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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (60 page)

BOOK: Musashi
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Al reconocer a los tres hombres, Seijūrō frunció el ceño.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —les gritó—. ¿Adonde vais con tanta prisa?

—¡Es..., es el Joven Maestro! —balbuceó uno de ellos.

Ueda Ryōhei apareció por detrás del caballo y la emprendió con ellos.

—¿Qué significa esto? ¡Deberíais estar escoltando al Joven Maestro, pandilla de idiotas! Supongo que estabais demasiado ocupados interviniendo en otra pelea de borrachos.

Los tres hombres, desconcertados pero justamente indignados, contaron cómo, lejos de haber hecho lo que decía Ueda, habían defendido el honor de la escuela Yoshioka y de su maestro, y cómo habían sufrido un percance causado por un samurai joven pero demoníaco.

—¡Mira! —exclamó uno de ellos—. Por ahí viene.

Observaron aterrados al enemigo que se aproximaba.

—¡Calmaos! —les ordenó Ryōhei con disgusto—. Habláis demasiado. Buenos sois vosotros para proteger el honor de la escuela. Jamás podremos borrar esa actuación. ¡Haceos a un lado! Yo mismo me ocuparé de él. —Adoptó una postura de desafío y esperó.

El joven corrió hacia ellos.

—¡Vamos, luchad! —gritaba—. ¿Es la huida la versión Yoshioka del arte de la guerra? Personalmente no deseo mataros, pero mi Palo de Secar está todavía sediento. Lo menos que podéis hacer, cobardes, es dejar vuestras cabezas atrás.

Corría a lo largo del dique con grandes y confiadas zancadas, y parecía como si fuese a saltar por encima de la cabeza de Ryōhei, el cual se escupió en las manos y aferró de nuevo su espada con resolución.

En el momento en que el joven pasó raudo por su lado, Ryōhei lanzó un grito penetrante, alzó la espada por encima del manto dorado del joven, la descargó con todas sus fuerzas y falló.

Deteniéndose al instante, el joven giró sobre sus talones y gritó:

—¿Qué es esto? ¿Uno nuevo?

Mientras Ryōhei se tambaleaba hacia adelante con el impulso de su golpe, el joven le atacó con virulencia. En toda su vida Ryōhei no había visto jamás un golpe tan potente, y aunque logró esquivarlo por los pelos, se precipitó de cabeza a un arrozal. Por suerte el dique era bastante bajo y el campo estaba helado, pero al caer perdió su arma así como su confianza.

Cuando se incorporó, vio que el joven se movía con la fuerza y la velocidad de un tigre enfurecido. Tras diseminar a los tres discípulos con un tajo de su espada, se dirigió hacia Seijūrō.

Seijūrō aún no había sentido temor alguno. Había creído que todo habría terminado antes de que él personalmente resultara implicado. Pero ahora el peligro se abalanzaba directamente contra él, en forma de espada rapaz.

Impulsado por una inspiración súbita, Seijūrō gritó:

—¡Espera, Ganryū! ¡Espera!

Sacó un pie del estribo, lo puso sobre la silla de montar y se incorporó. Cuando el caballo saltó adelante por encima de la cabeza del joven, Seijūrō voló hacia atrás y aterrizó de pie a tres pasos de distancia.

—¡Qué hazaña! —exclamó el joven con verdadera admiración mientras se aproximaba a Seijūrō—. ¡Aunque seas mi enemigo, debo reconocer que eso ha sido realmente magnífico! Sin duda eres Seijūrō en persona. ¡En guardia!

La hoja de la larga espada se convirtió en la encarnación del espíritu de lucha del joven. Se aproximó más a Seijūrō, pero éste, a pesar de sus defectos, era hijo de Kempō y capaz de enfrentarse al peligro con calma.

Dirigiéndose sosegadamente al joven, le dijo:

—Eres Sasaki Kojirō de Iwakuni, no me cabe duda. Y es cierto, como has supuesto, que soy Yoshioka Seijūrō. Sin embargo, no deseo pelear contigo. Si es realmente necesario, podemos batirnos en otra ocasión. Por ahora sólo quisiera enterarme de cómo ha ocurrido todo esto. Envaina tu espada.

