—¿Y sus padres?
—¿Los de Sara? Ella no tenía padres. Bueno, sí pero no. Su padre murió cuando ella era pequeña, no sé más porque no hablaba mucho del asunto, y su madre se largó para Andalucía en cuanto Sara terminó los estudios, bueno, los estudios… debe de hacer tres o cuatro años. Creo que al principio no estaba de acuerdo con la decisión de Sara de hacerse modelo, pero cuando la vio en las fotos de la calle, y sobre todo en la tele, se convenció de que ya podía largarse a su tierra, a fumarse todo el costo del moro al sol, eso decía Sara, que su madre se había vuelto al pueblo de sus abuelos porque era el único sitio donde podía vivir sin pegar ni golpe. No sé, cuando yo conocí a Sara, su madre ya no estaba en Barcelona.
—Así que no tenía familia.
—Claro que tenía, el hijo de puta de Fran, su hermano, un pieza de mierda. A él fue a quien llamaron cuando pasó todo, ¿y sabes qué hizo, el muy bastardo? Les dio el teléfono de Curra Susín y les dijo que allí era donde tenían que buscar a la familia de su hermana. No te creas, que él conoce bien a la policía, más de una vez se ha tenido que ver las caras con ellos. Esquinete de los de tunning y tráfico de rulas, ¿entiendes? —Volvió a recostarse en el banco y se recolocó la minicamiseta—. Todo esto es feísimo, te lo estoy contando y no me lo puedo creer, tío, es que no me lo puedo creer. A ver qué hago yo ahora, dime, ¿qué hago?
Pero no esperaba que yo le dijera nada, volvía a colgarse del techo mientras rebuscaba el neceser dentro del bolso. Se levantó y, sin mediar palabra, bajó la escalera con él en la mano, supuse que camino del cuarto de baño.
La amiga de Sara Pop. Con ella había pasado la tarde de aquel maldito jueves 29 de abril, luego acudieron a la cena solidaria, y de allí, a la cama con el de la Generalitat. Más o menos ésa era la secuencia. Al final, también con él hasta encontrarse con un tiro en el Paradís. Punto final. Pongamos que mi muerta más joven acababa de contarme la secuencia completa de su jornada fatal. O mucho me equivocaba, o el azar era el que había hecho coincidir al pistolero y la modelo a esa hora precisamente allí. ¿Por qué la mató, entonces?
Volvía a subir Ulrike como una pantera de dibujos animados. La escalera me quedaba a la espalda, y me volví hacia la mesa para esperarla sin tener que mantenerle la mirada, justo un momento antes de notar sus dos brazos desnudos alrededor del cuello y un aroma a naranja que se mezclaba con el característico olor agrio de la transpiración humana, aunque ella no pareciera pertenecer a la especie. Era lo único que me faltaba, el toque final del sudor, para plantearme muy seriamente la posibilidad de subirla en un taxi y llevarla a mi casa para su protección, o para la mía. En fin, para descargar la molesta erección que había acompañado todo nuestro diálogo.
—Te digo una cosa —su aliento caliente y húmedo, la boca a escasos centímetros de mi oreja, olía a alcohol y subía con una copa en la mano—, la gorda Susín y Enrique son de los malos. Nosotras tratamos con los malos, y por eso no saldremos bien paradas. Nosotras también ganamos dinero, por eso tengo miedo.
Decidí jugarme el todo por el todo antes de que aquella mujer perdiera definitivamente la conciencia.
—¿Por qué mataron a Sara Pop?
Se sentó de nuevo, volvió a servirme las tetas en bandeja, con los ojos ya medio extraviados.
—Porque jugaba con los malos.
—Intenta ser menos misteriosa conmigo, como si fuera tonto.
—La mataron por casualidad, qué fuerte, tío, qué fuerte decir esto… pero ella no estaba allí por casualidad. Si no hubiera conocido todo aquello, no habría estado por la mañana en el Paradís. Quien se mete en la boca del lobo se expone a que se lo coman.
Después, mi papel se limitó al de consolador de una mujer que desvariaba contándome penas de su pasado que ni me incumbían ni me importaban. La acompañé hasta su casa, subí con ella al piso y me negué a entrar, aún no sé de dónde saqué la rectitud, como habría dicho ella, para aquel proceder.
