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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (149 page)

BOOK: Musashi
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—Sí, señor. ¿Vas a alguna parte?

—Sí, a un lugar cerca del santuario de Hirakawa en Kōjimachi.

—Estarás de regreso por la noche, ¿verdad?

—Ja, ja. Debería estarlo, a menos que me embruje un zorro.

Musashi partió e Iori se quedó meditando sobre su conciencia. En el exterior, el cielo estaba oscurecido por las nubes grises, sombrías, de la estación lluviosa veraniega.

El profeta abandonado

En el bosque que rodeaba al santuario de Hirakawa Tenjin vibraba intensamente el canto de las innumerables cigarras. Un búho ululó cuando Musashi se dirigía desde el portal al vestíbulo de la casa de Obata.

—¡Buenos días! —gritó, pero el eco de su saludo resonó como en una caverna vacía.

Al cabo de un rato oyó ruido de pisadas. El joven samurai que salió, provisto de dos espadas, no era sin duda un simple subordinado que se encargaba de recibir a las visitas.

Sin tomarse la molestia de arrodillarse, inquirió:

—¿Puedo preguntarte tu nombre?

Aunque no tendría más de veinticuatro o veinticinco años, daba la impresión de ser alguien a quien era preciso tomar en cuenta.

—Me llamo Miyamoto Musashi. ¿Es ésta la academia de ciencia militar de Obata Kagenori?

—Tú lo has dicho —respondió el otro secamente. Por su tono era evidente lo que esperaba de Musashi: éste le explicaría que estaba viajando para perfeccionar su conocimiento de las artes marciales, etcétera.

—Uno de los alumnos de tu escuela ha resultado herido en una pelea —le dijo Musashi—. Ahora le están cuidando en casa del pulidor de espadas Zushino Kōsuke, a quien creo que conoces. He venido a petición de Kōsuke.

—¡Debe de ser Shinzō! —Por un instante el joven pareció profundamente alarmado, pero se recobró en seguida—. Perdona. Soy el hijo de Kagenori, Yogorō. Te doy las gracias por haberte tomado la molestia de venir y decírnoslo. ¿Corre peligro la vida de Shinzō?

—Esta mañana parecía estar mejor, pero aún es demasiado pronto para trasladarle. Creo que lo mejor será que siga de momento en casa de Kōsuke.

—Espero que transmitas a Kōsuke nuestro agradecimiento.

—Lo haré con mucho gusto.

—A decir verdad, puesto que mi padre está postrado en cama, Shinzō ha dado las clases en su lugar, hasta el otoño pasado, cuando se marchó súbitamente. Como puedes ver, ahora aquí no hay apenas nadie. Lamento no poder recibirte como es debido.

—No faltaría más, pero dime: ¿hay una lucha encarnizada entre vuestra escuela y Sasaki Kojirō?

—Sí. Yo estaba ausente cuando comenzó, por lo que desconozco todos los detalles, pero parece ser que Kojirō insultó a mi padre, lo cual, naturalmente, incitó a los alumnos. Decidieron castigar por sí mismos a Kojirō, pero éste mató a varios de ellos. Tal como yo lo entiendo, Shinzō se marchó porque finalmente llegó a la conclusión de que debía vengarse personalmente.

—Comprendo. Esto empieza a tener sentido. Quisiera darte un consejo: no luches con Kojirō. Te aseguro que no es posible derrotarle con las técnicas de esgrima ordinarias, y es incluso menos vulnerable a una estrategia inteligente. Como luchador, como orador, como estratega carece de rival, incluso entre los maestros más grandes que hoy viven.

Estas palabras inflamaron a Yogorō, en cuyos ojos ardía la ira. Al notarlo, Musashi consideró prudente repetir su advertencia.

—Refrena el orgullo —añadió—. Es insensato arriesgarse a un desastre por un agravio trivial. No creas que la derrota de Shinzō hace necesario que tú ajustes las cuentas. Si lo haces, sencillamente seguirás sus pasos. Eso sería una necedad, créeme.

