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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (175 page)

BOOK: Musashi
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Entonces Hyōgo le recordó la próxima visita de Munenori y le sugirió que regresara a Edo con él, aunque sabía muy bien qué respondería la joven. Otsū no estaba dispuesta a esperar dos días más, y mucho menos otros dos meses. Hyōgo lo intentó de nuevo, diciéndole que si aguardaba hasta después del servicio fúnebre podría viajar con él hasta Nagoya, puesto que le habían invitado a convertirse en vasallo del señor Tokugawa de Owari. Cuando Otsū volvió a declinar la oferta, él le dijo cuánto le inquietaba la idea de que hiciera sola el largo viaje, pues en todas las poblaciones y posadas a lo largo del camino se encontraría con inconvenientes, si no con auténticos peligros.

Ella le sonrió.

—Pareces olvidar que estoy acostumbrada a viajar. No tienes por qué preocuparte.

Aquella noche, durante una modesta fiesta de despedida, todos expresaron el afecto que sentían por Otsū, y a la mañana siguiente, que era clara y brillante, la familia y los servidores se congregaron en el portal principal para decirle adiós.

Sukekurō envió a un hombre en busca de Ushinosuke, pensando que Otsū podría montar en su buey hasta Uji. Cuando el hombre regresó diciéndole que, al fin y al cabo, el muchacho había regresado a su aldea por la noche, Sukekurō ordenó que trajeran un caballo.

Otsū se consideraba de categoría demasiado baja para recibir tales favores y rechazó la oferta, pero Hyōgo insistió. El caballo era gris moteado, y lo trajo un aprendiz de samurai por la suave pendiente hasta el portal exterior.

Hyōgo recorrió un trecho y se detuvo. No podía negarlo: a veces envidiaba a Musashi, como habría envidiado a cualquier hombre al que Otsū amara. Que el corazón de la joven perteneciera a otro no disminuía el afecto que sentía por ella. Había sido una encantadora compañera durante el viaje desde Edo, y en las semanas y meses posteriores le maravilló la entrega con que cuidaba de su abuelo. Aunque más profundo que nunca, su amor por ella era abnegado. Sekishūsai le había encargado que la entregara sana y salva a Musashi, y Hyōgo se proponía hacerlo así. No estaba en su naturaleza codiciar la buena suerte de otro hombre ni pensar en privarle de ella. No pasaba por su mente ningún acto que estuviera al margen del Camino del Samurai. Cumplir con el deseo de su abuelo habría sido una expresión de su amor.

Estaba sumido en su ensoñación cuando Otsū se volvió e, inclinando la cabeza, repitió su agradecimiento a aquellas personas afectuosas. Al proseguir su camino, rozó con unas flores de ciruelo. Mientras Hyōgo veía caer los pétalos, de una manera inconsciente, casi podía percibir su fragancia. Tenía la sensación de que estaba viendo a Otsū por última vez y hallaba consuelo en una plegaria silenciosa por la vida futura de la joven. Permaneció allí mirándola hasta que ella desapareció de su vista.

—Señor.

Hyōgo se volvió y una sonrisa apareció lentamente en su rostro.

—Ah, estás aquí, Ushinosuke. Bien, bien. Tengo entendido que anoche volviste a casa aunque te dijimos que no lo hicieras.

—Sí, señor. Mi madre... —Estaba todavía en una edad en que pensar en separarse de su madre le ponía al borde de las lágrimas.

—Está bien. Es bueno que un chico cuide de su madre. Pero, dime, ¿cómo lograste pasar entre esos rōnin en Tsukigase?

—Fue muy fácil.

—¿Ah, sí?

El muchacho sonrió.

—No estaban allí. Se enteraron de que Otsū pertenecía al castillo y temieron que les atacaran. Supongo que se han ido al otro lado de la montaña.

—Ja, ja. No tenemos que preocuparnos más por ellos, ¿verdad? ¿Has desayunado?

