Authors: Eiji Yoshikawa
A Matahachi volvió a sorprenderle la impetuosidad de los viejos. Sin moverse de donde estaba, replicó fríamente:
—¿Por qué te excitas? Cualquiera diría que la casa está en llamas. ¿Qué esperas conseguir yendo a la escuela Yoshioka?
—Voy a ofrecer nuestros servicios, naturalmente.
—¿Cómo?
—Mañana irán a matar a Musashi. Les pediré que nos permitan ir con ellos. Puede que no seamos de gran ayuda, pero probablemente podremos darle por lo menos un buen golpe.
—¡Debes estar de broma, madre!
Matahachi se echó a reír.
—¿Qué es lo que encuentras tan divertido?
—Que seas tan candorosa.
—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera! El único candoroso eres tú.
—En vez de discutir, sal y mira a tu alrededor. Los Yoshioka están sedientos de sangre y ésta es su última oportunidad. Las reglas de la lucha no significan nada para ellos. La única manera en que pueden salvar a la casa de Yoshioka es matar a Musashi, no importa cómo. No es ningún secreto que van a matarle en masa.
—¿De veras? —susurró Osugi—. Entonces Musashi está a punto de morir..., ¿no es cierto?
—No estoy tan seguro. Es posible que se presente con partidarios suyos, en cuyo caso sería toda una batalla. Eso es lo que mucha gente cree que va a suceder.
—Podrían tener razón, pero sigue siendo irritante. No podemos quedarnos sentados de brazos cruzados y dejar que otros le maten después de habernos pasado tanto tiempo buscándole.
—Estoy de acuerdo contigo, y tengo un plan —le dijo Matahachi con excitación—. Si llegamos allí antes del combate, podemos presentarnos a los Yoshioka y explicarles por qué vamos en pos de Musashi. Estoy seguro de que nos dejarán golpear al cadáver. Entonces podemos cortar un poco de su pelo o una manga o cualquier cosa que sirva como prueba a la gente del pueblo de que le hemos matado. Así recuperaríamos nuestra dignidad, ¿no crees?
—Es un buen plan, hijo mío, y dudo de que haya otro mejor. —Olvidando, al parecer, que ella le había sugerido lo mismo en cierta ocasión, se irguió y enderezó los hombros—. Eso no sólo limpiaría nuestro nombre sino que, una vez muerto Musashi, Otsū sería como un pez fuera del agua.
Tras devolver el sosiego a su madre, Matahachi se sintió aliviado y también sediento de nuevo.
—Bueno, asunto zanjado. Tenemos unas cuantas horas de espera por delante. ¿Te parece que tomemos un poco de sake antes de cenar?
—Humm, de acuerdo. Pide que nos lo traigan. También yo beberé un poco para celebrar nuestra inminente victoria.
Matahachi se puso las manos en las rodillas y empezó a levantarse, pero al volver la cabeza hacia un lado parpadeó y se quedó mirando fijamente.
—¡Akemi! —gritó, y corrió al ventanuco.
La asustada muchacha estaba debajo de un árbol, frente a la casa, como un gato culpable que no ha conseguido huir del todo a tiempo. Miró al joven con una expresión incrédula y musitó:
—¿Eres tú, Matahachi?
—¿A qué has venido aquí?
—Pues... me alojo aquí desde hace algún tiempo.
—No tenía la menor idea. ¿Estás con Okō?
—No.
—¿Ya no vives con ella?
—No. Conoces a Gion Tōji, ¿verdad?
—He oído hablar de él.
—Él y mi madre huyeron juntos. —Su campanilla tintineó mientras alzaba la manga para ocultar las lágrimas.
La luz a la sombra del árbol tenía una tonalidad azulada. Su nuca, su mano delicada, todo en ella parecía muy distinto de los rasgos de la Akemi que él recordaba. El arrebol juvenil que tanto le había encantado en Ibuki y que había mitigado su tristeza en el Yomogi había desaparecido.