Cuando Musashi se hubo ido, Yogorō se apoyó en la pared con los brazos cruzados. En voz baja y trémula, musitó: «Pensar que hemos llegado a esto. ¡Incluso Shinzō ha fracasado!». Mirando vacuamente al techo, pensó en la carta que Shinzō había dejado para él, en la que decía que su propósito al marcharse era matar a Kojirō y que si no lo lograba, Yogorō probablemente jamás volvería a verle vivo.

No por haber sobrevivido la derrota de Shinzō era menos humillante. Como la escuela había sido obligada a suspender las operaciones, el público en general había llegado a la conclusión de que Kojirō estaba en lo cierto: la academia Obata era una escuela para cobardes, o por lo menos para teóricos carentes de habilidad práctica. Esto había conducido a la deserción de algunos alumnos. Otros, aprensivos por la enfermedad de Kagenori o el aparente declive del estilo Kōshū, se habían pasado al estilo Naganuma rival. Sólo dos o tres seguían residiendo en la escuela.

Yogorō decidió no hablarle a su padre de lo ocurrido a Shinzō. El estado del anciano exigía los mayores cuidados, aunque era imposible pensar en su restablecimiento.

—¿Dónde estás, Yogorō?

Aunque Kagenori estaba a las puertas de la muerte, cuando un impulso le hacía llamar a su hijo, su voz era la de un hombre perfectamente sano, lo cual nunca dejaba de sorprender a Yogorō.

—¿Dónde estás, Yogorō?

—Ya voy. —Corrió a la habitación del enfermo, se arrodilló y preguntó—: ¿Me llamabas?

Como hacía a menudo cuando se cansaba de estar tendido boca arriba, Kagenori se había apoyado en la ventana, utilizando la almohada como apoyabrazos.

—¿Quién era el samurai que acaba de irse? —le preguntó.

—¿Eh? —dijo el joven, un tanto confuso—. Ah, ése. Nadie en particular. Sólo traía un mensaje.

—¿Un mensaje de dónde?

—Verás, parece ser que Shinzō ha sufrido un accidente. El samurai ha venido a decírnoslo. Ha dicho que se llama Miyamoto Musashi.

—Humm. No es natural de Edo, ¿verdad?

—No. Tengo entendido que es de Mimasaka. Se trata de un rōnin. ¿Crees haberle reconocido?

—No —replicó Kagenori con una vigorosa sacudida de su fina barba gris—. No recuerdo haberle visto nunca ni hablado de él. Pero tenía algo... He conocido a mucha gente durante mi vida, ¿sabes?, tanto en el campo de batalla como en la vida ordinaria. Algunas eran muy buenas personas y la gente las tenía en gran estima. Pero aquellos a los que consideraría como verdaderos samurais, en todos los sentidos de la palabra, eran poquísimos. Ese hombre..., ¿Musashi, has dicho?..., me ha atraído. Me gustaría conocerle, hablar un poco con él. Ve a buscarle.

—Sí, señor —respondió obedientemente Yogorō, pero antes de levantarse, siguió diciendo en un tono de leve perplejidad—: ¿Qué es lo que has observado en él? Sólo le has visto de lejos.

—No lo entenderías. Cuando lo entiendas, serás viejo y marchito como yo.

—Pero debe de haber sido algo.

—He admirado su manera de permanecer vigilante. No dejaba de estar ojo avizor, previendo cualquier eventualidad, incluso en la casa de un enfermo como yo. Cuando cruzó el portal, se detuvo y miró a su alrededor..., a la disposición de la casa, las ventanas, si estaban abiertas o cerradas, el sendero que conduce al jardín..., en fin, todo. De un solo vistazo abarcaba el conjunto, y lo hacía de la manera más natural. Cualquiera habría creído que se detenía un momento sencillamente como una señal de deferencia. Me ha sorprendido.

—¿Crees entonces que es un samurai de verdadero mérito?