29 de abril. 20.45 horas
Al final, tanto sudar, tanta carrera, tanto agobiarse, y no sólo ha llegado a tiempo a la cena, sino que incluso tiene la sensación de haberlo hecho demasiado pronto. Arcadi Gasch i Llobera piensa, mientras pisa la moqueta roja que conduce al interior del Sant Jordi, que es un primerizo y que le faltan muchas flexiones y algún padrino para jugar en primera. Podría haber pasado tranquilamente por casa, incluso haberse dado una ducha, y aparecer, como le había recomendado Eulalia, con el primer plato ya servido. Además, está lo del atuendo. Duda mucho. No es su estilo, pero, en fin, nada de lo que pasa últimamente tiene que ver con su estilo. Se ha dejado convencer por su mujer y su hija, y en la sala vip del aeropuerto del Prat ha cambiado su traje oscuro de los de siempre, los únicos en los que se siente realmente cómodo, por una camisa blanca de hilo cuello mao, un pantalón gris marengo con fina raya negra de Toni Miró y una chaqueta de saco del mismo modisto cuyas mangas le quedan largas, de eso no le cabe la menor duda. «Ni se te ocurra,
carinyo
, esto se lleva así…
Mare de Déu, que n'ets de quico!
Piensa que no vas a Palau, sino a una cena donde habrá artistas, gente importante, internacional, gente de la moda, de la tele, ¿tú has visto a alguien de la tele con traje gris y corbata? ¿No te has fijado cómo se viste incluso el
president
cuando va a una fiesta de verano, a Perelada, sin ir más lejos? Pues tú lo mismo,
nen
, a ver si te van a confundir con los de seguridad.» Eulalia le ha montado con mucho esmero el pequeño maletín con el terno que debe utilizar en caso de no tener tiempo de pasar por casa, vamos, con tanto esmero que lo tiene desconcertado, más, aturdido. Además de pantalón, camisa, chaqueta e incluso calzoncillo limpio, su mujer ha añadido un neceser que contiene peine, un bote de Armani sin estrenar, cepillo y pasta de dientes, y una caja de preservativos. ¡Joder! ¡Una caja de preservativos! Cuando ha abierto el estuche de aseo en los baños del Prat y ha visto la pequeña caja de Durex, ha sentido en el estómago un vacío parecido al que recuerda haber notado en el primer y último viaje de montaña rusa en Port Aventura realizado años atrás por la única razón de considerarlo una contribución a la causa nacional. ¿De verdad le ha colado Eulalia esos condones o se trata de una broma de su hija Susana?. La chica se ha hecho mayor, lleva ya una vida muy independiente, aunque viva todavía en casa, y no le cabe ninguna duda de que mantiene relaciones prematrimoniales con el nen Misquella, su novio de toda la vida, pero de ahí a perpetrar esa jugarreta… No la ve, la verdad, tomándose esas confianzas, es más, le parece una falta de respeto grave. Pero es que no puede ni quiere pensar que ha sido Eulalia, su propia mujer, la responsable de esa clara incitación al cornudeo. Ellos forman, y siempre ha sido así, una pareja normal con gustos normales, y malabarismos de cama, los mínimos. Condones, sí, pero pocos. Ellos son más de marcha atrás. Ya lo decía su padre,
amb la dona, paciència; amb les meuques, imaginació
. Hosti, tú, a ver si es que con sus cambios de estatus Eulalia ha iniciado una vida paralela que la está conduciendo por los senderos de la permisividad y quién sabe si la práctica de tanteos extramatrimoniales. Se ha metido en uno de los retretes, llevándose consigo el neceser, por lo que pudiera pasar, y se ha sentado en la taza a pensar. No ha conseguido recordar ninguna actitud ni palabra extraña en los últimos tiempos que pudieran hacer sospechar algún cambio en la rutina de su mujer. A ver, su ascenso dentro del partido y en la propia
Conselleria de la Presidencia
sí han propiciado un cierto reciclaje, y buena prueba de ello son no sólo la extraña camisa sin cuello que acaba de ponerse, sino el nuevo empeño de su familia en perfumarlo, cambiarle el reloj y obligarlo a abandonar a su barbero de siempre para caer en manos de un maricón obsesionado por que lleve flequillo, pero de ahí a que sea su propia mujer la que tome una iniciativa semejante media un trecho intolerable. Porque, claro, si Eulalia le ha metido los condones en el maletín, eso quiere decir no ya que sospeche posibles aventuras, sino que está de acuerdo con ellas; es más, ¡qué horror!, que se lo hace saber discretamente con un mensaje inequívoco en forma de cajita azul. Siente auténtico pánico. No son pocas las ocasiones en las que el matrimonio ha comentado que la