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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (167 page)

BOOK: Musashi
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—No puedo responder a eso sin revelar mi acuerdo secreto con Daizō.

—Ja, ja. No vas a dejarte embaucar, ¿verdad?

—No me importa lo que digas. Confesaré tan sólo para salvar a Musashi. Confío en que luego intercederás por mí ante él.

—No se me ocurriría qué decirle en tu favor. Musashi es inocente. Tanto si confiesas como si no, acabarán por dejarle en libertad. Me parece mucho más importante que confieses tus pecados al Buda. Tómame como intermediario y cuéntaselo todo.

—¿Al Buda?

—Eso he dicho. Según he entendido, haces algo grandioso por el bien del prójimo. Pero en realidad te estás poniendo por delante de los demás. ¿No se te ha ocurrido pensar que causas la desdicha de muchas personas?

—Uno no puede pensar en sí mismo cuando trabaja por el bien de la sociedad.

—¡Estúpido! —exclamó Takuan, al tiempo que golpeaba la mejilla de Jōtarō con el puño—. El yo es la base de todo. Cada acción es una manifestación del yo. Una persona que no se conoce a sí misma no puede hacer nada por los demás.

—Lo que quiero decir es que no actuaba para satisfacer mis propios deseos.

—¡Calla! ¿No te das cuenta de que apenas eres un adulto? No existe nada más aterrador que un bienhechor a medio hacer que no sabe nada del mundo pero se cree capacitado para decirle al mundo lo que a éste le conviene. No es preciso que digas nada más acerca de las actividades de Daizō, pues ya me he hecho una idea muy precisa... ¿Por qué lloras? Suénate la nariz.

Takuan ordenó al muchacho que se acostara, y Jōtarō se tendió obedientemente, pero no pudo dormir pensando en Musashi. Juntó las manos sobre el pecho y, en silencio, rogó que le perdonara. Las lágrimas se deslizaban hasta sus orejas. Se volvió de lado y empezó a pensar en Otsū. Le dolía la mejilla golpeada por el monje, pero las lágrimas de Otsū le dolerían más. No obstante, revelar la promesa secreta que le había hecho a Daizō era inconcebible, aunque Takuan intentara sonsacársela por la mañana, pues estaba seguro de que así lo haría.

Se levantó sin hacer el menor ruido, salió de la cabaña y contempló las estrellas. Tendría que apresurarse, pues la noche estaba a punto de terminar.

—¡Detente!

La voz inmovilizó a Jōtarō. Takuan era una sombra enorme a sus espaldas.

El religioso se le acercó y le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Estás decidido a confesar?

Jōtarō asintió.

—Eso no es muy inteligente —le dijo Takuan cariñosamente—. Si lo haces, morirás como un perro. Al parecer, crees que si te entregas, Musashi quedará libre, pero las cosas no son tan sencillas. Las autoridades mantendrán a Musashi encarcelado hasta que les digas todo lo que te has negado a decirme... Te torturarán hasta que hables, tanto si eso les lleva un año como dos, o más.

Jōtarō inclinó la cabeza.

—¿Eso es lo que deseas, morir como un perro? Pero ahora no tienes elección: o bien lo confiesas todo bajo tortura o bien me lo cuentas todo. Como discípulo que soy de Buda, no haré ningún juicio y me limitaré a transmitir tu confesión a Amida.

Jōtarō no dijo nada.

—Existe una sola alternativa. Por pura casualidad, anoche me encontré con tu padre, que ahora viste el hábito de un sacerdote mendicante. Por supuesto, no habría imaginado jamás que tú también estabas aquí. Le he enviado a un templo de Edo. Si has decidido morir, te iría bien verle primero. Y cuando le veas, puedes preguntarle si no tengo razón. Se abren tres caminos ante ti, Jōtarō. Debes decidir cuál de ellos vas a seguir.

Takuan dio media vuelta y se encaminó a la casa.