—No —dijo Ushinosuke, un poco azorado—. Me he levantado temprano para coger patatas silvestres y traérselas al maestro Kimura. Si te gustan, te traeré también algunas.

—Gracias.

—¿Sabes dónde está Otsū?

—Acaba de marcharse hacia Edo.

—¿Edo? —repitió el muchacho, y añadió vacilante—: No sé si te habrá dicho, o al maestro Kimura, lo que le pedí.

—¿Y qué era ello?

—Esperaba que me permitieras ser ayudante de samurai.

—Todavía eres demasiado joven para eso. Quizá cuando crezcas un poco más.

—Pero quiero aprender esgrima. Enséñame, por favor. Tengo que aprender mientras mi madre vive todavía.

—¿Has estudiado con alguien?

—No, pero he practicado con mi espada de madera utilizando árboles y animales.

—Ésa es una buena manera de empezar. Cuando seas un poco mayor, puedes ir a Nagoya y reunirte conmigo. Pronto iré a vivir allí.

—Eso está lejos, en Owari, ¿verdad? No puedo ir tan lejos mientras mi madre viva.

Hyōgo, sintiéndose conmovido, le dijo:

—Ven conmigo. —Ushinosuke le siguió en silencio—. Iremos al dōjō y comprobaré si tienes la habilidad natural para convertirte en un espadachín.

—¿El dōjō?

Ushinosuke se preguntó si estaba soñando. Desde su primera infancia consideraba el dōjō del anciano Yagyū como un símbolo de todas sus aspiraciones en el mundo. Aunque Sukekurō le había dicho que podría entrar en aquella sala, aún no lo había hecho. ¡Pero ahora le invitaba un miembro de la familia!

—Lávate los pies.

—Sí, señor.

Ushinosuke fue a un pequeño estanque cerca de la entrada y se lavó los pies con sumo cuidado, sin olvidar quitarse la suciedad debajo de las uñas.

Una vez en el interior de la sala, se sintió pequeño e insignificante. Las vigas y el techo eran antiguos y macizos, el suelo estaba pulimentado hasta darle un brillo en el que uno podía ver su reflejo como en un espejo. Incluso la voz de Hyōgo cuando le dijo: «Coge una espada», sonaba de un modo distinto.

Ushinosuke seleccionó una espada de roble negro de entre las armas colgadas en una pared. Hyōgo tomó otra y, con la punta dirigida hacia el suelo, se situó en el centro de la sala.

—¿Estás preparado? —preguntó fríamente.

—Sí —dijo Ushinosuke, alzando el arma al nivel del pecho.

Hyōgo modificó ligeramente su posición en diagonal. Ushinosuke estaba erizado como un puerco espín. Tenía las cejas levantadas, con un fiero surco entre ambas, y el pulso le latía con fuerza. Cuando Hyōgo indicó con un movimiento de los ojos que estaba a punto de atacar, Ushinosuke soltó un gruñido. Dando fuertes pisadas en el suelo, Hyōgo avanzó con rapidez y golpeó lateralmente la cintura de Ushinosuke.

—¡Todavía no! —gritó el muchacho.

Como si alejara el suelo de una patada, saltó en el aire y su pie rebasó el hombro de Hyōgo. Éste extendió la mano izquierda y con un ligero movimiento impulsó el pie del chiquillo hacia arriba. Ushinosuke dio una voltereta y aterrizó detrás de Hyōgo. Se levantó en un instante y corrió a recoger su espada.

—Es suficiente —dijo Hyōgo.

—¡No, una vez más!

Ushinosuke tomó su espada, la sostuvo alta por encima de la cabeza con ambas manos y voló como un águila hacia Hyōgo. El arma de éste, apuntada directamente al atacante, le detuvo en seco. Vio la expresión en los ojos de Hyōgo y los suyos se llenaron de lágrimas.

«Este chico tiene espíritu», pensó Hyōgo, pero fingió que estaba enfadado.

—Estás jugando sucio —le gritó—. Has saltado por encima de mi hombro.