perdición de muchos de los compañeros de partido, antiguos amigos ya lejanos, es culpa de las desmedidas ambiciones de sus mujeres, de su voracidad social, pero ni se le había pasado por la cabeza que su propia esposa formara parte de ese ejército de arpías estiradas. Llegado a ese punto, no le queda más remedio que recordar y admitir la estrategia de acoso que sufrió por parte de Eulalia desde que empezó a sonar su nombre entre los candidatos a encabezar el plan de promoción exterior de Catalunya. Por principio y por carácter, él habría preferido que las cosas siguieran su rumbo y esperar tranquilo a la designación final, fuera él o cualquier otro el elegido. En cambio, le tocó pasar un verano de espanto. El nombramiento se esperaba para el inicio del curso político, a mediados de setiembre, y su mujer decidió que de ninguna manera se iban a quedar con los brazos cruzados viendo cómo cualquier trepa desaprensivo, recién llegado y con toda probabilidad amigo de alguno de los hijos del
president
, les arrebataba una gesta de tal importancia que les pertenecía por méritos propios después de más de dos décadas no sólo de militancia en el partido, sino de contribución contante y sonante, sobre todo contante, a las arcas sin fondo de su financiación. Total, que dejaron para los chicos la casa de verano familiar en Calafell y se instalaron en un hotel de Llafranc, en la Costa Brava, que para colmo se había convertido en el centro de la moda y la juerga del Empordá. No sólo tragó cenas interminables con matrimonios conocidos y desconocidos, aburridísimos conciertos y actuaciones en Perelada, y sesiones de bronceado rayanas en el masoquismo, sino que una vez retirados, como decía con una risita infantil Eulalia, a sus aposentos, no podían pegar ojo hasta pasadas las cinco de la mañana. Pero, ah, Dalí había sido un habitual en el hotelito, daban fe de ello las omnipresentes fotos del artista, y eso tiene su precio.
Se le ha ido el santo al cielo pensando en su mujer y los condones sin intención de sacar ninguna conclusión, y se percata de que está plantado como un pasmarote junto al quicio del arco de cartón piedra que intenta convertir el recinto en comedor. Cuando levanta la vista, por el amplio espacio, semivacío a su llegada, pululan ya numerosos asistentes, sonriéndose unos a otros como si se conocieran. ¡Qué soltura! ¡Vaya chavalas! Vuelve a sentir que le falta mucho trecho por recorrer para moverse con habilidad entre todos aquellos jugadores de primera, un desasosiego que se le junta con el desconcierto escondido en el neceser y el recuerdo de la extravagante comida madrileña. ¿Es esto lo que quiere? ¿No estaba mucho mejor en su despacho de la Diagonal, con su secretaria de siempre y negociando denominaciones de origen aquí y allá, entre Tarragona y el Segre, en un campo que dominaba, para que Catalunya le sacara una mano de ventaja a la Ribera del Duero? No las tiene todas consigo.
Lo tranquiliza un poco vislumbrar la figura prieta de Curra Susín unos metros más allá. La que considera su anfitriona mantiene una charla más que animada con otra mujer notablemente más joven, dos palmos más alta y otros dos más estrecha, así que decide esperar a que terminen y busca una esquina donde pasar desapercibido; maniobra innecesaria, ya que resulta poco probable que se cruce con alguien conocido. De forma inconsciente, se echa la mano al cuello para recolocarse la corbata que no lleva y vuelve a comprobar que las mangas le llegan a media mano incluso levantando el brazo, reflexión en la que se encuentra cuando ve acercarse a una mujer extraña. Llega tan concentrada en arrancarse de un dedo alguna cosa minúscula, uña o piel, con los dientes, que Arcadi da por hecho que no es que vaya hacia él, sino que no se ha dado cuenta de su presencia, sobre todo cuando ella detiene el paso a escasos cuatro metros de su rincón para terminar su labor de carcoma. Esa presencia exigua lo tranquiliza, despierta en él una corriente de simpatía y confianza. La manera en que se muerde las uñas importándole un pito las convenciones y sobre todo la inseguridad nerviosa que denota el gesto tienen mucho de doméstico, justo lo que él necesita en ese momento de crisis personal, laboral, matrimonial y casi casi existencial que está a punto de engullirlo. Si ella se muerde las uñas y eso no tiene importancia, quizá tampoco la tenga la longitud de las mangas de su chaqueta. Somos dos personas y no dos figurantes, piensa.