Jōtarō comprendió que el shakuhachi cuyas notas oyó por la noche debía de ser el de su padre. No tenía necesidad de que se lo dijeran para imaginar el aspecto que tendría su padre, dedicado ahora a errar de un lugar a otro.

—¡Espera, Takuan! Hablaré, se lo contaré todo al Buda, incluida mi promesa a Daizō.

Cogió la manga del sacerdote, y los dos entraron en el bosque.

La confesión de Jōtarō fue un largo monólogo en el que no omitió nada. Mientras le escuchaba, Takuan no movió un solo músculo ni dijo palabra.

—Eso es todo —concluyó Jōtarō.

—¿Seguro?

—No te he ocultado nada.

—Muy bien.

Takuan permaneció en silencio durante toda una hora. Amaneció y los cuervos empezaron a graznar. Las gotas de rocío brillaban por doquier. Takuan se sentó en las raíces de un cedro. Jōtarō se apoyó en otro árbol, con la cabeza gacha, esperando la reprensión que le parecía inevitable.

Cuando Takuan por fin habló, parecía no tener ya ninguna duda.

—La verdad es que te has mezclado con una banda de cuidado. Que el cielo les ampare. No comprenden de qué manera está cambiando el mundo. Menos mal que me lo has contado antes de que las cosas empeoren. —Entonces metió una mano en el interior de su kimono y, sorprendentemente, sacó dos monedas de oro y se las entregó a Jōtarō—. Será mejor que te marches lo más rápido que puedas, pues el menor retraso podría ser desastroso no sólo para ti sino también para tu padre y tu maestro. Aléjate lo antes posible, pero no te acerques a la carretera de Kōshū o el Nakasendō. Este mediodía van a efectuar un severo control de todos los viajeros.

—¿Qué le ocurrirá al sensei? No puedo marcharme y dejarle donde está.

—Yo me encargaré de eso. Dentro de uno o dos años, cuando los ánimos se hayan calmado, podrás ir a verle y pedirle disculpas. Entonces sí que hablaré en tu favor.

—Adiós.

—Espera un momento.

—¿Sí?

—Ve primero a Edo. En Azabu hay un templo Zen llamado Shōjuan. Tu padre ya debe de estar ahí. Toma este sello que recibí del Daitokuji. Ellos sabrán que es mío. Diles que os proporcionen a ti y a tu padre sombreros y túnicas de sacerdote, así como las credenciales necesarias. Así podréis viajar disfrazados.

—¿Por qué he de fingir que soy un sacerdote?

—¿Es que tu ingenuidad no tiene límites? Tú, mi estúpido y joven amigo, eres un agente de un grupo que planea asesinar al shōgun, incendiar el castillo de Ieyasu en Suruga, crear confusión en todo el distrito de Kantō y hacerse con el poder. En una palabra, eres un traidor. Si te prenden, el castigo obligatorio será la muerte en la horca.

Jōtarō se quedó boquiabierto.

—Ahora vete.

—¿Puedo hacerte una sola pregunta? ¿Por qué deben ser considerados como traidores unos hombres que quieren derrocar a los Tokugawa? ¿Por qué no son traidores los que derribaron a los Toyotomi y dominaron el país?

—A mí no me lo preguntes —respondió Takuan con una fría mirada.

La granada

Aquel mismo día, unas horas más tarde, Takuan e Iori llegaron a la mansión del señor Hōjō Ujikatsu en Ushigome. Un joven servidor que montaba guardia en la puerta entró para anunciar a Takuan, y unos minutos después salió Shinzō.

—Mi padre está en el castillo de Edo —le dijo Shinzō—. ¿Quieres entrar y esperarle?

—¿En el castillo? —dijo Takuan—. Entonces seguiré mi camino, puesto que de todos modos iba hacia allá. ¿Te importaría que dejara a Iori aquí contigo?

—En absoluto —respondió Shinzō con una sonrisa, mirando de soslayo a Iori—. ¿Pido un palanquín para ti?

—Si eres tan amable...