—Tal vez. Estoy seguro de que será fascinante hablar con él. Anda, pídele que vuelva.

—¿No temes que sea malo para tu salud? —Kagenori estaba muy excitado y Yogorō recordó el consejo que le había dado el médico: cuando menos hablase el anciano, tanto mejor.

—No te preocupes tanto por mi salud. Llevo años esperando conocer a un hombre así. No he estudiado ciencia militar durante tanto tiempo para enseñarla a los niños. Te garantizo que, si bien mis teorías de ciencia militar se llaman el estilo Kōshū, no son una simple extensión de las fórmulas utilizadas por los famosos guerreros Kōshū. Mis ideas difieren de las de Takeda Shingen o Uesugi Kenshin u Oda Nobunaga o los demás generales que lucharon por el dominio del país. El objetivo de la ciencia militar ha cambiado desde entonces. Mi teoría se dirige hacia el logro de la paz y la estabilidad. Tú conoces algunas de estas cosas, pero la cuestión consiste en saber a quién puedo confiarle mis ideas.

Yogorō permanecía en silencio.

—Mira, hijo mío, aunque son muchas las cosas que deseo transmitirte, aún estás inmaduro, demasiado para reconocer las notables cualidades del hombre al que acabas de conocer.

Yogorō bajó los ojos, pero encajó la crítica sin decir nada.

—Si incluso yo, que tiendo a mirar favorablemente cuanto haces, te considero inmaduro, entonces no tengo duda alguna. No eres todavía la persona que pueda continuar mi obra, por lo que debo esperar a que se presente el hombre apropiado. Recuerda que cuando cae la flor de cerezo, sólo puede confiar en el viento para que disemine su polen.

—No debes caer, padre. Has de intentar seguir viviendo.

El anciano le miró furibundo y alzó la cabeza.

—¡Hablar así demuestra que eres todavía un niño! Anda, ve rápidamente y busca al samurai.

—¡Sí, señor!

—No le apremies. Dile tan sólo por encima lo que acabo de decirle y tráele contigo.

—En seguida, padre.

Yogorō partió a la carrera. Una vez en el exterior, primero tomó la dirección por la que había visto a Musashi alejarse. Entonces buscó en todo el recinto del templo, e incluso se dirigió a la calle principal que atravesaba Kōjimachi, pero fue en vano.

No lamentaba demasiado que aquel samurai se hubiera perdido de vista, pues no estaba tan convencido como su padre de la superioridad de Musashi. Lo que se decía sobre la capacidad fuera de lo corriente de Kojirō, sobre la locura de «correr el riesgo de un desastre por un agravio trivial» había quedado impreso en su mente. Era como si la visita de Musashi hubiera tenido el objetivo expreso de cantar las alabanzas de Kojirō.

Aun cuando escuchara sumisamente a su padre, había pensado para sus adentros: «No soy tan joven e inmaduro como dices». Y lo cierto era que, en aquel momento, realmente no podría haberle importado menos lo que Musashi pensara.

Eran más o menos de la misma edad. Aun cuando el talento de Musashi fuese excepcional, había límites a lo que podía saber y hacer. En el pasado, Yogorō se había ido de casa en varias ocasiones, para llevar durante uno, dos, incluso tres años, la vida del shugyōsha ascético. Había vivido y estudiado algún tiempo en la escuela de otro experto militar, y estudiado el Zen bajo la dirección de un maestro estricto. No obstante, su padre, tras un mero atisbo del hombre, no sólo se había formado la que Yogorō sospechaba que era una opinión exagerada del rōnin desconocido, sino que había llegado demasiado lejos al sugerir que Yogorō tomase a Musashi como modelo.

«Será mejor que regrese —se dijo, entristecido—. Supongo que no hay manera de convencer a un padre de que su hijo ya no es un niño.» Anhelaba con desesperación que llegara el día en que Kagenori le mirase y viera de repente que era un adulto y un valiente samurai. Le dolía pensar que su padre podría morir antes de que ese día llegara.

