—Todos esos personajes que encuentras tan irritantes sencillamente llevan sus vidas de la forma que mejor les parece. —Siguió. Estaba tan guapísima que daba vértigo—. No sé quién eres tú para pedirles cuentas de lo que sucede o deja de suceder. ¿O es que esperas algo de ellos?
—¿Algo de qué?
—Quizá que ellos hagan lo que tú no consigues hacer…
—En realidad, ellos tenían que ser los escritores, los críticos, los artistas, los creadores… Perdóname la expresión, tenían que ser los intelectuales de esta época de mierda, ¿no? Llevamos tiempo, debería decir, llevo tiempo esperando… y ahora ya empiezan a morir. Creo que ésta es mi rabia.
—Oye…
—Déjame. Sufro un ataque súbito de gilipollez.
—Shut up!
¿Te das cuenta de sobre quién estás hablando? ¿En serio esperabas no todo eso, sino siquiera algo de semejante panda de majaras toxicómanos?
—No me interrumpas. Ellos representaban toda transgresión, la única transgresión. Ellos, los anormales. ¿Por qué no depositar en ellos la esperanza? Ya, por el tipo de vida, claro. Su tipo de vida… Desvarío. Escucha, creo que se trata precisamente de eso, de la mínima transgresión, qué triste, de la mezquindad que demuestran a la hora de elegirla. Con estas muertes tan miserables… Nada de nada, juegos malabares con pequeñas huidas de la realidad en forma de gamberreo, nada de jugarse la cara. Mueren, sí, pero sin ni siquiera jugarse la vida. Las mejores cabezas de mi generación, ja, destruidas por la locura, ja, por un pistolero. No te jode. Y ni siquiera eran cabezas. Aun así, puede que representen lo mejor. De entre los que juegan. Un juego, es a lo máximo a lo que aspiran los transgresores.
—Amore, amore…
—Desde sus ojos grises guiñaba de repente la bestia aquella que Tito Ros había mencionado, un instante de exactitud medida, lo justo para que pudiera más la incertidumbre, y después, nada—. Me parece una teoría mas que discutible. En cuanto a la elección de tus héroes de barrio, no sólo me parece subjetiva: completamente,
I'm sorry
, com-ple-ta-men-te imbécil.
—Ya, pero es la mía.
El restaurante estaba repleto de parejas jóvenes que comían sus enormes pizzas, olía a mantequilla tostada y a orégano. Yo estaba allí sentado con una mujer imponente que esperaba mis besos y sólo se me ocurría hablarle de absurdas
rayaduras
de coco y pedir un par de pizzas picantes.
—A lo mejor es que tú no lo sabes, pero eres un vengador agazapado —recuperaba el tono de broma que no deberíamos, que no debería haber abandonado. Un destello de nuevo, pero esta vez sin fieras, inteligencia sólo—. Si lo que necesitas es simplemente conocer a Ulrike, mañana mismo te presento a Ulrike y se acaba el asunto. Pero si lo que quieres es vengar la muerte de esas chicas por la razón que sea, vas a tener que desempolvar máscara y agenciarte una espada para dejar tu marca en la frente de los malos. Mientras tanto, más vale que lleguen pronto las pizzas o voy a acabar con el queso rallado.
Salimos del local satisfechos de pizza y Coca-Cola y, en lugar de tomar un taxi, decidimos empezar a andar hacia el norte de la ciudad, en dirección a su casa. La noche, ya casi veraniega, me deparaba compañía inteligente y la posibilidad de disfrutarla serenos. Había pasado demasiado tiempo, más de un par de años, desde la última ocasión que tuve sensaciones similares. En ese momento me habría mostrado ante aquella mujer que caminaba a mi lado agarrándome la mano con fuerza, tenía ganas de hacerlo, de dejarme llevar y abrazarme a su cuerpo hasta el vacío. Eso era lo que me apetecía de verdad. Una insensatez. No era sexo lo que me estaba pidiendo el alma, sino algo mucho peor. Lo peor. De repente tenia nostalgia del enamoramiento, tan lejano, pero yo había renunciado al enamoramiento hacía ya mucho tiempo, la última vez que hice el ridículo. Enamoramiento y ridículo, de nuevo, dos conceptos indisociables.