El palanquín lacado apenas se había perdido de vista cuando Iori estaba ya en los establos, examinando los bien alimentados caballos, de colores castaño y gris moteado, uno tras otro. Admiraba en especial sus caras, que le parecían mucho más aristocráticas que las de los caballos de trabajo que él conocía. Sin embargo, aquello planteaba un enigma: ¿cómo era posible que la clase guerrera pudiera permitirse el mantenimiento de un gran número de caballos ociosos, en vez de ponerlos a trabajar en los campos?

Había empezado a imaginar a sus jinetes montándolos en la batalla cuando oyó a Shinzō que hablaba a gritos. Miró hacia la casa, esperando una reprimenda, pero vio que el objeto de la ira de Shinzō era una anciana delgada y de expresión testaruda con un bastón.

—¡Fingir que está ausente! —gritó Shinzō—. ¿Por qué habría de fingir tal cosa mi padre ante una vieja bruja a la que ni siquiera conoce?

—Vaya, cómo te has enfadado —dijo sarcásticamente Osugi—. Supongo que eres el hijo de su señoría. ¿Sabes cuántas veces he venido aquí con la intención de ver a tu padre? Puedes estar seguro de que no han sido pocas, y en cada ocasión me han dicho que estaba ausente.

Un poco desconcertado, Shinzō replicó:

—No tiene nada que ver con las veces que hayas venido. A mi padre no le gusta recibir visitas. Si no quiere verte, ¿por qué insistes en venir una y otra vez?

Osugi, sin inmutarse, se echó a reír.

—¡No le gusta ver a la gente! Entonces ¿por qué vive entre personas? —Le miró enseñando los dientes.

La idea de insultarla y hacerle oír el sonido metálico de su espada al empezar a desenfundarla pasó por la mente de Shinzō, pero no quería hacer una indecorosa demostración de mal temple ni estaba seguro de que, si la hacía, surtiera efecto.

—Mi padre no está aquí —dijo en un tono de voz ordinario—. ¿Por qué no te sientas y me dices de qué se trata?

—Bueno, creo que aceptaré tu amable oferta. La caminata ha sido larga y mis piernas están cansadas. —Se sentó en el borde del escalón y empezó a restregarse las rodillas—. Cuando me hablas suavemente, joven, me siento avergonzada por haber alzado la voz. Bien, quiero que transmitas a tu padre lo que voy a decirte cuando vuelva a casa.

—Lo haré con mucho gusto.

—He venido para hablarle de Miyamoto Musashi.

Perplejo, Shinzō le preguntó:

—¿Le ha ocurrido algo a Musashi?

—No, nada, sólo quiero que tu padre sepa la clase de hombre que es. Cuando Musashi tenía diecisiete años, fue a Sekigahara y luchó contra los Tokugawa, sí, contra los Tokugawa, como lo oyes. Y lo que es más, han sido tantas sus malignas hazañas en Mimasaka que nadie de allí te dirá nada bueno de él. Mató a mucha gente, y me ha rehuido durante años porque intento vengarme justamente de él. ¡Musashi es un vagabundo inútil, y es peligroso!

—A ver, espera...

—¡No, escucha! Musashi empezó a tontear con la mujer que estaba prometida a mi hijo. Llegó a robársela y huyó con ella.

—Espera un momento —dijo Shinzō, alzando la mano en un gesto de protesta—. ¿Por qué cuentas esas cosas de Musashi?

—Lo hago por el bien del país —dijo Osugi con afectación.

—¿Qué bien puede hacerle al país difamar a Musashi?

Osugi se irguió en su asiento y dijo:

—Tengo entendido que ese bribón embaucador va a ser nombrado pronto instructor en la casa del shōgun.

—¿Dónde has oído eso?

—Lo dijo un hombre que estaba en el dōjō de Ono. Lo oí con mis propios oídos.

—¿Ah, sí?

