Nacida bajo el signo del Toro (23 page)

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Authors: Florencia Bonelli

BOOK: Nacida bajo el signo del Toro
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Durmió poco y mal. Alrededor de las diez de la mañana, abandonó la cama y, sin desayunar y evitando encontrarse con su madre, se metió en la ducha. Colocó el rostro bajo la lluvia y, mientras el agua le golpeaba los párpados, las imágenes volvían a ella como el destello de un flash. No solo había sido un infierno en el boliche; cuando regresó a su casa también. Encontró a Josefina vestida y a punto de salir a buscarla.

—¿Qué hacés aquí? ¿Cómo volviste?

—Tomamos un taxi con Lautaro.

—¡Te dije que iría a buscarte en un remís de don Loreto! ¿Cómo se te ocurrió volver sola en un taxi a esta hora?

—¡No estaba sola! Lautaro estaba conmigo.

—¡Otro bebé igual que vos!

—¡Lautaro no es un bebé! Él me protegería de cualquier cosa. Además, todo esto es culpa tuya. Si no le hubieses llevado el apunte a la imbécil de Anabela, yo no habría ido a bailar. ¡Odio ir a bailar!

—Camila, no es normal que no quieras ir a bailar a tu edad.

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué decís que no es normal que no quiera meterme en un antro en donde todos se emborrachan y se drogan con éxtasis y cristal? —Josefina elevó las cejas y separó los labios—. Te aseguro que no es agradable ver a medio mundo caminar a los tumbos y decir estupideces, como lo hizo tu
adorada
Anabela.

—¿Anabela toma?

—¡Anabela toma y fuma marihuana! ¿Qué pensabas, que todas son estúpidas como yo?

—Yo no digo que seas estúpida, sino que quiero que tengas una vida normal, como cualquier adolescente.

—Yo no soy normal, no soy como cualquiera. Soy muy rara, y más vale que te vayas acostumbrando porque no creo que jamás llegue a satisfacer tus deseos ridículos.

—¿A qué te referís con deseos ridículos?

—Nunca estás conforme con nada, mamá. Siempre estás de malhumor, con mala cara, quejándote por todo. Si no fueses tan histérica, papá no se habría ido de casa.

Josefina le dio una cachetada. La tomó por sorpresa, y el dolor llegó varios segundos después, al sentir la piel caliente. Se cubrió la mejilla y observó a su madre a través de las lágrimas. Dio media vuelta y corrió a su habitación.

No quería salir de la ducha, no quería abandonar ese habitáculo donde el agua la limpiaba y el vapor le expandía los poros y le purificaba la piel, y en el que nadie se habría atrevido a irrumpir. Cerró el grifo y salió alentada por las palabras de Alicia; ella sostenía que era imperativo que aprendiese lo que su Ascendente escorpiano tenía para enseñarle. “Mientras no aprendas a convertirte en la dueña de la situación, comandando todo, la vida te presentará batalla hasta que lo hagas. A los cachetazos”, había añadido.

En tanto se vestía, Camila reflexionaba que la noche anterior había perdido el control de la situación al permitirle a Anabela que cambiase sus planes. Que finalmente hubiese aceptado ir a Vangelis no porque le gustase, sino para complacer a Lautaro constituía la cereza del postre en una noche plagada de equivocaciones. “Y lo hice por temor a cansarlo y a perderlo”, concluyó. “Siempre el miedo”. Presentaría batalla a ese domingo difícil.

—Tengo que ir a hacer un trabajo de Historia a la casa de Lautaro —le mintió a Josefina al hallarla en la cocina.

—Primero, buenos días.

—Buenos días —obedeció, sin mirarla, fingiendo ocuparse en sacar una taza.

—Antes de irte a ningún lado, vas a poner orden en la cocina. Anoche quedaron los platos sucios.

—No habrían quedado sucios —replicó—, si no me hubieses obligado a salir a bailar.

—¿Estaba zarpado el boliche, Cami? —se interesó Nacho.

—Uy, zarpadísimo. Había alcohol y droga para tirar al techo.

—Camila, cambiá el tono o te quedás en casa todo el domingo. ¿Sí o sí tenés que ir a lo de Lautaro? La tía nos invitó a su casa. —Josefina hablaba de su hermana.

—Tengo que hacerlo en domingo —aclaró, con acento irónico— porque, como soy una adolescente rara, trabajo durante la semana.

—Camila… —masculló Josefina, a modo de advertencia.

—Eso sí, a mi mamá le encanta que yo me haga cargo de algunas cuentas y también le encanta que le preste plata cuando ya no tiene ni para el subte.

—¡Camila, basta! Una más y te quedás encerrada en tu dormitorio.