¿Y ella? ¿Qué coño quería Eva Sacaluga de ese paseo nocturno? ¿Qué me pedía cuando reclamaba besos? Llevábamos ya más de un cuarto de hora en silencio. O la besaba por fin o me largaba. Paré un taxi. Subió sin pedirme explicaciones, dio una dirección de Horta y el taxista nos acercó hasta una casita de dos pisos en la zona antigua del barrio, donde aún quedaban las torres construidas a principios del siglo pasado. Me miró:
—¿Vienes?
—¿Cómo puedo encontrar a Ulrike? —No iba a salir del vehículo, y ella lo sabía.
—¿Te llevo yo mañana o te doy la dirección?
—Mañana, no. Llámame el lunes por la mañana al periódico.
Salió sin volver a mirarme y le di al taxista mi dirección. Aunque no sabía si quería meterme en casa, al menos ya estaría en el centro. Zona amiga, territorio apache. No me sentía satisfecho de mi comportamiento, pero sobre todo tenía la sensación borrosa de que algo se me estaba escapando. Con el tiempo me he convertido en un tipo huraño, mi aspecto no es amable, ni aseado, ni atlético, ni moderno, más bien parezco un pajalarga sacado del cajón de los recuerdos de hace un par de décadas. No quiero que las mujeres se me acerquen, y ellas, más listas que el hambre, lo saben sin ni siquiera tener que ponerme la vista encima. Ya tuve mi ración. Como aquellos alcohólicos que, para disculpar su negativa a la bebida, arguyen: «Es que ya he bebido todo lo que me tocaba en esta vida.» Como si después fuera a venir otra vida en la que empezaran desde cero, repleta de licores amables, copas largas, vasos con hielo. Como si en una existencia posterior volviera a haber mujeres. ¿Por qué, entonces, se me ponía una tentación semejante delante de las narices, con su olor a hembra inteligente, a cabeza compasiva y a capacidad para pequeñas perversiones deliciosas? En algo había fallado, quizá un descuido en mis gestos fruto de la convivencia de los últimos días con mis muertitas. Entré en casa calculando en qué tenía que poner más cuidado y deseando ponerme en remojo. Faltaban pocas horas para que amaneciera el sábado, y llevaba desde el jueves por la mañana sin probar el agua, en ninguna de sus acepciones.
No tenía sueño y la ducha había acabado de despejarme del todo. Pensé que era jugar sucio salir a la calle a las tres de la madrugada completamente sereno y con el espíritu lleno de Coca-Cola y me hizo gracia. Iba en busca de Ayerdi.
Antes de salir, intenté trazarme una ruta de bares que recorrer y fui incapaz de llegar al tercero. El tiempo o la ciudad misma se han encargado de borrar del mapa los locales referentes para gentes de la edad y el talante de Ayerdi, aunque quizá hayan sido sus propios protagonistas los que desertaron. Por el centro, en los alrededores de la plaza Reial, quedan cuatro o cinco garitos de los de toda la vida. No valen, ya nadie los frecuenta; recorrer el Chino con alguien como Tito Ros, que no se ha movido de allí, es una cosa, y hacerlo solo otra muy distinta. Me di cuenta por primera vez de que no tenía ni idea ya de dónde tenía que ir por la noche, yo solo, para encontrarme con gente conocida, siquiera similar, y me sentí viejo. No habían desaparecido los locales, no era que ya las gentes que trasnochaban hubieran cambiado de costumbres. Barcelona no se había convertido en un Tokio de película compartimentado en cabinas de uso individual. Sólo era que yo estaba fuera de lugar.
