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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (99 page)

BOOK: Musashi
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Él la miró agradecido y le preguntó:

—¿Eres una servidora de Yoshino Dayū?

—Sí, y ahora puedes tranquilizarte. Si ella te defiende, nadie en el barrio te pondrá un dedo encima.

—¿Es cierto que mi maestro está ahí?

—Si no lo estuviera, ¿por qué habría de mostrarte el camino?

—¿Qué está haciendo en un sitio así?

—Si abres la puerta de esa pequeña granja podrás verlo por ti mismo. Ahora tengo que volver a mi trabajo.

La joven desapareció discretamente más allá de los arbustos en el jardín vecino.

La granja le pareció a Jōtarō demasiado modesta para que fuese el final de su búsqueda, pero no podía marcharse sin estar seguro. Para alcanzar una ventana lateral, hizo rodar una piedra del jardín hasta el muro, se encaramó a ella y apretó la nariz contra el enrejado de bambú.

—¡Está ahí! —dijo entre dientes, esforzándose por seguir ocultando su presencia. Ansiaba extender la mano y tocar a su maestro. ¡Hacía tanto tiempo que no le veía!

Musashi dormía al lado del hogar, con la cabeza apoyada en un brazo. Jōtarō jamás le había vestido con semejante atuendo, un kimono de seda profusamente adornado, de la clase preferida por los jóvenes elegantes de la ciudad. Una tela de lana roja estaba extendida en el suelo, y sobre ella había un pincel, una caja de tinta y varias hojas de papel. En una de las hojas Musashi había practicado el dibujo de una berenjena y en la otra la cabeza de un pollo.

Jōtarō se había quedado estupefacto. «¿Cómo puede perder el tiempo haciendo dibujos? —se preguntó, airado—. ¿Es que no sabe que Otsū está enferma?»

Un manto muy bordado cubría a medias los hombros de Musashi. No había duda de que era una prenda femenina, y el llamativo kimono era... repugnante. Jōtarō percibía un aura de voluptuosidad en la que acechaba el mal. Como le ocurriera el día de Año Nuevo, le invadió una oleada de profunda indignación por el corrupto comportamiento de los adultos. «Hay algo raro en él —se dijo—. No es el de antes.»

La irritación fue convirtiéndose poco a poco en malicia, y supo lo que debía hacer: iba a darle un buen susto. Empezó a bajar con sigilo de la piedra.

—Jōtarō —dijo Musashi—. ¿Qué te ha traído aquí?

El chiquillo se detuvo y volvió a mirar a través de la ventana. Musashi seguía tendido, pero tenía los ojos entornados y sonreía.

Jōtarō dobló corriendo la esquina de la casa, cruzó la puerta y echó los brazos al cuello de Musashi.

—¡Sensei! —exclamó alegremente.

—De modo que has venido, ¿eh? —Tendido boca arriba, Musashi extendió los brazos y apretó la sucia cabeza del muchacho contra su pecho—. ¿Cómo has sabido que estaba aquí? ¿Te lo dijo Takuan? Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

Sin dejar de abrazarle, Musashi se irguió. Jōtarō, acurrucado contra el cálido pecho que casi había olvidado, meneó la cabeza como un perrito pequinés.

Jōtarō apoyó la cabeza en la rodilla de Musashi y permaneció inmóvil.

—Otsū está en cama, enferma. No puedes imaginar cuánto desea verte. Dice una y otra vez que se pondría bien si tú fueses a verla. Una sola vez, eso es todo lo que quiere.

—Pobre Otsū.

—Te vio en el puente el día de Año Nuevo, hablando con esa chica alocada. Otsū se enfadó y encerró en su concha, como un caracol. Intenté llevármela del puente, pero no quería venir.

—No la culpo. Ese día también yo estaba irritado con Akemi.

—Tienes que verla. Está en casa del señor Karasumaru.

Bastará con que vayas y le digas: «Mira, Otsū, aquí estoy». Si haces eso, se pondrá bien en seguida.

Deseoso de dejar bien claro lo que quería, Jōtarō le dijo mucho más, pero ésta era la sustancia de sus palabras. Musashi soltaba un gruñido de vez en cuando, y una o dos veces le dijo: «¿De veras?», pero, por razones que escapaban al muchacho, no le dijo que haría lo que le estaba pidiendo, por mucho que se lo rogara. A pesar de la enorme estima en que tenía a su maestro, empezó a sentirse disgustado y experimentó la comezón de pelearse en serio con él.

Su beligerancia fue en aumento, hasta el punto en que sólo la retenía el respeto. Se quedó en silencio, con una expresión desaprobadora, la mirada hosca y los labios torcidos como si acabara de beber una copa de vinagre.

Musashi cogió su manual de dibujo y el pincel y empezó a añadir trazos a uno de los dibujos. Jōtarō miró con disgusto el dibujo de la berenjena y pensó: «¿Qué le hace creer que es capaz de dibujar? ¡Es terrible!».

Finalmente Musashi perdió interés y empezó a limpiar el pincel. Jōtarō estaba a punto de insistir en su petición cuando oyeron el sonido de unas sandalias de madera en las piedras pasaderas ante la casa.