Bebió su café con la vista fija en el mantel. Nacho le preguntaba acerca de Vangelis y ella le respondía con monosílabos, mientras se decía que su madre no le había pedido perdón por la bofetada de la noche anterior. Lavó los platos y las fuentes y se esmeró en dejar las piletas de aluminio y la mesada relucientes.

Antes de irse, entró en Facebook y confirmó su presunción: Lautaro no le había dejado el habitual mensaje en el muro. Llegó a la puerta del edificio de los Gómez pasada la una. ¿Ximena la juzgaría como una desubicada por molestar a la hora del almuerzo? La ansiedad le dio el valor para pedirle al guardia que se comunicase con el octavo piso. Necesitaba arreglar las cosas con Lautaro.

—¿A quién anuncio?

—A Camila.

Al cabo de unos segundos, el hombre le indicó que entrase. El sonido de la chicharra en el silencio de la calle la crispó. Caminó hasta la recepción luchando contra la voz que le sugería que diese media vuelta y regresase a su casa. Subió en el ascensor con los puños cerrados y apretando los dientes. Fijó la vista en el indicador de los pisos y, cuando este dibujó el número cuatro, se acordó de las palabras de Linda Goodman a propósito del hombre escorpión:
…él no se
impresionará para nada porque le inundes de lágrimas o le cubras
de coléricas recriminaciones.
Al llegar al octavo, descendió del ascensor más tranquila. Las puertas automáticas se cerraron detrás de ella y tanteó hasta dar con el interruptor en el palier privado. Antes de tocar el timbre, se abrió la puerta. Max y Gómez la observaron desde el umbral, cada uno con una actitud diferente: Gómez estaba serio; Max gañía y movía la cola.

—Hola —dijo, con voz rasposa e insegura.

—Hola —contestó él, y su seguridad la humilló.

Se puso en cuclillas y acarició a Max, cuya alegría por verla la ayudó a ponerse de pie y enfrentarlo. “Vos tenés Plutón en Casa I”, le había explicado Alicia, y se lo recordaba a menudo. “Sos tan poderosa como Lautaro y, si no construís una relación de igual a igual, terminará por romperse”. “Terminará por romperse”, repitió, y se dijo que no lo permitiría. Amaba a Lautaro como jamás imaginó que amaría a alguien. De hecho, con él, había descubierto lo que era el amor.

—¿Qué hacés aquí?

—Vine para que hablemos. ¿Puedo pasar?

Gómez se hizo a un lado, y Camila entró. La recibió el aroma del aceite esencial, una fragancia distinta de la de la bergamota, pero igualmente exquisita. Inspiró profundo y ganó entereza.

—¿Estás solo?

—No. Mi vieja está en la terraza haciendo bicicleta y Brenda está en su cuarto. Vení.

Entraron en su dormitorio. Camila divisó varios libros desplegados sobre el escritorio. Se acercó y los recorrió con la mirada, sin tocarlos. Eran de Física y de Matemáticas, pero no los reconoció como los que usaban en el colegio.

—¿Qué son?

—Estoy preparándome para el maratón.

La respuesta, tan corta, concisa y clara, la golpeó con dureza. Ella no había dormido pensando en la pelea de la noche anterior y esa mañana no había tenido paz hasta volver a verlo; él, en cambio, se hallaba sereno y se había puesto a estudiar. ¡Ella ni siquiera habría podido sentarse a leer su novela favorita!

—¿Sabés qué tenés que estudiar?

—Nos dieron un programa con los posibles temas que nos van a tomar.

—¿Son muy difíciles?

—No.

“Claro que no. Para vos, nada es difícil”.

Inspiró y se dispuso a hablar.

—Lautaro, quería verte para hablar de lo de anoche. Te enojaste conmigo y no entiendo por qué. Me gustaría que me explicases.

—Está bien. Sentate. —Le indicó la silla; él se ubicó en el borde de la cama, frente a ella. La puerta seguía abierta de par en par.

Un objeto captó su atención sobre la mesa de luz: se trataba de un portarretratos nuevo con la fotografía que Karen les había tomado en el colegio. Sin meditarlo, lo levantó y se dedicó a contemplarlo. Lo devolvió en el mismo silencio en el que lo había estudiado y lo colocó junto al otro, el de la fotografía de Lautaro con su papá.

—¿Por qué te enojaste conmigo anoche?

—Porque me rompió las bolas que me frenases mientras lo cagaba a palos a ese imbécil.

La desconcertaron las vulgaridades con que se expresó; por lo general, Gómez no empleaba malas palabras, algo que a ella le gustaba.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué me frenaste?

Camila recordó haber leído que el instinto del hombre escorpión es conservar la libertad a cualquier costo y que se sienten permanentemente amenazados de perderla.