—¡Eh, Yogorō! Eres Yogorō, ¿verdad?

Yogorō giró sobre sus talones y comprobó que quien se había dirigido a él era Nakatogawa Handayū, un samurai de la casa de Hosokawa. No se habían visto recientemente, pero en una época Handayū había asistido con regularidad a las lecciones de Kagenori.

—¿Cómo está de salud tu reverenciado padre? Los deberes oficiales me tienen tan ocupado que no he podido visitarle.

—Está más o menos igual, gracias.

—Por cierto, he oído decir que Hōjō Shinzō atacó a Sasaki Kojirō y fue derrotado.

—¿Ya te has enterado de eso?

—Sí. Esta mañana hablaban de ello en casa del señor Hosokawa.

—Qué increíble rapidez. Si sucedió anoche...

—Kojirō es huésped de Iwama Kakubei, y éste debe de haber difundido la noticia. Incluso el señor Tadatoshi lo sabe.

Yagoro era demasiado joven para escuchar con objetividad, pero no quería de ninguna manera revelar su cólera con alguna expresión involuntaria. Se despidió de Handayū lo antes posible y regresó en seguida a su casa.

Había tomado una decisión.

La comidilla de la ciudad

Cuando entró Iori, la esposa de Kōsuke estaba en la cocina, preparando unas gachas para Shinzō.

—Las ciruelas amarillean —dijo el muchacho.

—Si están casi maduras, eso significa que las cigarras no tardarán en cantar —respondió ella distraídamente.

—¿No encurtes las ciruelas?

—No. Aquí somos pocos, y para encurtir todas esas ciruelas harían falta varias libras de sal.

—La sal no se desperdiciaría, pero las ciruelas se pudrirán si no las encurtes. Y si hubiera una guerra o una inundación, vendrían muy bien, ¿no crees? Puesto que estás ocupada cuidando del herido, con mucho gusto te las encurtiría.

—Desde luego, eres un niño curioso. Te preocupas por las inundaciones y esas cosas. Piensas como un viejo.

Iori ya estaba sacando un cubo de madera del armario. Con el cubo vacío en la mano, salió al jardín y examinó el ciruelo. Aunque era lo bastante adulto para preocuparse por el futuro, seguía siendo un niño al que distraía fácilmente localizar una cigarra chirriante. Se acercó sigilosamente, capturó el insecto y lo retuvo dentro de las manos ahuecadas, haciéndole chillar como una bruja aterrada.

Al mirar entre sus pulgares, experimentó una extraña sensación. Aunque se suponía que los insectos carecen de sangre, la cigarra estaba caliente. Tal vez incluso las cigarras, cuando se enfrentan a un peligro de muerte, emiten calor corporal. De repente se apoderó de él una mezcla de temor y compasión. Abrió las palmas, lanzó la cigarra al aire y contempló cómo se alejaba volando hacia la calle.

El ciruelo, de considerable tamaño, era el hogar de una numerosa comunidad: gruesas orugas con un pelaje sorprendentemente hermoso, mariquitas, minúsculas ranas azules aferradas al envés de las hojas, pequeñas e inmóviles mariposas, tábanos zumbadores. Mirando fascinado aquel pequeño rincón del reino animal, pensó que sería inhumano provocar la consternación de aquellas damas y caballeros sacudiendo una rama. Extendió la mano cuidadosamente, arrancó una ciruela y la mordió. Entonces sacudió con suavidad la rama más próxima y se sorprendió al ver que el fruto no caía. Arrancó unas cuantas ciruelas y las echó al cubo.

—¡Hijo de perra! —gritó de súbito, y bruscamente arrojó tres o cuatro ciruelas al estrecho callejón a un lado de la casa.

La caña de bambú tendida entre la casa y la valla, que servía como tendedero, cayó al suelo con estrépito, y se oyó el ruido de unas pisadas que retrocedían apresuradamente desde el callejón a la calle.

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