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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (168 page)

BOOK: Musashi
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Para el daimyō y los vasallos de alto rango que aún debían decidir si confiaban su destino y el de sus hijos y nietos a Edo u Osaka, el impresionante programa de construcciones en Edo era un argumento a favor de los Tokugawa.

Aquel día, como tantos otros, Hidetada se dedicaba a uno de sus pasatiempos preferidos. Vestido como para salir al campo, abandonó el recinto principal y se dirigió a la colina de Fukiage para inspeccionar los trabajos de construcción.

Más o menos a la hora en que el shōgun y su séquito de ministros, ayudantes personales y sacerdotes budistas se detuvieron a descansar, se produjo una conmoción en la colina Momiji.

—¡Detened a ese hijo de perra!

—¡Prendedle!

Un cavador de pozos daba vueltas a todo correr, tratando de librarse de unos carpinteros que le perseguían. Corrió como una liebre entre dos rimeros de tablas y se escondió un momento tras la cabaña de los yeseros. Entonces se lanzó hacia el andamio junto al muro exterior y empezó a trepar.

Un par de carpinteros treparon tras él, soltando sonoros juramentos, y le agarraron de los pies. El cavador de pozos agitó frenéticamente los brazos y cayó hacia atrás en un montón de virutas.

Los carpinteros se abalanzaron sobre él y la emprendieron a golpes y puntapiés desde todos los lados. Por alguna extraña razón, el hombre ni lloró ni intentó resistirse, sino que se aferró tan fuerte como pudo al suelo, como si ésa fuese su única esperanza.

El samurai encargado de los carpinteros y el inspector de los obreros llegaron corriendo.

—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el samurai.

—¡Este cerdo asqueroso ha pisado mi escuadra! —se quejó uno de los trabajadores—. ¡La escuadra es el alma del carpintero!

—Domínate.

—¿Qué harías si hubiera pisado tu espada? —le preguntó el carpintero.

—Bueno, basta ya. El shōgun está descansando en la colina.

Al oír la mención del shōgun, el primer carpintero se tranquilizó, pero otro hombre dijo:

—Tiene que ir a lavarse. ¡Y luego ha de inclinarse ante la escuadra y pedirle perdón!

—Nosotros nos encargaremos del castigo —dijo el inspector—. Volved al trabajo.

Agarró al hombre postrado por el cuello del kimono y le dijo:

—Levanta la cara.

—Sí, señor.

—Eres uno de los cavadores de pozos, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—¿Qué hacías aquí? Éste no es tu lugar de trabajo.

—Ayer también andaba por aquí —dijo el carpintero.

—¿Ah, sí? —dijo el inspector, mirando fijamente el rostro pálido de Matahachi.

Observó que, para ser un cavador de pozos, era demasiado delicado, tenía un exceso de refinamiento.

El inspector habló con el samurai durante un minuto y luego se lo llevaron de allí.

Matahachi fue encerrado en un cobertizo para leña, detrás de la oficina del inspector de obreros, y durante varios días no hizo más que contemplar la leña, uno o dos sacos de carbón y los barriles para preparar encurtidos. Temía que descubrieran el complot y estaba aterrorizado.

Una vez en el castillo, lo había pensado a fondo y llegado a la conclusión de que, aunque tuviera que ser un cavador de pozos durante toda su vida, no iba a convertirse en un asesino. Había visto al shōgun y su séquito en varias ocasiones, pero las había dejado pasar todas sin llevar a cabo el atentado.

Lo que le llevaba al pie de la colina Momiji cada vez que podía desplazarse durante los períodos de descanso era una complicación imprevista. Iban a construir una biblioteca, y cuando lo hicieran sería preciso trasladar el algarrobo. Sintiéndose culpable, Matahachi suponía que entonces descubrirían el mosquete y que le relacionarían directamente con el complot. Pero no había podido encontrar un momento en que nadie estuviera presente para desenterrar el mosquete y hacerlo desaparecer.