—Porque iban a venir los patovicas del boliche y los iban a moler a golpes.

—¡Yo hubiese podido con esos dos sin problema!

“El poder de Plutón”, pensó Camila, el que los llevaba a desafiar la autoridad.


Karate ni sente nashi
—evocó.

—¿Qué? —dijo él, de mal modo.

—Vos me dijiste que el lema del karate es que no existe primer ataque.

El comentario pareció turbarlo, aunque enseguida recobró la mirada impasible y la expresión fría.

—Gálvez me atacó primero.

—¿Por qué?

Le dirigió un vistazo feroz; estaba claro que detestaba ser interrogado. “La libertad”, se recordó Camila.

—Porque es un imbécil.

—A mí me dijo Beni que fue por culpa de Bárbara. —Silencio—. ¿Qué pasó con Bárbara?

—Empezó Lucía, provocándome por el asunto de su viejo. Después, se zarpó Bárbara, que estaba en un pedo ciego, y empezó a provocarme. Ya sabés cómo es.

Camila asintió.

—¿Y porque te frené te enojaste conmigo?

—Por tu desconfianza en mí —la corrigió.

—¡No era desconfianza! —exclamó, y enseguida recordó que no estaban solos y que la puerta estaba abierta—. Lautaro, esas dos moles se acercaban para amasijarlos. No tenés idea del miedo que sentí.

—No estaba en peligro.

—¡Te creés todopoderoso! —masculló entre dientes.

—Y vos me creés una langosta incapaz de defenderse ni de protegerte.

Separó los labios para replicar, pero no halló las palabras. La respuesta de Gómez resumía a la perfección la raíz de su enojo. Y lo comprendió. Al igual que Josefina había minado la autoestima de su padre reclamándole y culpándolo por todo (al menos, eso opinaba Alicia), ella había atacado la de Gómez haciéndole creer que no confiaba en su juicio. Se miraron con intensidad. Camila habló al cabo.

—Alicia me enseñó que somos pura energía. Emanamos calor porque somos energía. La energía cambia de acuerdo con nuestros estados de ánimo. Y, si es buena, lo que el cosmos (por llamarlo de algún modo) nos devuelve es bueno. Si estamos mal y nuestra energía es mala, parecerá que todo nos sale mal, porque el cosmos nos devuelve eso que damos. Es como un espejo, es lo que dice Alicia. ¿Vos creés en eso?

Gómez se movió en dirección de la computadora, que se hallaba detrás de Camila, y ella se hizo a un lado porque comprendió que quería usarla. Lo vio teclear en el buscador del Google.

—Leé eso —ordenó, y colocó el índice cerca de la pantalla—. Es una frase de Gandhi. Mi papá siempre me la repetía.

La vida me ha enseñado,
leyó Camila para sí,
que la gente es
amable, si yo soy amable; que las personas están tristes, si yo estoy triste; que todos me quieren, si yo los quiero; que todos son malos, si yo los odio; que hay caras sonrientes, si les sonrío; que hay caras amargas, si estoy amargado; que el mundo está feliz, si yo soy feliz; que la gente es enojona, si yo soy enojón; que las personas son agradecidas, si yo soy agradecido. La vida es como un espejo: si sonrío, el espejo me devuelve la sonrisa. La actitud que tome frente a la vida, es la misma que la vida tomará ante mí. El que quiera ser amado, que ame.

Camila volvió el rostro hacia Lautaro y le resultó imposible contener las lágrimas. Gómez la obligó a levantarse y la abrazó. Se aferró a él sin medir el ardor casi demencial con que lo sujetaba. No podía fingir, aunque supiese que necesitarlo de esa manera era inmaduro y que la colocaba en un sitio de vulnerabilidad.

—Anoche odié tener que ir a bailar —explicó con voz afectada—. No quería, no quería. Por eso todo salió mal, porque mi energía era mala.

—¿Por qué aceptaste ir, entonces? —le preguntó él, medio perplejo, ya que le resultaba inconcebible que alguien se embarcase en algo en contra de su voluntad.

—¡Por agradar! Siempre hago todo por agradar. Agradar a mi mamá, a vos… Te lo dije en Vangelis. Me pareció que te gustaba la idea de ir a bailar.

—Sí, me gustaba la idea. Tenía ganas de ir con vos. Me pareció copado terminar así el festejo de tu cumpleaños. Pero habría dejado de parecerme una buena idea, si me hubieses dicho que vos no tenías ganas. Camila —dijo, y la tomó por los hombros para apartarla unos centímetros—, quiero que siempre seas sincera conmigo. Con los demás, careteá todo lo que te parezca, pero no conmigo. Siempre quiero saber exactamente lo que pensás. Y a la mierda con hacer cosas para agradarme. Eso no me sirve.

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