En ese punto, yo me rajaba.
—Mira, Pepe, yo aún tengo un par de encuentros pendientes —mentí—, así que lo mejor será que nos repartamos el curro. Te voy a encargar, eso sí, un par de gestiones.
—Habla, colega.
—Para empezar, que lleves a la Mari a la policía después de la entrevista.
—Hablas con un profesional, tío. ¿Qué más?
—Quiero que localices al agente que te contó lo de los vídeos, como sea, a él o a cualquier otro que esté metido en el tema, a poder ser que los haya visto, y le hagas la siguiente pregunta, si no lo sabe, que se entere: ¿cuál es el escenario de las filmaciones?, ¿hay alguna que esté grabada en el exterior, más concretamente en un colchón entre la maleza o en un bosque o similar?
30 de abril. 7.15 horas
El empresario Arcadi Gasch i Llobera pide disculpas y se encierra en el baño, respiro que aprovechan las chicas para incorporarse y servirse sendas copas de champán. Han bajado el colchón de la cama de matrimonio a la moqueta y ahora toda la estancia está sembrada de ropa en desorden. La otra cama, tamaño
king size
e inmediatamente adjudicada al hombre, también ofrece escenario de batalla. Ningún espacio se ha quedado sin su invasión. La neverita permanece abierta, vacía, y sobre los diversos folletos turísticos de la mesa se alinean una docena larga de cadáveres de botellín cuyo orden desentona. «Tía, vaya pavo raro», exclama en voz baja Ulrike, tapándose la risa con la mano. Apoya la cabeza en los pies de la cama que todavía tiene colchón y atrae hacia sí a Sara para que se le siente entre sus piernas abiertas con la cabeza en el pecho, ambas mirando hacia la puerta del baño. Desnudas, despeinadas, con las mejillas encendidas y las pupilas dilatadas, en ese gesto de dejadez componen la imagen del reposo de la amazona. Sobre la exuberancia morena de su amiga, Sara Pop es una mancha blanca sin contrastes. «Tía, no sé cómo lo ves, pero le voy a pedir que me acerque en un momentito al Paradís y vuelvo. Nos lo hemos ganado. Ah, y de esta habitación no nos mueve ni Dios hasta mañana, éste que haga lo que quiera; si se va, que se vaya, pero nosotras nos vamos a dar un homenaje a la salud de la gorda. Menos mal que el tío es un candelas y no abrirá la boca, porque como la otra se entere de que nos hemos venido las dos, me corta las tetas.» Ulrike se las tapa con ambas manos, como para protegerla, asintiendo con gemidos cortos.
Al final, ha resultado una velada mucho más agradable de lo que cabía esperar. El tipo de la Generalitat es, desde luego, una burbuja blanca, pero tan dócil que resulta hasta dulce. Nada más subirlas al coche ha entendido cuál es su papel y no ha hecho falta ni siquiera una parada de cortesía en ningún local, directos al Gran Hotel Havana. Allí, pura gentileza, las chicas han interpretado el papel de la conquista del primerizo, una actuación de manual que ha resultado redonda. Han hecho subir a la habitación una cubitera con un par de botellas de champán fingiendo estar realmente interesadas en el mundo del vino y en el papel de la representante de Catalunya que él anda buscando, han llegado incluso a proponer hacer allí mismo un pase para que él valorara sus aptitudes. En esto, Ulrike le ha rogado con gesto modoso que le permitiera darse un baño porque, tras la velada y un día de duro trabajo, necesitaba limpieza y relajación. El viejo truco. Consiste en dejarlos solos para que él no se sienta avasallado ni desbordado nada más empezar. Así que, en cuanto Sara ha oído correr el agua de la bañera, ha servido un par de copas y ha empezado con las carantoñas, sentada sobre las rodillas del encantado empresario, luego a horcajadas y ya pasándole la lengua por los labios, besos no, empresario, sólo así, como un gatito. Luego, el cuello, qué moreno, a ver, quítate la camisa, empresario, si te la quitas yo me quito el vestido, mira qué comparación, tú tan moreno y yo, tan blanca. No te preocupes por mi amiga, ya la oiremos. Qué suerte, una bañera, ¿por qué no me das a mí un masaje, empresario? Vamos a la cama, a ver si me relajo, que estoy muy nerviosa.