Incluso mientras dormía sudaba profusamente. Una vez soñó que estaba en la tierra de los muertos, y allí había algarrobos en todos los lugares en los que miraba. Unas noches antes de que le confinaran en el cobertizo soñó con su madre, y fue una visión clara como el día. En vez de apiadarse de él, Osugi le gritó airada y le arrojó un cesto de capullos de seda. Cuando los capullos llovieron sobre su cabeza intentó correr y su madre, con el cabello misteriosamente transformado en capullos blancos, le persiguió. Por mucho que corriera, ella siempre le pisaba los talones. Empapado en sudor, saltó desde lo alto de un risco y empezó a caer a través de la oscuridad del infierno, una caída interminable en la negrura.

—¡Perdóname, madre! —exclamó como un niño herido, y el mismo sonido de su voz le despertó.

Entonces se enfrentó a una realidad, la perspectiva de la muerte, más aterradora que el sueño.

Empujó la puerta, aunque ya sabía que estaba cerrada. Desesperado, subió a un barril de encurtidos, rompió un ventanuco cerca del tejado y salió poco a poco por la abertura. Fue poniéndose a cubierto tras los montones de leña y piedras, así como los montículos de tierra excavada, y avanzó sigilosamente hasta las proximidades del portal occidental trasero. Al ver que el algarrobo seguía en su sitio, suspiró aliviado.

Encontró una hoz y empezó a cavar como si esperase descubrir su propia vida. Inquieto por el ruido que estaba haciendo, se detuvo y miró a su alrededor. Al no ver a nadie, empezó de nuevo.

Movía la hoz con frenesí, temeroso de que alguien hubiera encontrado ya el mosquete. Su respiración se hizo rápida y desigual. El sudor y la suciedad que cubrían su cuerpo se mezclaban, y parecía como si acabara de salir de un baño de barro. Empezaba a sentirse mareado, pero no podía detenerse.

La hoja golpeó algo alargado. Matahachi arrojó la hoz a un lado y metió la mano en el hoyo para coger el objeto, diciéndose: «ya lo tengo».

Su alivio duró poco. El objeto no estaba envuelto en papel encerado, no había ninguna caja y no estaba frío como el metal. Lo cogió, lo alzó y lo dejó caer. Era un hueso blanco y delgado, un radio o un peroné.

Matahachi no se atrevió a empuñar de nuevo la hoz. Aquello parecía otra pesadilla, pero sabía que estaba despierto, incluso podía contar cada hoja del algarrobo.

Mientras rodeaba el árbol, dando puntapiés a la tierra, se preguntó qué podría ganar Daizō al mentirle.

Aún estaba rodeando el árbol cuando un hombre se le acercó silenciosamente por detrás y le dio unos ligeros golpes en la espalda. Entonces soltó una risotada y dijo al oído de Matahachi:

—No lo encontrarás.

Matahachi se quedó paralizado, casi estuvo a punto de caerse en el hoyo. Volvió la cabeza hacia la voz y permaneció mudo unos instantes antes de ahogar un grito de asombro.

—Ven conmigo —le dijo Takuan, cogiéndole de la mano.

Matahachi no podía moverse. Sus dedos se volvieron insensibles, aferrados a la mano del sacerdote. Un estremecimiento de horror abyecto se extendió por su cuerpo desde los talones.

—¿No me has oído? Ven conmigo —repitió con firmeza Takuan.

La lengua de Matahachi era casi tan inútil como la de un mudo.

—Te... tengo que..., la tierra...

—Déjala —le dijo Takuan en un tono implacable—. Es una pérdida de tiempo. Las cosas que la gente hace en esta tierra, buenas o malas, son como tinta en un papel poroso. No es posible borrarlas ni en mil años. Crees que echar un poco de tierra alrededor del árbol arreglará lo que has hecho. Por pensar así tu vida es tan desordenada. Ahora ven conmigo. Eres un delincuente, y tu delito es atroz. Voy a cortarte la cabeza con una sierra de bambú y te arrojaré al Charco de la Sangre infernal.