—¿Con quién estás hablando, Matahachi? —le preguntó la suspicaz Osugi.
—Es la muchacha de la que te hablé antes, la hija de Okō.
—¿Ella? ¿Y qué hace, está escuchando furtivamente?
Matahachi se volvió y replicó con irritación:
—¿Por qué sacas siempre conclusiones precipitadas? Ella también vive aquí y pasaba casualmente por delante, ¿no es cierto, Akemi?
—Sí, no imaginaba que estuvierais aquí, aunque una vez vi a esa chica, Otsū.
—¿Hablaste con ella?
—No llegué a hacerlo, pero más tarde me sentí intrigada. ¿No es ésa la chica con la que estabas prometido?
—Sí.
—Ya me lo parecía. Mi madre te causó muchas dificultades, ¿verdad?
Matahachi no respondió a la pregunta.
—¿Todavía estás soltera? No sé, te veo distinta.
—Cuando te marchaste, mi madre me hizo la vida imposible. Lo soporté tanto como pude, porque es mi madre, pero el año pasado, cuando estábamos en Sumiyoshi, me escapé.
—Arruinó nuestras vidas, pero espera y verás. Al final recibirá lo que se merece.
—Lo mismo me da. Tan sólo quisiera saber qué voy a hacer a partir de ahora.
—Estoy en tu misma situación. El futuro no parece muy halagüeño. Quisiera desquitarme de Okō, pero supongo que nunca podré hacer más que pensar en ello.
Mientras se quejaban de sus dificultades, Osugi hacía sus preparativos de viaje. Al cabo de un rato chasqueó la lengua y dijo abruptamente:
—¡Matahachi! ¿Qué haces ahí, de palique con alguien que no tiene nada que ver con nosotros? ¡Ven y ayúdame a hacer el equipaje!
—Sí, madre.
—Adiós, Matahachi, espero que volvamos a vernos.
Desalentada e incómoda, Akemi se apresuró a marcharse.
Poco después encendieron una lámpara y apareció la sirvienta con la cena y sake. Madre e hijo intercambiaron las tazas sin mirar la cuenta, que yacía en la bandeja entre ellos. Los sirvientes se presentaron uno tras otro para despedirles, y finalmente lo hizo el posadero.
—¿De modo que partís esta noche? Ha sido grato teneros aquí durante tanto tiempo. Lamento no haber podido daros el trato especial que merecéis. Confiamos en veros de nuevo la próxima vez que vengáis a Kyoto.
—Gracias —respondió Osugi—. Es muy posible que venga otra vez. Veamos..., ¿han pasado ya tres meses desde el fin de año?
—Sí, aproximadamente. Os echaremos de menos.
—¿Quieres tomar un poco de sake con nosotros?
—Eres muy amable. Partir de noche es algo fuera de lo corriente. ¿A qué se debe semejante decisión?
—A decir verdad, ha surgido de improviso un asunto muy importante. Por cierto, ¿tendrías un plano de la aldea de Ichijōji?
—Veamos, es un pequeño lugar al otro lado del Shirakawa, cerca de la cima del monte Hiei. No creo que sea buena idea ir ahí en plena noche. Está desierto y...
—Eso no importa —le interrumpió Matahachi—. ¿Tendrías la bondad de dibujarnos un plano?
—Con mucho gusto. Uno de mis sirvientes es de allá y puede facilitarme la información que necesito. Veréis, Ichijōji no tiene muchos habitantes, pero se extiende por una zona muy amplia.
Matahachi, que estaba ya algo bebido, le dijo secamente:
—No te preocupes por el lugar al que vamos. Tan sólo queremos saber cómo llegar allí.
—Oh, perdóname. Os dejo para que sigáis con vuestros preparativos.
Restregándose servilmente las manos, el posadero retrocedió hacia la terraza sin dejar de hacer reverencias.