—Tus ropas están secas —dijo una voz femenina. La asistenta que había acompañado a Jōtarō entró con un kimono y un manto pulcramente doblados. Depositó las prendas ante Musashi y le invitó a examinarlas.

—Gracias —dijo él—. Parecen como nuevas.

—Las manchas de sangre no desaparecen fácilmente. Hay que frotar y frotar.

—Ya no se ve ninguna. Te estoy muy agradecido... ¿Y Yoshino?

—Está ocupadísima, atendiendo a uno y otro huésped. No le dan un momento de respiro.

—Mi estancia aquí ha sido muy agradable, pero si me quedo más tiempo seré una carga para vosotros. Tengo la intención de marcharme en cuanto salga el sol. ¿Se lo dirás a Yoshino y le transmitirás mi más profundo agradecimiento?

Jōtarō se relajó. Sin duda Musashi tenía la intención de ver a Otsū. Aquél sí que era su maestro, un hombre bueno y honrado. El chiquillo sonrió, satisfecho.

En cuanto la muchacha se marchó, Musashi puso las ropas ante Jōtarō y le dijo:

—Acabas de llegar en el momento apropiado. Tengo que devolver estas prendas a la mujer que me las prestó. Quiero que las lleves a la casa de Hon'ami Kōetsu, que está al norte de la ciudad, y me traigas mi kimono. ¿Serás un buen chico y me harás ese favor?

—Desde luego —dijo Jōtarō con una expresión aprobadora—. Iré ahora mismo.

Envolvió las prendas en un paño, junto con una carta dirigida por Musashi a Kōetsu, y se echó el fardo a la espalda.

La asistenta llegó en aquel momento con la cena y alzó los brazos, horrorizada.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó con la voz sofocada. Cuando Musashi se lo explicó, la muchacha dijo—: ¡Oh, no puedes dejar que se marche!

Le contó lo que Jōtarō había hecho. Por suerte, su puntería no había sido perfecta y el sirviente había sobrevivido. Aseguró a Musashi que, como aquélla no era más que una pelea entre muchas, el asunto estaba zanjado, pues Yoshino había advertido personalmente al propietario y a los más jóvenes del establecimiento que guardaran silencio. También señaló que, al proclamar inadvertidamente que era pupilo de Miyamoto Musashi, Jōtarō había dado credibilidad al rumor de que Musashi seguía en la Ōgiya.

—Comprendo —se limitó a decir Musashi, y miró inquisitivamente a Jōtarō, el cual se rascó la cabeza, se retiró a un rincón y procuró pasar tan desapercibido como fuese posible.

La muchacha siguió diciendo:

—No es preciso que te diga lo que ocurriría si intentara marcharse. Todavía andan por ahí muchos hombres de Yoshioka, esperando a que enseñes la cara. Eso está causando grandes dificultades a Yoshino y el dueño, porque Kōetsu les rogó que cuidaran de ti. La Ōgiya no puede permitir que salgas y caigas en sus garras. Yoshino ha resuelto protegerte.

—Esos samurais son muy insistentes. Han mantenido una vigilancia constante y enviado hombres en varias ocasiones, acusándonos de esconderte. Nos hemos librado de ellos, pero aún no están convencidos. La verdad es que no lo comprendo. Actúan como si estuvieran en una gran campaña. Más allá de la muralla del barrio, hay tres o cuatro filas de ellos, con vigías por todas partes, y están armados hasta los dientes.

—Yoshino cree que deberías quedarte aquí otros cuatro o cinco días, o por lo menos hasta que ellos se cansen de esperar.

Musashi le agradeció su amabilidad y preocupación, pero añadió crípticamente:

—Tengo mi propio plan.

Accedió en seguida a que un sirviente fuese a casa de Kōetsu en lugar de Jōtarō. El enviado regresó menos de una hora después, con una nota de Kōetsu que decía: «Cuando tengamos otra oportunidad, encontrémonos de nuevo. Aunque la vida pueda parecer larga, en realidad es demasiado corta. Te ruego que cuides bien de ti mismo. Un saludo desde lejos». Aunque escasas, estas palabras parecían afectuosas y muy características de quien las había escrito.

—Tus ropas están en este paquete —le dijo la sirvienta—. La madre de Kōetsu me ha encargado especialmente que te transmita sus mejores deseos.

Hizo una reverencia y salió.

Musashi miró el kimono de algodón, viejo y desgastado, expuesto con tanta frecuencia al rocío y la lluvia, con manchas de sudor. El contacto de la prenda con su piel sería más grato que la fina seda prestada por la Ōgiya. Aquél era sin duda el atuendo de un hombre dedicado seriamente al estudio de la esgrima. Musashi ni necesitaba ni quería nada mejor.

Esperaba que oliera mal, después de haber permanecido varios días doblado, pero al deslizar los brazos en las mangas descubrió que estaba limpio. Había sido lavado y los pliegues sobresalían con pulcritud. Supuso que Myōshū lo habría lavado personalmente y entonces experimentó el deseo de tener también una madre y pensó en la vida solitaria que le aguardaba, sin más parientes que su hermana, la cual vivía en unas montañas a las que él no podía regresar. Permaneció un rato contemplando el fuego.