Ushinosuke no supo qué responderle.

—No comprendes cuál es tu categoría..., ¡tomarte libertades con tus superiores! Siéntate ahí.

El chico se arrodilló y extendió las manos delante de él, en un gesto de disculpa. Cuando se le aproximó, Hyōgo soltó el arma de madera y desenvainó su propia espada.

—Ahora te mataré. No te molestes en gritar.

—¿Ma... matarme?

—Estira el cuello. Para un samurai, nada es más importante que regirse por las reglas de la conducta apropiada. Aunque sólo seas un campesino, lo que has hecho es imperdonable.

—¿Vas a matarme sólo por haber cometido una falta?

—Así es.

Tras mirar al samurai un momento, Ushinosuke adoptó una expresión resignada, alzó las manos en dirección a su aldea y dijo:

—Madre, voy a formar parte del suelo, aquí, en el castillo. Sé que te sientes muy triste. Perdóname por no haber sido un buen hijo.

Entonces, obedientemente, extendió el cuello.

Hyōgo se echó a reír y envainó de nuevo la espada.

—No creerás que realmente mataría a un chico como tú, ¿verdad? —le dijo, al tiempo que le daba unas palmadas en el hombro.

—¿No lo decías en serio?

—No.

—Has dicho que la conducta apropiada es importante. ¿Es correcto que un samurai haga esa clase de bromas?

—No era ninguna broma. Si vas a adiestrarte para ser un samurai, he de saber de qué madera estás hecho.

—Creí que hablabas en serio —dijo Ushinosuke, cuya respiración había vuelto a la normalidad.

—Me has dicho que no has recibido lecciones —dijo Hyōgo—. Pero cuando te obligué a ir al extremo de la sala, saltaste sobre mi hombro. No muchos alumnos, ni siquiera con tres o cuatro años de adiestramiento, podrían ejecutar esa clase de treta.

—Pero nunca he estudiado con nadie.

—No tienes por qué ocultarlo. Debes de haber tenido un maestro, y bueno por cierto. ¿Quién era?

El muchacho se quedó un momento pensativo y entonces dijo:

—Ah, ya recuerdo cómo aprendí eso.

—¿Quién te lo enseñó?

—No fue un ser humano.

—¿Un duende tal vez?

—No, una semilla de cáñamo.

—¿Qué?

—Una semilla de cáñamo.

—¿Cómo podrías aprender de una semilla de cáñamo?

—Bueno, allá arriba, en las montañas, hay algunos luchadores de ésos..., ya sabes, los que parecen esfumarse delante de tus mismos ojos. He visto cómo se adiestraban en un par de ocasiones.

—Te refieres a los ninja, ¿verdad? Los que has visto deben de pertenecer al grupo de Iga. Pero ¿qué tiene eso que ver con una semilla de cáñamo?

—Verás, después de plantar el cáñamo, en primavera, no pasa mucho tiempo antes de que salga el brote.

—¿Y qué?

—Saltas por encima. Cada día practicas saltando adelante y atrás. Cuando aumenta el calor, el brote crece más rápido, no hay ninguna otra planta que crezca con tanta rapidez, así que cada día tienes que saltar más alto. Si no practicas a diario, pronto el cáñamo es tan alto que no puedes saltar por encima.

—Comprendo.

—Lo he hecho en los dos últimos años, desde la primavera hasta el otoño.

En aquel momento Sukekurō entró en el dōjō y dijo:

—Hyōgo, ha llegado otra carta de Edo.

Tras leer la misiva, Hyōgo inquirió:

—Otsū no puede haber ido muy lejos, ¿verdad?

—Probablemente no más de cinco millas. ¿Ha ocurrido algo?

—Sí. Takuan dice que el nombramiento de Musashi ha sido cancelado. Al parecer, tienen dudas sobre su carácter. No creo que debamos permitir que Otsū prosiga el viaje a Edo sin advertirla.

—Iré yo.

—No. Iré yo mismo.