Cuando estaba a punto de salir al jardín, tres o cuatro empleados suyos llegaron corriendo, y uno de ellos preguntó, excitado:
—¿No ha pasado por aquí?
—¿Quién?
—Esa muchacha, la que se alojaba en la habitación del fondo.
—¿Qué le sucede?
—Estoy seguro de que la he visto antes, esta misma tarde, pero luego miré en su habitación y...
—¡Ve al grano!
—No damos con ella.
—¡Idiota! —gritó el posadero, sin un ápice del untuoso servilismo que había mostrado hacía unos instantes—. ¿De qué sirve correr así tras ella cuando se ha marchado? Deberías haber comprendido por su aspecto que había algo raro en ella, ¿Has dejado transcurrir una semana sin asegurarte de que tenía dinero? ¿Corno puedo seguir adelante con el negocio si cometéis esa clase de estupideces?
—Lo siento, señor. Parecía decente.
—Bueno, ahora es demasiado tarde. Será mejor que veáis si falta algo en las habitaciones de los demás huéspedes. ¡Ah, qué hatajo de zopencos!
El encolerizado posadero se encaminó a la parte delantera del edificio.
Osugi y Matahachi tomaron un poco más de sake, y entonces la anciana se sirvió té y aconsejó a su hijo que la imitara.
—Terminaré lo que queda —replicó él, sirviéndose otra taza—. No quiero comer nada.
—No es conveniente que estés con el estómago vacío. Por lo menos toma arroz y unos encurtidos.
Empleados y criados corrían de un lado a otro por el jardín y los pasadizos, y los faroles que sostenían iluminaban la noche con sus luces oscilantes.
—Parece ser que no la han capturado —dijo Osugi—. No quiero verme implicada en esto, y por eso no he dicho nada delante del posadero, pero ¿no crees que la joven a la que buscan es la misma con la que has hablado antes?
—No me sorprendería.
—Mira, no puedes esperar gran cosa de una persona con una madre como la suya. ¿Por qué te has mostrado tan amistoso con ella?
—Me da bastante lástima. Ha tenido una vida muy difícil.
—Bien, ten cuidado y no hagas saber que la conoces. Si el posadero cree que tiene alguna relación con nosotros, nos pedirá que paguemos su cuenta.
Los pensamientos de Matahachi estaban en otra parte. Llevándose las manos a la nuca, se tendió boca arriba y rezongó:
—¡Podría matar a esa puta! Estoy viendo su cara... No es Musashi el único que me extravió. ¡Fue Okō!
—¡No seas estúpido! —le reprendió Osugi—. Supón que matamos a Okō. ¿En qué beneficiaría eso a nuestra reputación? Nadie en el pueblo la conoce y a nadie le importa.
A las dos de la madrugada el posadero pasó por la terraza con un farol y anunció la hora. Matahachi se estiró y le preguntó:
—¿Habéis cogido a la chica?
—No, no hay rastro de ella —dijo el hombre con un suspiro—. Es bonita, y los empleados pensaron que, aunque no pudiera pagar la cuenta, recuperaríamos el dinero si vivía aquí una temporada..., ¿comprendes? Por desgracia, ha sido demasiado rápida para nosotros.
Matahachi se sentó en el borde de la terraza y se ató las sandalias. Tras esperar un poco, gritó, irritado:
—¿Qué estás haciendo ahí dentro, madre? ¡Siempre me das prisa, pero en el último minuto nunca estás a punto!
—Espera un poco, Matahachi. ¿Te di la bolsa de dinero que llevaba en mi bolsa de viaje? He pagado la cuenta con el dinero que llevaba envuelto en el cinto, pero el dinero para el viaje estaba en la bolsa.
—No la he visto.
—Ven aquí. Mira, un trozo de papel con tu nombre escrito. ¡Qué!... ¡Habráse visto, semejante descaro! Dice..., dice que, como os conocéis desde hace tanto tiempo, confía en que la perdones por tomar el dinero prestado. Prestado..., ¡prestado!