Cuando Seijūrō le llamó Ganryū, el joven pareció no oírle. Sin embargo, al oír que el otro se dirigía a él llamándole Sasaki Kojirō , se sobresaltó.

—¿Cómo has sabido quién soy?

Seijūrō se dio una palmada en el muslo.

—¡Lo sabía! ¡Era sólo una conjetura, pero estaba en lo cierto! —Entonces se adelantó y le dijo—: Es un placer conocerte. He oído hablar mucho de ti.

—¿Quién te ha hablado de mí? —quiso saber Kojirō .

—Tu superior, Itō Yagorō.

—Ah, ¿eres amigo suyo?

—Sí. Hasta el pasado otoño, tenía una ermita en la colina Kagura de Shirakawa y solía visitarle allí. También vino varias veces a mi casa.

Kojirō sonrió.

—Vaya, entonces no es como si nos conociéramos por primera vez, ¿verdad?

—No. Ittōsai te mencionaba con frecuencia. Decía que había un hombre de Iwakuni que había aprendido el estilo de Toda Seigen y luego estudiado con Kanemaki Jisai. Me dijo que ese Sasaki era el hombre más joven de la escuela de Jisai, pero que un día sería el único espadachín capaz de desafiar a Ittōsai.

—Sigo sin ver cómo has sabido tan rápidamente que era yo.

—Bueno, eres joven y encajas en la descripción. Al verte blandir esa larga espada he recordado que también te llamaban Ganryū, «el sauce en la orilla del río». Tuve la corazonada de que eras ese hombre, y acerté.

—Esto es sorprendente, de veras.

Mientras Kojirō se reía encantado, su mirada se posó en la hoja ensangrentada de su espada, la cual le recordó que había habido una lucha, y se preguntó cómo arreglarían las cosas. Sin embargo, él y Seijūrō congeniaron tan bien que pronto llegaron a un entendimiento, y al cabo de unos minutos caminaban a lo largo del dique hombro contra hombro, como viejos amigos. Detrás de ellos estaban Ryōhei y los tres abatidos discípulos. El pequeño grupo se encaminó hacia Kyoto.

—Desde el principio —decía Kojirō— no entendí a qué venía esa lucha. No tenía nada contra ellos.

Seijūrō pensaba en la reciente conducta de Gion Tōji.

—Estoy disgustado con Tōji —dijo—. Cuando regrese, le pediré cuentas. Por favor, no creas que te guardo rencor. Simplemente, me mortifica descubrir que los hombres de mi escuela no están mejor disciplinados.

—Bien, puedes ver qué clase de hombre soy —replicó Kojirō—. Me jacto demasiado y siempre estoy dispuesto a batirme con cualquiera. La verdad es que deberías concederles cierto mérito por haber tratado de defender el buen nombre de tu escuela. Es lamentable que no sean mejores luchadores, pero por lo menos lo han intentado. Me siento un poco apenado por ellos.

—Yo soy el culpable —dijo Seijūrō sin ambages. La expresión de su semblante era de auténtico dolor.

—Olvidemos todo el asunto.

—Nada me satisfará más.

Al ver lo bien que se llevaban los dos, los otros se sintieron aliviados. ¿Quién habría pensado que aquel muchacho corpulento y apuesto era el gran Sasaki Kojirō , cuyas alabanzas había cantado Ittōsai? («El prodigio de Iwakuni», le había llamado.) No era de extrañar que Tōji, en su ignorancia, hubiera tenido la tentación de mofarse de él, como tampoco era de extrañar que hubiera acabado pareciendo ridículo.

Ryōhei y los otros tres se estremecían al pensar lo cerca que habían estado de ser abatidos por el Palo de Secar. Ahora que habían abierto los ojos, la visión de los anchos hombros y la robusta espalda de Kojirō les hacía preguntarse cómo podían haber sido tan estúpidos de subestimarle en primer lugar.