La mujer, ahora ya entrada en años y amojamada, conserva ruinas en el rostro y la figura de una belleza no extinguida del todo. Desde luego, es tal su delgadez que en un primer vistazo acapara toda la atención del observador privándolo de los demás detalles. Pero Arcadi tiene tiempo de detenerse en el rostro anguloso de pómulos altos y gran frente despejada. Tiene los ojos y los labios justo como a él le gustan, ojos grandes de sorpresa y ese tipo de boca pequeña, en este caso muy pequeña, pero de labios gruesos, modelo Silvia Munt, ¡ah!,
la nostra colometa
, que consiguen el aspecto de una fruta redonda abierta por la mitad. Fibrosa, puro nervio, una camiseta dorada de tirantes bajo la chaqueta larga de punto, también dorada, deja al descubierto la clavícula en barra tirando de la piel y un cuello ligeramente masculino en el que se marca la nuez. Cuando por fin la tiene delante de las narices, se da cuenta de que, además, aunque ya no lo es, debe de haber resultado una mujer alta en sus tiempos mozos.
«Querido Arcadi, no sé si te acuerdas de mí, déjame que me présente, soy Sandra, Sandra Pita.» Y ante el pasmo del empresario, que desde luego no tiene ni idea de quién es ni acierta a sonreír con la prestancia necesaria, le larga un discurso al trote, él tiene la ligera sensación que de memoria, como si tuviera prisa por volver a ese dedo que ahora envuelve en un kleenex para evitar que una gotita rebelde de sangre le eche a perder el terno. «Pero qué tonta, si no nos han presentado nunca, lo que pasa es que tú resultas ya tan conocido y tan popular que, claro… Soy la socia de Curra Susín. A Curra sí la conoces, ¿no? Sí, claro, qué tontería. Nos alegra mucho que te hayas dignado venir a la cena, es para nosotras un honor, ya ves que va a ser el acontecimiento de la temporada. Desde luego, sin tu presencia no habría sido lo mismo. No te quepa la menor duda de que también tú y la importantísima tarea que desempeñas saldréis beneficiados de este encuentro. Y digo tú y tu tarea queriendo decir tú y tu tarea, ya me entiendes, tú como individuo, y tu tarea como si dijéramos tu lado profesional. En fin, ya sabrás que nosotras consideramos siempre a las personas en una doble faceta. Como si dijéramos, por un lado estás tú, Arcadi, y tu bienestar y tu satisfacción son nuestros objetivos; y por otro lado está usted, señor Gasch i Llobera, y haremos todo lo que esté en nuestra mano para contribuir a la causa, porque lo consideramos una causa, del proyecto de promoción exterior de Catalunya. Pero ya ves que he comenzado por tutearte, Arcadi, porque, no nos engañemos, hoy venimos a esta cena por negocios pero queremos divertirnos, ¿o no? Lo primero es lo primero, y sin un cuerpo satisfecho y libre de tensiones es imposible que trabaje esa cabeza en la que todos, y el
president
el primero, hemos puesto tantas esperanzas.» Para la mujer a tomar aire y cambiar el sobado kleenex del dedo por uno nuevo. Arcadi no ha entendido ni una palabra de lo oído y, si no fuera porque ella parece conocer su nombre y ocupaciones mejor que él mismo, habría asegurado que se ha equivocado de persona. A ver si la leyenda urbana de la Susín va a ser más urbana que leyenda y resulta que ese bacalao de carita inocente es la puerta a un lupanar, mejor, a un harén entre el que elegir por fin a la chica llamada a encarnar a la nación en el exterior de la misma manera que Marianne encarna a la República francesa. «Pero, bueno, no quiero entretenerte más, seguro que tendrás a mucha gente esperando para hablar contigo, y no seré yo quien los prive. De todas formas, cuando lleguen unas amigas no voy a tener más remedio que interrumpirte para presentártelas. Son unas chicas maravillosas y arden en deseos de conocerte. No olvides que ellas serán quienes, en un futuro que a nosotros ya nos queda muy lejos, hagan crecer la Catalunya que tú y los hombres como tú estáis construyendo ahora.» Dicho esto, pone la mejilla contra la cara a modo de despedida, sonríe y se va por donde ha llegado dejando a Arcadi Gasch i Llobera muy agradecido por la idea, venga de donde venga, de cargar el neceser con todo lo necesario.