—Ésta es la caligrafía de Akemi.
Otsū se volvió hacia el posadero.
—¡Mira esto! Si a un huésped le roban sus propiedades, tú eres el responsable. Tendrás que hacer algo al respecto.
—¿Ah, sí? —replicó el hombre con una ancha sonrisa—. Así sería de ordinario, pero como parece que conocéis a la muchacha, me temo que debo pediros que primero abonéis su cuenta.
Los ojos de Osugi se movieron frenéticamente de uno a otro lado.
—¿De..., de qué me estás hablando? Jamás en mi vida había visto a esa ladrona. ¡Matahachi! ¡Deja de perder el tiempo! Si no nos ponemos en marcha, pronto cantará el gallo.
La luna aún estaba alta en el cielo de la mañana temprana, y las sombras de los hombres que ascendían por el blanco sendero de montaña colisionaban espectralmente, haciéndoles sentirse todavía más inquietos.
—Esto no es lo que había esperado —dijo uno de ellos.
—Yo tampoco. Faltan muchísimas caras. Estaba convencido de que seríamos ciento cincuenta por lo menos.
—Humm. No parece que seamos ni siquiera la mitad de ese número.
—Supongo que cuando Genzaemon llegue con sus hombres, seremos unos setenta en total.
—Es una lástima. Desde luego, la Casa de Yoshioka ya no es lo que era.
En otro grupo comentaban:
—¿A quién le importa los ausentes? Ahora que el dōjō está cerrado, muchos hombres tienen que pensar primero en ganarse la vida. Los más orgullosos y leales están aquí. ¡Eso es más importante que el número!
—¡Cierto! Si hubiera aquí cien o doscientos hombres, unos serían un obstáculo para los otros.
—¡Ja, ja! ¿Volvéis a hablar de bravura? Recordad lo que ocurrió en el Rengeōin. ¡Veinte hombres en pie y aun así Musashi se escapó!
El monte Hiei y los demás picos todavía dormían envueltos por las nubes. Los hombres estaban reunidos en la bifurcación de un estrecho sendero rural, una de cuyas ramas conducía a la cumbre del Hiei mientras que la otra se dirigía a Ichijōji. El camino era empinado, rocoso y con profundas hondonadas. Alrededor del hito más destacado, un gran pino cuya copa se extendía como un paraguas gigantesco, había un grupo de discípulos veteranos. Sentados en el suelo, como otros tantos cangrejos que se movieran de noche, comentaban las características del terreno.
—El camino tiene tres ramas y la cuestión es saber por cuál de ellas vendrá Musashi. La mejor estrategia sería dividir a los hombres en tres pelotones, cada uno de los cuales se apostará en una rama. Entonces Genjirō y su padre pueden quedarse aquí con un grupo de nuestros hombres más fuertes, unos diez en total, Miike, Ueda y los demás.
—No, el terreno es demasiado abrupto para situar a un gran número de hombres en un solo lugar. Deberíamos apostarlos a lo largo de los accesos, y se mantendrían ocultos hasta que Musashi esté a medio camino. Entonces pueden atacarle por delante y detrás al mismo tiempo.
Menudeaban las idas y venidas entre los miembros de los grupos, y sus sombras en movimiento parecían ensartadas en lanzas o largas vainas de espada. Pese a una tendencia general a subestimar a su enemigo, no había ningún cobarde entre ellos.
—¡Ya viene! —gritó un hombre en el borde exterior del camino.
Las sombras se detuvieron. Cada samurai sintió una gélida punzada a través de sus venas.
—Tranquilizaos. Sólo es Genjirō.
—¡Pero si viene en un palanquín!
—Bueno, no es más que un niño.
Los faroles que se aproximaban lentamente y oscilaban de un lado a otro bajo la helada brisa del monte Hiei parecían mortecinos en comparación con la luz de la luna.