Al cabo de un rato regresaron al embarcadero. Los cadáveres ya estaban helados, y los tres hombres recibieron el encargo de enterrarlos, mientras Ryōhei iba en busca del caballo. Kojirō fue de un lado a otro, llamando a su mono a silbidos, y el animal apareció de repente como salido de la nada y saltó sobre el hombro de su amo. Seijūrō no sólo instó a Kojirō a que fuese a la escuela de la avenida Shijō y se quedara allí algún tiempo, sino que incluso le ofreció su caballo, que Kojirō rechazó.

—Eso no estaría bien —le dijo, con una deferencia desacostumbrada—. No soy más que un joven rōnin y tú el maestro de una gran escuela, el hijo de un hombre distinguido, el dirigente de centenares de seguidores. —Cogiendo la brida, siguió diciendo—: Monta tú, por favor. Yo sujetaré esto. Es más fácil caminar de esta manera. Si realmente puedo acompañarte, acepto tu ofrecimiento de quedarme algún tiempo contigo en Kyoto.

Con idéntica cordialidad, Seijūrō replicó:

—Muy bien, entonces cabalgaré ahora, y cuando estés cansado podemos cambiar de lugar.

Enfrentado a la perspectiva cierta de tener que luchar con Miyamoto Musashi a principios del nuevo año, Seijūrō reflexionaba en que no era mala idea que estuviera a su lado un espadachín como Sasaki Kojirō.

La montaña Águila

En las décadas de 1550 y 1560, los maestros de esgrima más famosos de Japón oriental eran Tsukahara Bokuden y el señor Kōizumi de Ise, cuyos rivales en Honshu central eran Yoshioka Kempō de Kyoto y Yagyū Muneyoshi de Yamato. Estaba, además, el señor Kitabatake Tomonori de Kuwana, que fue maestro de las artes marciales y un gobernador sobresaliente. Mucho después de su muerte, las gentes de Kuwana hablaban de él con afecto, pues para ellos simbolizaba la esencia del buen gobierno y la prosperidad.

Cuando Kitabatake estudiaba con Bokuden, éste le transmitió su Arte Supremo de la Esgrima: el más secreto de sus métodos secretos. El hijo de Bokuden, Tsukahara Hikoshirō, heredó el nombre y las propiedades de su padre, pero no recibió el legado de su tesoro secreto. Por este motivo el estilo Bokuden no se extendió por el este, donde actuaba Hikoshirō, sino en la región de Kuwana, donde gobernaba Kitabatake.

Cuenta la leyenda que a la muerte de Bokuden, Hikoshirō fue a Kuwana e intentó engañar a Kitabatake para que le revelara el método secreto. Parece ser que le dijo: «Mi padre me lo enseñó hace mucho tiempo, y tengo entendido que también te lo enseñó a ti. Pero últimamente me pregunto si lo que nos enseñó a cada uno de nosotros es en verdad lo mismo. Puesto que los secretos fundamentales del Camino nos interesan mutuamente, creo que deberíamos comparar lo que aprendimos, ¿no te parece?».

Aunque Kitabatake comprendió en seguida que Bokuden no se proponía nada bueno, accedió a efectuar una demostración, pero de lo que Hikoshirō se enteró entonces fue sólo de la forma externa del Arte Supremo de la Esgrima, no de su secreto más profundo. El resultado fue que Kitabatake siguió siendo el único maestro del verdadero estilo Bokuden, para aprender el cual los estudiantes tenían que ir a Kuwana. En el este, Hikoshirō transmitió como auténtico el espurio cascarón hueco de la habilidad de su padre: su forma sin el corazón.

En cualquier caso, eso era lo que se contaba a todo viajero que pusiera pie en la región de Kuwana. Como relato no era malo y, puesto que se basaba en hechos, era más plausible y no tan intrascendente como la mayor parte de la miríada de cuentos folclóricos locales con los que se pretendía reafirmar el carácter único de sus amadas ciudades y provincias.

Cuando Musashi bajaba por la montaña Tarusaka, en dirección a la ciudad fortificada de Kuwana, escuchó el relato de la leyenda de labios de su caballerizo. Asintió y dijo cortésmente: «¿De veras? Qué interesante». Era a mediados del último mes del año, y aunque el clima de Ise es relativamente cálido, el viento que soplaba en el puerto de montaña desde la ensenada de Nako era frío y cortante.