—Vámonos —dijo.

Tensó el obi e introdujo su amada espada entre el cinto y sus costillas. Al hacer eso, la sensación de soledad desapareció con la misma brusquedad con que se había producido. Reflexionó en que aquella espada tendría que encarnar a toda su familia. Eso era lo que se prometió a sí mismo años atrás, y así debería ser.

Jōtarō ya estaba fuera, mirando las estrellas, pensando en que por muy tarde que llegaran a la casa del señor Karasumaru, Otsū estaría despierta.

Pensó en la sorpresa que ella se llevaría y en que se sentiría tan feliz que probablemente volvería a llorar.

—Oye, Jōtarō —le dijo Musashi—. ¿Has entrado por la puerta de madera que hay en la parte de atrás?

—No sé si es la parte trasera... Es esa de ahí.

—Pues ve ahí y espérame.

—¿No vamos a ir juntos?

—Sí, pero primero quiero despedirme de Yoshino. No tardaré.

—De acuerdo, estaré al lado de la puerta.

Se sintió inquieto porque Musashi le abandonaba, aunque sólo fuese por unos instantes, pero aquella noche habría hecho cualquier cosa que su maestro le pidiera.

La Ōgiya había sido un refugio, agradable pero sólo temporal. Musashi reflexionó en que estar apartado del mundo exterior había sido beneficioso para él, pues hasta entonces su cuerpo y su mente habían sido como hielo, una masa espesa, fría e insensible a la belleza de la luna, que no prestaba atención a las flores ni le importaba el sol. No tenía ninguna duda sobre la rectitud de la vida ascética que llevaba, pero ahora podía ver cómo las carencias que se había impuesto podían traducirse en estrechez de miras y testarudez. Años atrás Takuan le había dicho que su fuerza no se diferenciaba de la de una bestia salvaje. Nikkan le había puesto en guardia contra su exceso de fortaleza. Después de la lucha con Denshichirō, su cuerpo y su espíritu habían estado demasiado tensos y rígidos. En los dos últimos días se había relajado, permitiéndose una expansión espiritual. Había bebido un poco, dormitado cuando le apetecía, leído, dibujado algo, por torpe y superficialmente que fuera, bostezado y estirado sus miembros a placer. Tomarse un descanso había sido algo de un valor inmenso. Había llegado a la conclusión de que era importante y seguiría siéndolo gozar de vez en cuando dos o tres días de ocio totalmente libre de cuidados.

De pie en el jardín, contemplando las luces y sombras en los salones delanteros, pensó: «Debo decirle una sola palabra de agradecimiento a Yoshino Dayū por todo lo que ha hecho». Pero entonces cambió de idea. Llegaba a sus oídos el rasgueo del shamisen y los cánticos estridentes de los compradores. No veía la manera de entrar sigilosamente para verla. Sería mejor que le diera las gracias en su corazón y confiara en que ella lo comprendería. Tras hacer una reverencia hacia la parte delantera de la casa, emprendió la marcha.

En el exterior hizo una seña a Jōtarō, El muchacho corrió a su lado, y entonces oyeron a Rin'ya, que venía con una nota de Yoshino. La puso en la mano de Musashi y se alejó.

La hoja de papel era pequeña y de un bello color. Al desdoblarla, Musashi percibió el aroma del áloe. El mensaje decía: «Más memorable que las flores infortunadas que se marchitan y desintegran una noche tras otra es un atisbo de la luz lunar a través de los árboles. Aunque se ríen mientras mis lágrimas caen en la copa de otro, te envío esta sola palabra de recuerdo».

—¿De quién es la nota? —le preguntó Jōtarō.

—De nadie en particular.

—¿Una mujer?

—¿Y eso qué importa?

—¿Qué dice?

—No es necesario que lo sepas.

Musashi dobló el papel.

Jōtarō se inclinó hacia la nota y dijo:

—Huele bien. Es áloe.

La puerta

Jōtarō pensó que acto seguido saldrían del barrio sin que les detectaran.

—Si vamos por aquí, tendremos que salir por el portal principal —comentó—. Eso sería peligroso.

—Humm.

—Tiene que haber otra manera de salir.

—¿No están cerradas de noche todas las entradas excepto la principal?

—Podríamos escalar el muro.

—Eso sería una muestra de cobardía. Tengo sentido del honor, ¿sabes?, así como una reputación que conservar. Saldré por la entrada principal cuando sea el momento.

—¿Eso harás? —Aunque se sentía inquieto, el muchacho no discutió, pues sabía muy bien que, según las reglas de la clase militar, un hombre sin orgullo era un ser indigno.

—Naturalmente —replicó Musashi—. Pero tú no. Eres todavía un niño y puedes salir de alguna manera más segura.

—¿Cómo?

—Por encima del muro.

—¿Yo solo?

—Tú solo.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

—Me llamarían cobarde.

—No seas tonto. Me están buscando a mí, no a ti.

—Pero ¿dónde nos encontraremos?

—En los terrenos de equitación de Yanagi.

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