—Agarró a Matahachi por el lóbulo de la oreja y tiró de él.

Takuan llamó a la puerta de la barraca donde dormían los ayudantes de la cocina.

—Eh, chicos, que salga uno de vosotros —les dijo.

Apareció un muchacho en el umbral, restregándose los ojos. Cuando reconoció al sacerdote a quien había visto hablando con el shōgun, se espabiló del todo y dijo:

—Sí, señor. ¿Puedo servirte en algo?

—Quiero que abras ese cobertizo de leña.

—Hay un cavador de pozos encerrado ahí.

—No, no está ahí sino aquí. No tiene sentido hacerle entrar de nuevo a través de una ventana, así que abre la puerta.

El muchacho corrió en busca del inspector, el cual se apresuró a salir, pidió disculpas y rogó a Takuan que no informara del incidente.

Takuan empujó a Matahachi al interior del cobertizo, entró tras él y cerró la puerta. Al cabo de unos minutos, asomó la cabeza al exterior y dijo:

—Supongo que tienes una navaja de afeitar en alguna parte. Tráemela después de afilarla.

El inspector y el pinche de cocina intercambiaron miradas, y ninguno de los dos se atrevió a preguntar al sacerdote para qué quería la navaja de afeitar. La afilaron como les había pedido y se la entregaron.

—Gracias —dijo Takuan—. Ya podéis volver a la cama.

El interior del cobertizo estaba totalmente a oscuras y sólo un atisbo de luz estelar era visible a través de la ventana rota. Takuan se sentó en un montón de leña. Matahachi se dejó caer sobre una estera de juncos, la cabeza gacha, avergonzado. El silencio se prolongó durante largo rato. Como no podía ver la navaja, Matahachi se preguntó nervioso si Takuan la sostenía en la mano.

Por fin Takuan habló.

—¿Qué has excavado al pie del algarrobo, Matahachi? —le preguntó.

El joven no dijo nada.

—Yo podría enseñarte a excavar algo. Significaría extraer algo de la nada, recuperar el mundo real sacándolo de una tierra de sueños.

—Sí, señor.

—No tienes la menor idea de qué es la realidad de la que te estoy hablando. Sin duda estás aún en tu mundo de fantasía. Bueno, puesto que eres tan ingenuo como un niño, supongo que deberé masticar primero tu alimento intelectual... ¿Qué edad tienes?

—Veintiocho.

—La misma edad que Musashi.

Matahachi se cubrió el rostro con las manos y lloró.

Takuan dejó que se desahogara antes de continuar.

—¿No resulta espantoso pensar que el algarrobo ha estado a punto de convertirse en la lápida de un necio? Estabas cavando tu propia tumba, realmente en un tris de caer en ella.

Matahachi rodeó con sus brazos las piernas de Takuan y le suplicó:

—Sálvame, por favor, sálvame. Mis ojos..., ahora mis ojos se han abierto. Daizō de Narai me embaucó.

—No, tus ojos no se han abierto ni tampoco Daizō te ha engañado. Sencillamente ha intentado utilizar al idiota más grande de este mundo..., un mastuerzo codicioso, burdo y corto de miras que, sin embargo, ha tenido la temeridad de aceptar una tarea que cualquier hombre juicioso habría rechazado.

—Sí..., sí..., he sido un estúpido.

—¿Quién creías que era Daizō?

—No lo sé.

—Su verdadero nombre es Mizoguchi Shinano. Fue servidor de Otani Yoshitsugu, un amigo íntimo de Ishida Mitsunari. Sin duda recuerdas que Mitsunari fue uno de los derrotados en Sekigahara.

—No..., no —dijo Matahachi con voz entrecortada—. ¿Es uno de los guerreros que el shogunado está tratando de localizar?

—¿Qué otra cosa sería un hombre dispuesto a asesinar al shōgun? Tu estupidez es pasmosa.

