Amalia de Pablos llega al bar del hotel Majestic, en el paseo de Gracia, hacia las seis y media de la tarde. Pide una copa de champán y se arrellana en uno de los sillones del fondo del salón. A esa hora, la penumbra permanente del local acoge sobre todo a extranjeros de paso, que se meten entre pecho y espalda el primer cóctel de la tarde pegados a sus móviles. El bar del Majestic es el tipo de refugio ideal donde a cualquier hora del día cae la tarde, y desde el rincón de Amalia, además, resultaba imposible distinguir la mínima señal de luz natural. Regla número uno de la resaca depresiva: busca un refugio caro con moqueta y perpetua luz artificial, siempre al fondo.
Con la segunda copa y a fuerza de no pensar, teme quedarse traspuesta, así que comienza a hacer recuento de los diversos ejemplares con los que le va a tocar lidiar en la Cena de la Solidaridad. Sobresale en aquel zoológico, por razones evidentes, la siempre estupendísima Pilar Serra, su señora madre, a quien no ve desde hace al menos un par de meses. Ya ves, Serra, aquí me tienes, con un gripazo de la hostia pero enterita y al pie del cañón. No te he llamado por los líos, ya sabes, pero ando bien, excepto la gripe. ¿Cuándo empezó a llamar a su madre por el apellido? La Serra es la Serra para todos los que la conocen, que no son pocos, cabeza socialista desde los tiempos del PSUC, casada, divorciada, lesbiana transitoria y vuelta a casar con un gilipollas viajero cuya mayor aportación a la familia ha sido iniciar a la madre en el mágico mundo de la cirugía estética. La Serra está mejor a sus sesentaymuchos que en su época de diputada, más guapa, con otro aire, el plus de aspecto saludable que aportan las sesiones de rayos UVA. Y gracias a varios estiramientos, igual de joven. Para Amalia, la Serra nunca ha sido mamá, sino Pilar, hasta el momento en el que se dio cuenta de que aquella señora era una total desconocida y comenzó a llamarla Serra.
La cena lleva días llenando páginas de periódicos, y las radios no paran de machacar el asunto, así que con el camionero Susín bastarán un par de palabritas. Más mimos requerirán los chicos de la prensa, nada menos que un centenar de asistentes por la jeta. En esta ocasión no ha llevado bien lo de los medios, lo sabe porque cuando piensa en ellos la invade la sensación de estarse presentando a un examen sin haber estudiado, mal asunto, demasiadas mañanas ausente, que les den por culo.
Gracias a la rabia que le provocan los periodistas, consigue pasar a segundo plano la molesta sensación que le ha dejado pensar en su madre. Amalia —nada mejor que un poco de inquina para despertar el organismo abotargado— coge el móvil y busca en la agenda «taxi1». Nada, buzón de voz. Igual que «taxi2», igual que «taxi3». Estos hijos de puta cada vez viven mejor, curran menos y pasan mierda de peor calidad. Ya que tiene la herramienta en la mano, llama al despacho para empezar el día como debe ser, sólo que hacia las siete. «Hola, Laurita, estoy bien, pero intenta no dirigirme todavía la palabra porque acabo de romper la voz. No te agobies, niña, iré directamente a la fiesta, así que hazte cargo tú de las televisiones. No te preocupes, estaré puntual dentro de una hora allí. Ah, a la hija de puta de la Susín déjamela a mí.»
—Hola, Ros, estoy con Eddy en el Rívoli y necesito que me eches una mano. Vente.
—¿Cuánto rato llevas ahí?
—Hora más, hora menos, dos horas.
—¿Estás solo?
—Sólo con Eddy.
—¿Me necesitas a mí o necesitas un taxi?
—Ambas cosas.
—Llamo al taxi y estoy allí en una hora.
—¿Qué te voy pidiendo?
—No te pases…
Había llegado el momento de empezar a separar a las muertas. La idea era de Eddy y me pareció la mar de bien. Con tres mujeres asesinadas que no tienen nada en común, más vale que adivines a cuál de ellas iba destinada la primera bala, la fetén. Descartada desde el principio la idea de una masacre de género, el término era para mondarse, y con una juerga interior de jueves tarde habíamos decidido jugar a la ruleta con mis chicas. No tengo ni idea de cuál era la experiencia del amigo anfitrión al respecto, pero no me cabía duda de que su cabeza funcionaba a esas alturas del día mucho más engrasada que la mía.
—No te metas en estos asuntos, colega, nunca jamás, pero si ya estás metido, te recomiendo que seas práctico. Ningún asalariado, por muy rumano que sea, se cuela en un
after
para cargarse a todo el plantel femenino. Y menos en el Paradís, donde lo máximo a que puede aspirar es a encontrarse con lo que se encontró, un trío de damas. —Pensé en el trío de ases al que había hecho referencia Ortega; estaba claro que el número daba juego. ¿Cuál iba a ser la siguiente alusión: a los tres cerditos, a las tres gracias o a las trillizas rubias de Julio Iglesias?—. Joder, para un pirado misógino radical lo suyo habría sido los
after
de la plaza de Espanya, o los de la playa, repletos de chatis tiernas y viciosas. A su lado, el Paradís es casi un centro de negocios. El rumano iba a matar a una de las chicas, sólo a una. ¿A cuál? Alto ahí. Lo primero que tienes que hacer es descartar: ¿a cuál no?
