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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

Murciélagos (7 page)

BOOK: Murciélagos
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El camino se hunde.

Anchos escalones sonoros se precipitan hacia abajo.

Leonhard sigue adelante, tanteando a lo largo de frías y lisas paredes de mármol… está solo, quiere buscar a su acompañante…. cuando el sonido de trompetas, atronadoras como si llamaran a la resurrección, casi lo dejan sin conocimiento… Los huesos le vibran en el cuerpo, ante sus ojos la noche parece partirse en dos: el clamor de las fanfarrias se convierte súbitamente en una luz deslumbrante… se halla parado en una blanca construcción abovedada.

En medio del recinto, muy cerca suyo, se balancea libremente una cabeza dorada con tres caras; la del centro le parece —al mirarla ligeramente de frente— igual a la suya pero mucho más joven, y en ella se refleja la expresión de la muerte a pesar de que el brillo del metal, tan fuerte que hace imposible ver con precisión los rasgos, irradia el influjo indestructible de la vida; pero no es la máscara de su juventud lo que Leonhard busca, él quiere ver a toda costa los otros dos rostros vueltos hacia las sombras, quiere conocer sus expresiones, pero cada vez que lo intenta ellos se lo impiden: la cabeza dorada gira al mismo tiempo en que él trata de rodearla, de modo que se enfrenta siempre con la misma cara.

Leonhard atisba a su alrededor tratando de adivinar cuál es la magia extraña que pone en movimiento esa increíble cabeza, cuando de pronto ve que la pared del fondo se vuelve transparente como un vidrio y que del otro lado está, con los brazos abiertos, harapiento, jiboso, las anchas alas del sombrero cubriéndole los ojos, inmóvil como la misma muerte, parado sobre un montículo formado por esqueletos humanos entre los cuales brotan unas pocas briznas de hierba… el amo del mundo en persona.

Las trompetas enmudecen.

La luz se extingue.

La cabeza dorada ha desaparecido.

Sólo permanece el reflejo macilento de la putrefacción que envuelve a la imagen recién aparecida.

Leonhard siente que un creciente entumecimiento va recorriendo su cuerpo paralizando cada uno de sus miembros, su sangre queda como coagulada, el latido de su corazón es cada vez más lento y finalmente se para por completo.

Lo único que todavía le permite decir «yo» es una sola y diminuta chispa en un lugar impreciso de su pecho.

Las horas se van escurriendo como gotas perezosas y se dilatan hasta formar interminables años.

Imperceptiblemente, el contorno de la imagen va adquiriendo realidad: bajo el tenue hálito gris del amanecer las manos extendidas se encogen lentamente hasta convertirse en muñones de madera putrefacta, las calaveras van cediendo vacilantes su lugar a las piedras redondas del camino cubiertas de polvo…

Leonhard se levanta trabajosamente; ante él se yergue amenazante, cubierto con harapos, la cara hecha de vidrios rotos, un… triste espantapájaros jiboso.

Los labios le arden de fiebre, su lengua está reseca; a su lado todavía esparcen un débil resplandor las cenizas del fuego de leña bajo el jarro que contiene los restos del brebaje ponzoñoso. El curandero se ha ido…. y con él su último peculio; pero Leonhard sólo percibe a medias todas estas cosas: las impresiones recibidas durante la noche aún alborotan demasiado en su conciencia; si bien es cierto que ese espantapájaros ya no es más el amo del mundo, también lo es que el amo del mundo ya no es más un lamentable espantapájaros, temible sólo para los miedosos, implacable sólo con los suplicantes, cubierto con la investidura de tiranos sólo para aquellos que prefieren ser esclavos y lo ven rodeado con el nimbo del poder… una deplorable caricatura a los ojos de los que son libres y orgullosos.

El secreto del doctor Schrepfer queda repentinamente revelado: el misterioso poder que irradia su ridícula persona no le pertenece a él ni a nadie que se oculte detrás de él cubierto con un manto que lo torne invisible. Es ni más ni menos que la mágica fuerza de los crédulos que no se atreven a creer en sí mismos y mucho menos hacer uso de esa fuerza por su propia cuenta y riesgo, teniendo por lo tanto que trasmitirsela a un fetiche —ya sea un hombre, un dios, una planta, un animal o el mismo diablo— para que su reflejo les sea devuelto milagrosamente; y es también la vara mágica del verdadero señor del mundo, del yo más profundo y omnipresente que todo lo devora, la fuente que sólo puede dar y nunca recibir sin convertirse en un impotente «tú», el yo bajo cuyo mandato el espacio debe desgarrarse y el tiempo convertirse en el rostro de un presente interminable; es la corona imperial del espíritu, pecar contra ella es el único delito que no se puede perdonar; es el poder que se anuncia a través del círculo luminoso de un presente mágico e indestructible, que lo absorbe todo hasta su fundamento original.