Haciendo una inclinación de cabeza a Ushinosuke, Hyōgo salió del dōjō y fue directamente al establo.

Estaba a medio camino de Uji cuando empezó a cambiar de idea. El hecho de que Musashi no hubiera recibido el nombramiento no le importaría a Otsū, pues ella pensaba sólo en el hombre y no en su categoría. Aun cuando Hyōgo lograra persuadirla para que se quedase un poco más en Koyagyū, sin duda ella querría proseguir su camino a Edo. ¿Por qué amargarle el viaje dándole la mala noticia?

Dio media vuelta hacia Koyagyū y avanzó más despacio, al trote. Aunque parecía estar en paz con el mundo, en realidad una feroz batalla se libraba en su corazón. ¡Ojalá pudiera ver a Otsū una vez más! Tenía que admitir que ésa era la única razón para ir en pos de ella, pero era una admisión secreta que no revelaría a nadie.

Hyōgo procuraba refrenar sus emociones. Los guerreros tenían momentos de debilidad, momentos absurdos, como todo el mundo. No obstante, su deber, como el de todo samurai, estaba claro: perseverar hasta que llegase a un estado de equilibrio estoico. Una vez hubiera cruzado la barrera de la ilusión, su alma sería ligera y libre, abriría los ojos a los verdes sauces que le rodeaban, a cada brizna de hierba. El amor no era la única emoción capaz de encender el corazón de un samurai. El suyo era otro mundo. En una época ávida de jóvenes con talento, uno no tenía tiempo para distraerse contemplando una flor al lado del camino. Lo importante, tal como Hyōgo lo veía, era hallarse en el lugar apropiado para montar en la ola de los tiempos.

—Toda una muchedumbre, ¿eh? —observó Hyōgo jovialmente.

—Sí, en Nara no hay muchos días tan buenos como éste —replicó Sukekurō.

—Es como una excursión al aire libre.

A pocos pasos detrás de ellos estaba Ushinosuke, a quien Hyōgo había cobrado gran afecto. Ahora el muchacho acudía al castillo más a menudo e iba camino de convertirse en un ayudante permanente. Llevaba las cajas de comida a la espalda y, atadas al obi, unas sandalias de repuesto para Hyōgo.

Se hallaban en un campo abierto en medio de la ciudad. A un lado, la pagoda de cinco pisos del Kōfukuji se alzaba por encima de los árboles circundantes. Al otro lado del campo se veían las casas de los sacerdotes budistas y shintoístas. Aunque el día era brillante y la atmósfera primaveral, una leve bruma se cernía sobre las zonas más bajas, donde vivían los habitantes de la ciudad. La multitud, entre cuatrocientas y quinientas personas, no parecía tan grande debido a la vastedad del campo. Algunos de los ciervos, por los que Nara era famosa, se abrían paso empujando con el morro entre los espectadores, husmeando sabrosos trozos de comida aquí y allá.

—Aún no han terminado, ¿verdad? —preguntó Hyōgo.

—No —dijo Sukekurō—. Parece que se han tomado tiempo libre para comer.

—¡Así que hasta los sacerdotes tienen que comer!

Sukekurō se echó a reír.

Iba a celebrarse alguna clase de espectáculo. Las ciudades más grandes tenían teatros, pero en Nara y las ciudades más pequeñas los espectáculos tenían lugar al aire libre. Magos, danzarines, titiriteros, así como arqueros y espadachines, todos actuaban bajo el cielo. Pero la atracción de aquel día era algo más que un simple entretenimiento. Cada año los sacerdotes lanceros del Hōzōin celebraban un torneo, en el cual decidían el orden para sentarse en el templo. Como actuaban en público, los competidores luchaban con denuedo, y los encuentros solían ser violentos y espectaculares. Delante del Kōfukuji había un letrero según el cual el torneo estaba abierto a todos los seguidores de las artes marciales, pero eran muy pocos los que se atrevían a medirse con los sacerdotes lanceros.

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