Era cierto, no se me había ocurrido tomar ese camino; en realidad, no se me había ocurrido nada, porque tampoco esperaba que las cosas fueran tan rodadas desde el principio. Había previsto al menos cuatro o cinco días de llamadas infructuosas, lo típico en estos casos, a lo sumo encontrar un hilillo del que tirar. Pero todos los tanteados hasta el momento habían respondido a la primera, excepto Ayerdi. Lo insólito de la situación me había pillado desprevenido. Primero Laura, que me recibió como si la cosa más normal del mundo fuera que se presente un periodista a hablar de tus muertos. Y eso que en su caso era comprensible, estaba tan acostumbrada a tratar con los medios de comunicación que podía no haberse dado ni cuenta, pero que la Susín y Pilar Serra accedieran a recibirme de inmediato se salía de lo normal. Claro que tampoco se trataba de personas normales. Eddy Collins, el elegante barman guineano de dos metros, enemigo acérrimo de las contemplaciones, me había echado en cara sin necesidad de palabras mi falta de pericia, y lo tomé como una invitación.
Aquella tarde tampoco me hizo más caso del habitual, seguía con su tarea, atendiendo cortésmente a rubicundos extranjeros de visita, pero cada vez que pasaba a mi altura en la barra, dejaba caer un comentario sobre ese asunto que me tenía comida la moral. Desde el viernes anterior, casi una semana, le había tocado presenciar todo un desfile de enlutados más o menos tristes, seguramente guardaba comentarios, confidencias y conversaciones cazadas al vuelo que podrían serme de mucha utilidad, pero ni siquiera hice el gesto. Jamás de los jamases soltaría prenda, era un señor profesional, además de un hombre sin necesidades ni grandes compromisos. Nada lo iba a sacar de su rutina, ni feliz ni todo lo contrario, y mucho menos los asuntos ajenos, así que a lo máximo que podía aspirar era a que aquel goteo de frases me fuera dando luz en el camino. Con dificultades, porque a esas alturas no estaba yo para muchas sutilezas.
—Recopila datos, amigo, repasa lo que sabes, los detalles.
Los detalles. No creía tener detalles, pero volví al principio por si al menos ese ejercicio podía ayudarme a dibujar el mapa de lo que ignoraba. Amalia, Estrella y Sara, por orden de edad. Amalia de Pablos: empresaria enriquecida a base de contactos con los políticos y buena entrada en prensa. Sufre la noche anterior una conmoción al pararse en un caminillo de la sierra de Collserola, ¿a qué? A hacer pis, según le contó a su secretaria, o hacerse una raya, según me pareció que ponía ésta de su cosecha. Allí vio un colchón sucio donde estaba sucediendo algo hasta segundos antes de que ella apareciera, una imagen que le resultó insoportable hasta el punto de hacerla vomitar. Y luego se sintió espiada, le entró el pánico y se fue derechita a casa en lugar de acudir al Paradís, su idea inicial, a encontrarse con su amante, el dueño del local, un camello armado y por lo visto mucho menos inofensivo de lo que suelen ser los camellos corrientes. Toda aquella escena del monte podía ser fruto de su estado ebrio, aunque parecía poco probable, teniendo en cuenta sus hábitos: no estaba más borracha ni más colocada que la mayoría de las noches. Al día siguiente, que en realidad ya era ese mismo día cuando pilló la cama, en una cena a la que parece que había acudido todo el que pintaba algo en Barcelona, le comunica a su secretaria la decisión de abandonarlo todo por un tiempo. ¿Cuánto? Carecía de detalles. En esta ocasión no bebe ni se droga, prácticas habituales en ella, y sí acude al Paradís por lo visto a reconciliarse o lo contrario con su amante-camello. Allí le vuelan la cabeza. Otra. Estrella Sánchez: diseñadora, treinta y tres, que después de años de nocturnidad y mala vida ha decidido sentar la cabeza y llevar una vida normal, probablemente empujada por eso que los entendidos llaman reloj biológico. Su marido, o compañero o lo que sea, no la secunda y continúa bebiéndose las noches en solitario. A esta mujer no parece conocerla en serio nadie más que Tito Ros y, a lo mejor, yo mismo, pese a que no la recuerdo. Tanto Ros como Pepe Ortega aseguran que era una tía de bandera, ¿por qué entonces guardo yo una imagen tan nítida de Juan Santos y nada de nada sobre ella? Por más que rebusco en mi cabeza, no manejo más datos, sólo que ya no entra dentro de sus hábitos acabar en un
after-hours
, mucho menos sola. Pero lo cierto es que termina la noche del 29 de abril, que es como decir que empieza el día 30, hasta el culo de alcohol y cocaína en el
after
Paradís. Allí se encuentra por casualidad con Álex Ayerdi, que ha llegado a alargar la noche con su colega Pitu Gallo, y entabla conversación con él. Entonces entra un tío y le pega un tiro en el corazón. Otra. Sara Pop: de apellido López, modelo de veinte años a la que no le acaba de ir todo lo bien que sería deseable en el mundo de la moda. Quizá por eso responde a las llamadas de Curra Susín para prostituirse con gentes de muchos posibles a cambio de elevadas sumas de dinero (se supone, de nuevo fallan los detalles). Es la gorda Susín quien la cita en la Cena de la Solidaridad, parece que con la intención de darle curro, todo indica que a acompañar a Gasch i Llobera, alto cargo de la Generalitat de Catalunya, a la cama. Aquella misma noche, ya amanecía el día siguiente, seguramente después de haberse deshecho del cliente, se dirige al Paradís. Entra, compra algo, sale y vuelve a entrar con el hombre que matará a Amalia de un tiro en la cabeza y a Estrella de un tiro en el corazón. A ella la bala le va a la ingle, un punto que no tiene por qué significar muerte segura, pero tiene mala pata y la espicha en la ambulancia. Hasta aquí, las muertas.