Dioses y seres, pasado y futuro, sombras y demonios, transcurren y se esfuman dentro de esa misma fuerza. Es el poder que no conoce límites y que más se hace sentir en el que a su vez es el más fuerte y el más grande; es la fuerza que siempre está adentro y nunca afuera… y que convierte todo lo que permanece afuera rápidamente en un espantapájaros.

En Leonhard se cumple la predicción del curandero en todo lo que al perdón de los pecados se refiere y no hay palabra que no se hiciera verdad; el maestro ha sido hallado: lo es el mismo Leonhard.

Del mismo modo en que un pez grande logra abrir un agujero en la red y escaparse, Leonhard se ha redimido a sí mismo de la maldición que pesaba sobre él desde sus ancestros… y es un redentor para todos aquellos que estén dispuestos a seguirlo.

Todo es pecado y nada lo es, todos los yo forman un yo común… esto ha quedado bien claro en su conciencia.

¿Dónde vive la mujer que no sea al mismo tiempo su hermana, cuál es el amor terrenal que no sea a su vez incesto, a qué ser —así fuese el más insignificante de los animalitos— puede matarse sin cometer matricidio y suicidio al mismo tiempo? ¿Qué otra cosa es su propio cuerpo que la herencia de miríadas de animales que vinieron antes que él?

No existe nadie que pueda disponer del destino sino ese único e inmenso yo que se refleja en innumerables espejos —grandes y pequeños, claros y opacos, malos y buenos, tristes o alegres— sin ser afectado ni por el dolor ni por la alegría, permaneciendo en el pasado y en el futuro como un presente perenne, al igual que el sol no se ensucia ni se arruga aunque quede reflejado en una charca o nade sobre olas encrespadas, sin sumergirse en el pasado ni emerger del futuro, por más que se evaporen todas las aguas y otras nuevas se formen de la lluvia: no hay nadie que disponga del destino sino el grande yo común; el origen, esa cosa que es la causa primitiva.

¿Dónde hay espacio, pues, para el pecado? Ese enemigo taimado e invisible que arroja flechas envenenadas desde las sombras, ya no existe; los demonios y los ídolos quedaron destruidos… muertos como los murciélagos aniquilados por la luz.

Leonhard ve a su madre muerta resucitar con sus gestos sin sosiego, a su padre, a su hermana y esposa Sabina: ya rió son más que imágenes, como lo es también el recuerdo de su propio cuerpo de niño, de joven y de hombre; sus verdaderas vidas son imperecederas y sin forma, lo mismo que su propio yo.

Se arrastra hacia el estanque que ha visto en las cercanías para refrescar su piel ardiente; ya no siente como suyos los dolores que desgarran sus entrañas, es como si fuesen de otro.

Ante la eterna presencia del alba, que a todo mortal se le antoja tan familiar como su propio rostro y que sin embargo resulta ser tan absoluta y definitivamente extraña como el semblante de uno mismo, se esfuman y desaparecen todos los espectros y se curan los males del cuerpo.

Y mientras contempla pensativo las blandas curvas de la orilla y las pequeñas islas cubiertas de juncos, lo asaltan nuevamente los recuerdos.

Y ve que está otra vez en el parque de sus años jóvenes.

¡Ha emprendido un largo viaje circular a través de las densas nieblas de la vida!

Una profunda paz se apodera de su corazón, el miedo y el espanto han quedado desterrados, se ha reconciliado con los muertos y los vivos y consigo mismo.

El destino ya no alberga más horrores para él, fueron borrados del pasado y del futuro.

De aquí en más, la dorada cabeza de la vida no posee sino una sola cara: el presente como sensación de una sagrada calma interminable le muestra su rostro eternamente joven; los otros dos permanecen ocultos para siempre como se oculta de la tierra la faz obscura de la luna.

El pensamiento de que todo lo que se mueve tiene que cerrarse inexorablemente hasta formar un círculo, y que también él forma parte de esa misma ley que hace que todos los cuerpos sean redondos y que así han de conservarse, adquiere para él algo infinitamente consolador; con claridad percibe la diferencia entre el símbolo satánico de las cuatro piernas humanas que corren incesantemente y el de la cruz serenamente erguida.

¿Vivirá aún su hija? Debe ser ya una mujer anciana, apenas veinte años menor que él.

Tranquilo y en paz consigo mismo emprende el regreso a casa; el camino de grava se cubre ahora con un manto multicolor de frutos caídos y flores silvestres, los abedules jóvenes se han convertido en gigantes robustos y nudosos que visten de claro, un negro montículo de escombros —atravesado aquí y allá por umbrelas grises de maleza— cubre la cima de la montaña.

Invadido por una emoción extraña camina por entre la escombrera que arde bajo el sol: un viejo mundo familiar emerge del pasado con renovado brillo, las partículas que encuentra esparcidas debajo el maderamen carbonizado se van ensamblando hasta formar un todo; un péndulo de bronce logra el retorno mágico del reloj marrón de su infancia a este presente resucitado, las miles de gotas de sangre vertidas en los viejos momentos de dolor y espanto se vuelven salpicaduras rojas en el plumaje del ave fénix de la vida.