—A un cerdo como Musashi no deberían permitirle estar en presencia del shōgun, y no digamos nombrarle tutor. Un maestro de la Casa de Tokugawa es un maestro de la nación. Sólo pensar en ello me pone enferma. He venido aquí para advertir al señor Hōjō, porque sé que recomendó a Musashi. ¿Lo entiendes ahora? —Aspiró la saliva en las comisuras de su boca y siguió diciendo—: Estoy segura de que advertir a tu padre redunda en beneficio del país. Y déjame que te advierta a ti también: no te dejes embaucar por las palabras persuasivas de Musashi.

Temiendo que la anciana siguiera hablándole de esta guisa durante horas, Shinzō hizo acopio de paciencia, tragó saliva y le dijo:

—Te doy las gracias. Entiendo tu postura y comunicaré a mi padre lo que acabas de decirme.

—¡Sí, te ruego que lo hagas!

Con el semblante de quien por fin ha logrado una meta sonada, Osugi se puso en pie y se encaminó al portal, sus sandalias golpeando ruidosamente el sendero.

—¡Bruja asquerosa! —le gritó una voz infantil.

—¿Cómo? —gruñó Osugi, sobresaltada—. ¿Quién...?

Miró a su alrededor hasta que descubrió a Iori entre los árboles, mostrándole los dientes como un caballo.

—¡Cómete esto! —le gritó el muchacho, lanzándole una granada.

La fruta golpeó a la anciana con tal fuerza que se rompió.

—¡Aaaay! —exclamó Osugi, aferrándose el pecho.

Se agachó para recoger algo del suelo y arrojárselo, pero el chiquillo echó a correr y desapareció de su vista. La mujer corrió al establo, y estaba inspeccionando el interior cuando un blando montón de estiércol de caballo la alcanzó de lleno en el rostro.

Farfullando y escupiendo, Osugi se limpió la cara con los dedos, y las lágrimas empezaron a brotarle de los ojos. ¡Pensar que viajar por el país en beneficio de su hijo le había conducido a semejante situación indigna!

Iori la observaba a distancia segura, desde detrás de un árbol. Al verla llorar como una niña, de improviso se sintió muy avergonzado de sí mismo. En parte deseaba acercarse y pedirle disculpas antes de que ella cruzara la puerta, pero su furia al oírla denostar a Musashi persistía. Atrapado entre la conmiseración y el odio, permaneció inmóvil durante un rato, mordiéndose las uñas.

—Ven aquí, Iori, que verás el monte Fuji de color rojo.

La voz de Shinzō procedía de una habitación en lo alto de la casa.

Sintiendo un profundo alivio, Iori echó a correr.

—¿El monte Fuji?

La visión de la montaña teñida de color carmesí bajo la luz crepuscular vació su mente de todos los demás pensamientos.

También Shinzō parecía haber olvidado su conversación con Osugi.

La tierra de los sueños

En 1605 Ieyasu cedió el cargo de shōgun a Hidetada, pero siguió gobernando desde su castillo de Suruga. Ahora que casi se había completado la tarea de poner los cimientos del nuevo régimen, Ieyasu empezaba a permitir que Hidetada se hiciera cargo de sus legítimos deberes.

Cuando le transmitió su autoridad, Ieyasu preguntó a su hijo qué se proponía hacer.

Se dice que la respuesta de Hidetada, «Voy a construir», complació inmensamente al shōgun.

En contraste con Edo, en Osaka realizaban todavía los preparativos para la batalla final. Ilustres generales tramaban intrigas, los correos llevaban mensajes a ciertos feudos, a los dirigentes militares desplazados y los rōnin se les procuraba solaz y compensación. Se almacenaban municiones, se pulían las lanzas, se ahondaban los fosos.

Cada vez era mayor el número de ciudadanos que abandonaban las ciudades occidentales para trasladarse a la floreciente ciudad del este, cambiando a menudo de lealtad, pues seguía existiendo el temor de que una victoria de Toyotomi pudiera significar la vuelta a la lucha crónica.

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