El resultado era pobre, pero no desesperanzador. Me había propuesto recorrer el día de los clientes del Paradís, en realidad, de las tres mujeres y el periodista Ayerdi, único testigo, hasta el momento en el que las mataron, y en el caso de Amalia de Pablos lo tenía bastante encaminado. De Sara Pop tenía pocos datos, es verdad, pero muchos más que al principio, y además sabía cuáles tenían que ser mis próximos pasos: hablar con la tal Ulrike, su amiga, y con Arcadi Gasch i Llobera, que en aquel momento, y si como todo indicaba se había visto salpicado por el crimen, debía de tener el culo más prieto que el de una gallina. Quedaba Estrella Sánchez, un misterio cuya clave podía estar en el propio Ayerdi. Él tenía que saber el motivo que llevó a la mujer a ese estado catatónico, porque cuando uno llega a ese punto le contaría sus penas hasta a una farola. A no ser que no pueda hablar o razonar. Era imprescindible que consiguiera encontrarme con el periodista, para lo cual era a su vez necesario que él estuviera dispuesto a largar y que yo mismo acabara de decidirme.
Cualquiera podía ser la destinataria de la bala a la que se refería Eddy. Amalia de Pablos y sus turbios tratos con el camello armado; Estrella, cuya anormal aparición en el local quién sabe si también respondía a una especie de existencia paralela, como la de Amalia. Las dos eran mujeres de carácter, complejas, y sus vidas podían deparar cualquier tipo de sorpresa. Como la guinda de Sara Pop, que me había salido puta sin esperármelo, aunque en su caso el desconcierto tenía más que ver con mi candor que con el carácter de la chica, y su presencia allí se me antojaba mucho más casual que las otras dos. Primera candidata a descartable. Y, por fin, otro que podía tener mucho que decir al respecto era Enrique, el dueño del Paradís, pero estaba encerrado y, de hacer caso a las medias palabras de Ortega, la cosa podía ir para largo. También éste había resultado una sorpresa, así que pistolitas en el altillo, quién lo iba a decir.
—¿Qué te hace creer que recomponiendo la jornada de las muertas descubrirás por qué las mataron?
El trasiego de clientes descendía entre los tés de media tarde y la hora de la cena, y Eddy aprovechó un momento libre para plantarse delante de mí. Venía a reponerme la copa, pero yo permanecía tan absorto en mis pensamientos que el segundo whisky seguía casi intacto. Cruzó los brazos sobre el pecho y me miró con aire socarrón.
—Yo qué sé, soy periodista, no policía. Imagino que era otra manera de descartar, aunque no me lo hubiera planteado así. A un
after
la gente va a seguir consumiendo cuando se cierra todo lo demás o a comprar el material que ya no encontrará en otro sitio. Eso es lo normal. Pensé que si te matan allí será que no has ido a lo normal, sino a otra cosa. ¿Te parece una tontería?
—Eso, tú sabrás. ¿Qué piensas hacer, suponiendo que consigas el material que andas buscando?
Tampoco lo sé. Al principio se me ocurrió colocar un reportaje largo en el dominical del diario, pero cada vez lo veo más descabellado. Todo este asunto me ha dado un mazazo en la cabeza del que no sé si me repondré. Tengo la sensación de que con la muerte de Amalia y Estrella, sobre todo con ellas, se me acaba un juego. Tendría que pensarlo mejor para poder explicártelo y todavía no he tenido tiempo.
En ese momento apareció Tito Ros en camiseta, la chupa al hombro, y con las gafas oscuras metió en el fondo de la barra todo el sol al que yo había renunciado hacía horas. La verdad es que me había olvidado de él, cosas del alcohol, lo había llamado en plena euforia y lo que ahora estaba sufriendo se parecía mucho más a una resaca que a la previsible borrachera. Por eso, cuando me dejó delante de las narices un paquete de tabaco evidentemente sacado del taxista, lo acompañó con gesto de «no me jodas que se te han pasado las ganas». No era cosa de hacerle un feo. Me eché el Marlboro al bolsillo, rematé el whisky y me dirigí al lavabo.