Cuando, después de casi media hora, Ulrike ha salido del cuarto de baño envuelta en una toalla, Sara Pop estaba recibiendo tumbada boca arriba sobre la cama sin deshacer, completamente desnuda, un masaje poco casto por parte de un Gasch i Llobera que todavía conservaba los pantalones puestos. Ése es el juego, y entonces fingir sorpresa; Sara que se levanta y le pide disculpas a la recién llegada ante la mirada entre atónita y expectante del hombre. Que estaba muy cansada, que es sólo un masaje, no tengas celos, que a ti también, vamos a la cama y el empresario nos hace un masaje a las dos, ya verás qué manos, son una maravilla. No le han durado mucho rato los pantalones ni el calzoncillo, inmediatamente suplido por un condón que le ha dado la tranquilidad imprescindible. Después, otro, e incluso un tercer preservativo cuando, a petición suya, las chicas han bajado al suelo para interpretar juntas y solas uno de esos números que Gasch i Llobera debe de haber sacado de alguna película de porno suave. Les ha costado aguantar la risa al darse cuenta de que hasta para masturbarse abría el empresario la cajita de Durex. Ha rechazado la raya de antes del numerito y la de después, agradecidas ellas, sin gesto de reproche ni de sorpresa, sin ese discursito que se empeñan en soltar los clientes blancos cuando sale la papelina a escena, eso sí que no, no en mi presencia, y cosas así.
«Tía, ¿sabes lo que te digo?, que no está nada mal el empresario. Pide poco, tiene un buen cuerpo para su edad, y sobre todo se lo pasa teta, tía, no sé si te has fijado en la cara que ponía, sólo le ha faltado levantarse y aplaudir.» Sara habla mientras se pone el tanga. Eso y el vestido son su único atuendo, así que espera para acabar a que el hombre salga. El momentáneo retiro ha hecho su efecto, y Gasch i Llobera aparece aislado en su primera timidez. Está claro que no sabe cómo reaccionar y que el vestido de Sara que ya cae sobre su cuerpo trajinado le quita un peso de encima. Seguramente está pensando en la hora, en su casa y en sus obligaciones. Hace un rato ya que han dado las siete y no es cosa de alargar la velada hasta los remordimientos, así que la chica ataca antes de que a él se le ocurra dar un paso hacia la ventana clausurada y tomar conciencia de la primera luz del día siguiente. «Mira, empresario, si no te importa, me vas a acercar a un sitio porque tengo que hacer un recado sin falta y no quiero quedarme dormida y que luego se me olvide, ya sabes lo que pasa cuando uno no descansa, es sólo un momento, aquí cerca, al lado de la Ciutadella. Me llevas, esperas un minuto a que recoja una cosa y me vuelves a traer. Luego, si quieres, te quedas a pasar un rato más con nosotras, y si no, te vas. No es un truco para echarte, al contrario, nos gustaría mucho que te quedaras, porque nos lo hemos pasado muy bien, pero tú sabrás qué líos tienes. La habitación corre de nuestra cuenta hasta mañana por la mañana… vamos, como si te quieres ir un rato y luego volver. Tú mismo.»
Pasadas las siete y media de la mañana, el Jaguar azul polvo de Arcadi Gasch i Llobera sale del aparcamiento del Gran Hotel Havana y enfila la Gran Via barcelonesa. A Sara Pop, sentada a su lado, no le impresiona verse de repente inmersa en la mañana laborable de un viernes cualquiera, con el consiguiente atasco que a esa altura se ve agravado por los coches que salen de la ciudad rumbo al norte. El empresario, en cambio, acusa el golpe y no deja de frotarse los ojos y enjugarse el sudor hasta que, ya entrados en el paseo de Sant Joan, el tránsito disminuye notablemente y sólo parece la mañana de un domingo, y ellos, de no ser por el atuendo, un padre y una hija madrugadores camino de un buen desayuno en los alrededores del parque. Ni el rostro de él ni el de ella acusan demasiado la noche en vela, pero los gestos y las intenciones distan una eternidad.
La mañana había amanecido nublada, con uno de esos cielos bajos y pesados que en Barcelona despiertan todas las irritabilidades, y yo, más que caminar, flotaba por el centro de la ciudad sin rumbo fijo, haciendo tiempo para encontrarme por fin con Eva Sacaluga. El día anterior había tenido que tomarme un par de Valium o siete para encarar una noche que preveía de fantasmas, y todavía andaba con mi propia nube en la cabeza.
Después de mi conversación vespertina con Ortega, había llamado por fin a la mujer que me tenía en vilo. Me contestó seca, más distante que arisca, y nos citamos para tomar el aperitivo al día siguiente, ese mismo viernes que mañaneaba con los peores presagios. Recordaba vagamente que, ya entrada la madrugada, había recibido una llamada del periodista que atendí completamente zombi. No conseguía recordar de qué habíamos hablado, pero sí permanecía de aquellas palabras una sensación de desaliento, algo así como que Ortega se echaba para atrás o que había fallado algo. La verdad es que me sentía asqueado. Esta puta debilidad mía por las mujeres, más por las frágiles y las dañadas, la pesadumbre por la Mari, a quien ni siquiera conocía, fotografiada en un portal del centro con la chuta por los alrededores; Amalia ignorando los tratos de Laurita con Enrique; la propia Laura, tan loba ella, en las manos del miserable. Necesitaba encontrarme pronto con Eva y que me contagiara algo de esa fortaleza suya resuelta y enérgica. Me moría de ganas de verla, y aún eran las once de la mañana.