Aun así, sabía adonde ir. Aquella madrugada de sábado recorrí el camino de los clubes nuevos donde modernos pinchadiscos aseguran crear ambientes electrónicamente propicios, supongo que para los entendidos o para cabezas de última generación. Me habían aconsejado buscar por ahí al periodista, y, efectivamente, di con mi hombre. En dos ocasiones, en diferentes locales, lo encontré, pero demasiado dentro de sí mismo una vez, y dentro de una piolinda en sujetador, otra, como para abordarlo. Su aspecto desaliñado rozaba la suciedad, y su estado mental distaba mucho de estar centrado. Tanto solo como en compañía de la chica, danzaba un éxtasis electrónico sudando, se sudaba.
No habían dado las cinco de la mañana cuando lo localicé por primera vez en uno de los clubes tecno de los alrededores de las Ramblas. Bailaba en una pista minúscula donde cuatro jovencitos flacos se mecían. Una punzada de lástima me sorprendió y salí a buscar alguna cerveza amiga de última hora. No me importaba perderle la pista. Ya sabía que estaba fuera y lejos. Yo seguiría mi noche tentando alcoholes tardíos e intentaría no pensar en la pena. Pero volví a encontrarlo un par de horas después en un
after
dominical, y el puntillo de tristeza aquel se centró y tomó contorno exacto. Ayerdi parecía mucho mayor, es decir, de repente, era un adulto rodeado de chavales que intenta seguir un ritmo que no conoce, brillante de sudor, jadeando, con el pelo mojado delatando una calva incipiente. Una lolita siglo
XXI
con coletas le caracoleaba los costados con la blusa atada a la cintura y un sostén de nada, oscuro, al aire. La figura de Ayerdi se me aislaba del resto y se hacía más patética. Me refiero a que no conseguía ver a la vez al periodista y el entorno, unirlos. La sensación era parecida a la de las películas antiguas en las que el protagonista va en un coche y tras él discurren imágenes evidentemente falsas, tomadas en otro lugar y en otro momento. Así estaba él allí, con toda aquella parafernalia de música y jóvenes pastilleritos desfilando por detrás, sólo que en este caso ellos eran los reales, y Ayerdi, la imagen proyectada sacada de alguna remota grabación.
29 de abril. 19.00 horas
Por fin aparece Ulrike. Sara Pop ya se ha olvidado de su nuevo
look
y tarda unos minutos en entender el silbido y la cara de admiración de su colega. Está demasiado cabreada para agradecer los elogios a su nuevo tinte blanco plata, un ojo de la cara, tras cerca de una hora esperando en el portal de la Via Augusta, sintiendo cómo el humo del tráfico, la humedad de Barcelona, el asqueroso espacio exterior en general, van descomponiendo un maquillaje que le ha costado otro ojo, el equivalente a un par de gramos de cocaína. «¿Tú estás loca o qué? ¿No sabes contestar al móvil? Tía, te vas a ir a la mierda, estoy de los nervios, creía que te había pasado algo, tía, no sé ni por qué te he esperado, porque el taxista se ha retrasado, que si no, te vas a la puta cena tú sola.» No se puede estar una hora de pie en un portal vestida con tus mejores galas, la espalda enmarcada en rojo al aire, con tacones de palmo, al final incluso colocada, y además resultar comprensiva, así que Sara intenta no prestar atención a los perdones que sin demasiada pena le pide su amiga. «Tía, he tenido que entrar en "la Caixa" de enfrente para meterme una raya, ¿tú lo encuentras normal, estando en el portal de tu casa?» La otra se echa a reír. Tiene ese aire soñoliento y satisfecho que suele sacar de quicio a Sara, pero en esta ocasión, al verla a cuatro palmos, dentro del ascensor, la encuentra demasiado guapa para echarle nada en cara. Ulrike es una mezcla perfecta, hija de madre alemana y padre africano, negro oscuro. Como si alguien hubiera estudiado las dosis exactas escondidas en los extremos de las razas para dar a luz a una criatura excepcional. De color bronce, luce piel de caramelo, ojos enormes azul pardo, nariz ancha de grandes agujeros y una enorme boca pura fruta. Ulrike no parece una mujer mulata, sino un dibujo vibrante coronado por una eléctrica melena azabache. Lleva unos vaqueros de tiro bajo y una camiseta negra dos tallas por debajo de sus dimensiones cuya tensión mantiene en vilo un par de tetas de otra época. Sara sabe que la amiga es incapaz de darle importancia a su enfado, piensa que con unas tetas como ésas ella también se dedicaría a vivir tranquilamente. Con unas tetas así, nunca falta el alquiler ni puede preocuparte el futuro.