—No me ha dicho eso, sino sólo que odiaba a los Takugawa. Creía que sería mejor para el país que los Toyotomi detentaran el poder. Hablaba de trabajar por el bien de todo el mundo.

—No te molestaste en preguntarte quién era realmente, ¿verdad? Sin usar ni una sola vez la cabeza, te dedicaste audazmente a cavar tu propia tumba. Tu clase de valor da miedo, Matahachi.

—¿Qué debo hacer?

—¿Hacer?

—¡Por favor, Takuan, te lo ruego, ayúdame!

—Suéltame.

—Pero... no he llegado a usar el arma. ¡Ni siquiera la he encontrado!

—Claro que no la has encontrado, porque no llegó a tiempo. Si Jōtarō, a quien Daizō engañó para que formara parte de este espantoso complot, hubiera llegado a Edo como planeaba, el mosquete muy bien podría haber estado enterrado al pie del árbol.

—¿Jōtarō? ¿Te refieres al muchacho...?

—No importa. Eso no es asunto tuyo. Lo que te concierne es el delito de traición, que has cometido y que no puede ser perdonado. Tampoco pueden tolerarlo los dioses ni el Buda. Será mejor que abandones toda esperanza de salvación.

—¿No hay ninguna manera...?

—¡Por supuesto que no!

—Ten piedad —sollozó Matahachi, aferrándose a las rodillas de Takuan.

Takuan se levantó y le apartó de un puntapié.

—¡Idiota! —gritó con tal potencia que amenazaba con levantar el tejado del cobertizo.

La ferocidad de su mirada era indescriptible: un Buda que rechazaba a quien quería abrazarle, un Buda aterrador que ni siquiera estaba dispuesto a perdonar al arrepentido.

Por un momento Matahachi le miró con resentimiento. Entonces inclinó la cabeza, resignado, y los sollozos estremecieron su cuerpo.

Takuan cogió la navaja que descansaba sobre el montón de leña y tocó con ella ligeramente la cabeza de Matahachi.

—Puesto que vas a morir, será mejor que lo hagas con el aspecto de un discípulo del Buda. Voy a ayudarte a ello, por la amistad que tenemos. Cierra los ojos y permanece sentado muy quieto y con las piernas cruzadas. La línea entre la vida y la muerte no tiene más espesura que un párpado. No hay nada aterrador en la muerte, nada que justifique las lágrimas. No llores, criatura, no llores. Takuan te preparará para el final.

La sala donde se reunía el Consejo de Ancianos para hablar de los asuntos de estado estaba aislada de las demás estancias del castillo de Edo. Aquella cámara secreta estaba completamente rodeada por otras habitaciones y pasillos. Cada vez que era necesario recibir una decisión del shōgun, los ministros o bien iban a la cámara de audiencias o bien enviaban una petición en una caja lacada. Notas y respuestas se habían sucedido con una frecuencia desacostumbrada. Takuan y el señor Hōjō habían sido admitidos a la sala en varias ocasiones, y a menudo habían permanecido allí para deliberar durante un día entero.

Aquel día, en otra habitación, menos aislada pero no menos bien guardada, los ministros habían oído el informe del mensajero enviado a Kiso.

El mensajero había dicho que, una vez dada la orden de detención en Narai, se había intentado cumplirla de inmediato, pero que Daizō había escapado tras cerrar su establecimiento de Narai, llevándose consigo a todos sus moradores. El registro había revelado una considerable cantidad de armas y municiones, junto con algunos documentos que no habían podido ser destruidos. Entre los papeles figuraban cartas dirigidas a y remitidas por los seguidores de Toyotomi en Osaka. El mensajero había dispuesto el envío de las pruebas a la capital del shōgun, tras lo cual regresó a Edo utilizando un servicio de caballos rápidos. Los ministros se sentían como pescadores que hubieran echado al agua una gran red para sacar un solo alevín.

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