Una manada de ovejas que un grupo de perros silenciosos espantara hasta formar un cuadro casi perfecto, baja por la pradera; Leonhard pregunta al pastor por los habitantes de aquel castillo, el hombre murmura algo acerca de una maldición y de una vieja, última habitante del lugar en ruinas —una bruja malvada que lleva una señal sangrienta en la frente, igual a Caín, y que vive abajo, en la carbonera— y continúa su camino con gesto adusto y paso apurado.

Leonhard entra en la capilla que ahora está oculta por la espesura del bosque; la puerta está desvencijada, en el lugar vacío sólo queda el reclinatorio dorado cubierto por el moho; las ventanas están empañadas, el altar y las imágenes sagradas sucumbieron bajo la acción destructora de la podredumbre, la cruz de la puerta trampa está a punto de ser devorada por el óxido; el moho lo ha invadido todo y le aúlla desde todas las junturas. Pasa su pie por la superficie de hierro, dejando al descubierto una sola franja de metal aún brillante que lleva una inscripción: «Construida por Jacobo de Vitriaco».

Las tenues telarañas que ligan unas con otras las cosas de esta tierra se desatan ante los ojos de Leonhard dando lugar a una singular revelación: el nombre sin importancia de un constructor extranjero que apenas se grabara en su memoria después de haber sido leído tantas veces durante su juventud y tantas otras veces olvidado, su acompañante invisible durante una ronda macabra entre las sombras de la noche —del cual creyó oír el llamado del maestro— está ahora a sus pies, convertido en un nombre indiferente a partir del mismo momento en que su misión ha terminado y cuando el secreto anhelo de volver a casa, al punto de partida, se ha visto cumplido.

Maese Leonhard contempla los restos de su vida cumplida como la de un ermitaño en medio de las marañas salvajes de la existencia; cubre su cuerpo con un silicio hecho de toscas mantas halladas entre las ruinas que quedaron del incendio, construye un hogar de ladrillos crudos.

Las siluetas de las personas que a veces se dejan ver por los alrededores de la capilla le parecen incorpóreas, igual que espectros; cobran vida recién cuando las incorpora en el círculo mágico de su yo, convirtiéndolas allí en inmortales.

Las formas de la existencia le son tan indiferentes como el rostro siempre cambiante de las nubes: múltiples y en el fondo nada más que vapor de agua.

Eleva su mirada por encima de las copas nevadas de los árboles.

Y otra vez, igual que entonces, en la noche aquella en que naciera su hija, hay dos estrellas muy juntas que brillan en el Sur del cielo, y que lo están mirando.

Antorchas se acercan a través del bosque.

Suena el metal de las guadañas.

Por entre los árboles vienen flotando rostros estremecidos por la cólera, se oyen voces cuchicheantes, la vieja jibosa de la carbonera está parada otra vez frente a la capilla, mueve sus brazos flacos como si fuesen aspas, señala la silueta diabólica que se dibuja en la nieve, llama a los supersticiosos campesinos, se acerca a la ventana y con ojos enloquecidos que brillan como dos estrellas verdes trata de espiar a través de los cristales empañados.

Sobre su frente arde un lunar rojo.

Maese Leonhard no se mueve, sabe que los que están afuera vienen a matarlo, sabe que la sombra diabólica que arroja su propio cuerpo hacia la nieve —y que nada significa ya que debe ser obediente a cada uno de sus movimientos— es la causa de la furia de aquella multitud supersticiosa, pero sabe también que aquél a quien van a matar: su cuerpo, no es más que una sombra, como también son sólo sombras todos ellos, inmateriales sombras en el reino falso de las sombras regido por la rueda del tiempo; y sabe que también ellas no hacen sino obedecer a las leyes del círculo de las que nada ni nadie escapa.

Sabe que la vieja del lunar rojo es su hija con los mismos rasgos de su madre y que de ella proviene el fin, para que así quede cerrado el arco.

El deambular circular del alma a través de las nieblas de los nacimientos retornando hacia la muerte.

EL JUEGO DE LOS GRILLOS

—¿Y? —preguntaron los señores, como por una sola boca, al entrar el profesor Goclenius más rápidamente de lo que era su costumbre y visiblemente alterado— ¿Le entregaron las cartas? ¿Ya está Johannes Skoper viajando de regreso a Europa? ¿Cómo se encuentra? ¿Llegó alguna colección con el correo? —inquirían todos a la vez.

—Solamente esto —dijo el profesor muy serio colocando sobre la mesa un paquete de hojas manuscritas y un frasquito en el que se podía ver un insecto muerto de color blancuzco y del tamaño de un ciervo volante—. El embajador chino me lo entregó personalmente con la aclaración de que llegó esta mañana, vía Dinamarca.

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