Llevaba tan sólo un delgado kimono, una prenda interior de algodón y un manto sin mangas, indumentaria demasiado ligera desde todos los puntos de vista y, además, notoriamente sucia. Su cara no estaba tanto bronceada como ennegrecida por el sol. Sobre la cabeza castigada por la intemperie, su sombrero de juncos desgastado y raído parecía absurdamente superfluo. Si lo hubiese abandonado a lo largo del camino, nadie se habría molestado en recogerlo. Su cabello, que no había sido lavado desde hacía muchos días, estaba recogido detrás de la cabeza, pero aún así parecía un nido de pájaros. Y lo que había estado haciendo en los últimos seis meses, fuera lo que fuese, había dado a su piel el aspecto de cuero bien curtido. Sus ojos tenían un brillo perlino, engastados en el rostro negro como el carbón.

El caballerizo se había preocupado desde que aceptó a aquel jinete desaliñado. Dudaba de que llegara a recibir su paga, y estaba seguro de que no vería la tarifa de regreso desde su destino en las profundidades de las montañas.

—Señor —dijo con cierta timidez.

—¿Humm?

—Llegaremos a Yokkaichi un poco antes de mediodía y a Kameyama al anochecer, pero será noche cerrada antes de que lleguemos al pueblo de Ujii.

—Humm.

—¿Os parece bien que sea así?

—Humm.

Musashi estaba más interesado en la vista de la ensenada que en hablar, y el caballerizo, por mucho que lo intentara, no lograba sacarle más respuesta que un gesto de asentimiento y un evasivo «humm».

Probó de nuevo.

—Ujii no es más que un villorrio a unas ocho millas en el interior de las montañas desde la cresta del monte Suzuka. ¿Cómo es que os dirigís a semejante lugar?

—Voy a ver a alguien.

—No hay más que unos pocos campesinos y leñadores.

—Tengo entendido que en Kuwana hay un hombre muy diestro con la hoz de cadena y bola.

—Supongo que ése debe de ser Shishido.

—Sí, en efecto. Se llama Shishido no sé qué.

—Shishido Baiken.

—Eso es.

—Es un forjador, hace guadañas. Recuerdo haber oído decir que es bueno con esa arma. ¿Estás estudiando las artes marciales?

—Humm.

—Bien, en tal caso, en vez de visitar a Baiken te sugiero que vayas a Matsuzaka. Ahí están algunos de los mejores espadachines de la provincia de Ise.

—¿Quiénes, por ejemplo?

—Uno de ellos es Mikogami Tenzen.

Musashi asintió.

—Sí, he oído hablar de él. —No dijo más, dando la impresión de que estaba familiarizado con las hazañas de Mikogami.

Cuando llegaron al pueblecito de Yokkaichi, Musashi se encaminó cojeando penosamente a un tenderete, pidió una caja de comida y se sentó a comer. Tenía un pie vendado alrededor del empeine, debido a una herida infectada en la planta, lo cual explicaba por qué había alquilado un caballo en vez de caminar. A pesar del cuidado habitual que tenía con su cuerpo, unos días antes, en la bulliciosa localidad portuaria de Narumi, había pisado una tabla de la que sobresalía un clavo. Su pie rojo e hinchado parecía un caqui encurtido, y desde el día anterior tenía fiebre.

A su modo de ver, había librado un combate con un clavo, y éste salió vencedor. Como estudiante de las artes marciales, se sentía humillado por haberse dejado coger desprevenido. «¿No hay ninguna manera de resistir a un enemigo de esta clase? —se había preguntado varias veces—. El clavo apuntaba hacia arriba y era claramente visible. Lo pisé porque estaba medio dormido, no, ciego, porque mi espíritu todavía no actúa a través de todo mi cuerpo. Aun más, dejé que el clavo penetrara profundamente, lo cual es una prueba de la lentitud de mis reflejos. De haber tenido un perfecto dominio de mí mismo, habría notado el clavo en cuanto lo hubiera tocado la suela de mi zapato.»

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