Entran en el caótico piso, que las recibe con todas las luces encendidas. Ulrike las mantiene así incluso para dormir, y desde luego, cada vez que sale de casa se preocupa de que en cada habitación quede al menos una bombilla encendida. La aterra la oscuridad. Eso, y permanecer sola en casa, el silencio, cruzar plazas y calles amplias, las escaleras de los inmuebles sin ascensor, los aparcamientos, las puertas cerradas, los niños desconocidos de ojos claros, los objetos ordenados, el bosque, los repartidores de mensajería… «Si tienes toda la casa en orden, inevitablemente te das cuenta de si ha entrado alguien —le explica por enésima vez a Sara, recriminándole la pulcritud de su estudio—, y yo prefiero ahorrarme el susto. Si alguien ha entrado, no quiero enterarme, prefiero morir de golpe que de un infarto.» «Pero ¿quién puede entrar, si sólo tú tienes llave?» Y Ulrike se vuelve con cara de espanto y sorpresa: «Cualquiera, tía, cualquiera, tú no sabes cuánta gente mala hay suelta por ahí, cualquiera puede querer entrar en tu casa a robar, ojalá sea sólo a robar, o a cosas peores. Hay que dejar las luces encendidas, y a poder ser, un aparato sonando, nada de música clásica ni bandas sonoras, me dan terror, lo mejor es reggae, hip hop, o algo así. Lo que pasa es que tú eres una confiada, pero me juego el careto a que por lo menos hay cuatro o cinco tíos que te tienen clichada, que te ven entrar en casa todos los días y piensan: «A esa guarra me la cepillaría yo», incluso puede que sean vecinos tuyos, ¿te has fijado bien en tus vecinos? No hace falta que sean jóvenes ni solteros ni que se parezcan a Hannibal Lecter; cualquiera sirve, y a veces los padres de familia son los peores. Pues de todos esos que te miran y que ya se habrán hecho más de una paja pensando en tu bonito culo, basta que a uno le dé un día un yuyu majarón y en un plis plas te tiene atada a la cama, rodeada de cuchillas o cosas peores. ¿Pero es que tú no has visto
Seven?
Yo al principio tenía miedo de los muertos, de que se me aparecieran como en
El sexto sentido
, con sus heridas abiertas, a pedirme que les resolviera yo la vida eterna para poder descansar en paz. Por ejemplo, me daba horror pensar que mi muerto fuera a ser uno al que le hubieran sacado los ojos, ¿te imaginas qué palo?, y que apareciera con los agujeros rojos y goteando sangre, o que le hubieran arrancado los dientes, imagínate que intenta comunicarse contigo y hablarte un muerto sin dientes y con las encías destrozadas, y así, pero ya no, tía, ya no, me he dado cuenta de que los peores son los vivos, los hombres vivos. Fíjate lo que te digo, hombres, machos, masculino, men, porque tías majaras hay muy pocas y sólo matan a tíos, y generalmente para vengarse por lo que les han hecho. Un muerto puede darte la murga, pero no es un asesino en serie, nunca, ésos son fontaneros, farmacéuticos, el que te sube la compra… Ahora el sexo se ha puesto muy extraño, tía, le lo digo yo, que se colocan con cosas muy raras, hasta el más inocente te pide un numerito. Pues eso, que siempre van a más, que si han visto en Internet esto o aquello y que se lo hagas y que hay que montar un escenario. Y de eso a calentarse con un cuchillo en la mano va un paso. Y luego, ya te digo, les da la volada y te abren la tripa. Mira, tía, yo no me fío ni de mi padre, que en paz descanse.»