Murciélagos (3 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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Figuras flacas, pobremente vestidas, rostros inexpresivos e insignificantes, diferenciados por sus edades, y a pesar de ello tan semejantes entre sí, aparecen ahora de pronto delante de Maese Leonhard y puede oír a cada uno de ellos pronunciar cuchicheando su nombre, nombres indiferentes y cotidianos que apenas alcanzan para identificar a quienes son sus dueños. A todos ellos los reconoce como a sus antiguos preceptores, que vienen y al mes se van; la madre nunca está conforme con ninguno, despide a uno tras otro, no tiene ningún motivo, tampoco trata de encontrarlo; la cuestión es que estén ahí mientras ella así lo disponga y que luego se desvanezcan como pompas de jabón. Leonhard se ha convertido en un adolescente con un asomo de vello encima de la boca y tan alto como su madre. Cuando se encuentran frente a frente, sus ojos quedan a la misma altura; pero él no puede evitar mirar siempre para otro lado, no se atreve a ceder ante la tentación que lo aguijonea: someter esa mirada vacua y voluble y marcar en ella a fuego el odio mortal que le inspira; pero se traga ese odio aunque sienta que en su boca la saliva se le vuelve amarga como la hiel y que al tragarla se envenenará la sangre.

Busca y escarba en su interior sin poder hallar el motivo que lo vuelve tan impotente contra esa mujer de eterno y zigzagueante vuelo de murciélago.

En su cabeza comienza a girar un caos de pensamientos semejante a una rueda enloquecida, cada latido del corazón arrastra hacia su cerebro una nueva afluencia de ideas semiacabadas o semidestruidas y se las vuelve a llevar consigo.

Proyectos que no lo son, ideas que se contradicen a sí mismas, deseos sin objetivo, apetitos ciegos y voraces que se desplazan entre sí o se estrellan uno contra otros, emergen desde los torbellinos de su sangre y de su mente para ser absorbidos de inmediato por las mismas profundidades en que nacieron; hay gritos que se ahogan dentro del pecho sin llegar jamás hasta la superficie.

De Leonhard se apodera una salvaje y ululante desesperación que crece día a día; en cada rincón se le aparece, como un fantasma, el rostro odiado de la madre; cada vez que abre un libro, ese rostro se arroja sobre el suyo como una imagen terrorífica; ya ni se atreve a dar vuelta las hojas por temor a que se vuelva a repetir el mismo espanto, tiene miedo de girar la cabeza, no sea que esté parada, de carne y hueso, detrás de él: cada sombra puede convertirse en la corporización de sus temibles rasgos, su propio aliento suena como el negro vestido de seda.

Sus sentidos están heridos y le duelen como nervios a flor de piel; cuando está acostado en su cama no sabe, por momentos, si está dormido o despierto, y cuando por fin el sueño lo vence, surge del piso la figura de ella en camisón, lo despierta y le grita: «¿Leonhard, estás durmiendo?».

Un sentimiento nuevo, extrañamente ardiente, se convierte en nuevo desasosiego, le oprime el pecho, lo persigue y lo impulsa a buscar la compañía de Sabina sin saber con claridad qué es lo que de ella espera; Sabina ya es toda una mujer y lleva faldas que le llegan hasta los tobillos; el susurro que produce su vestido lo excita aún más que el de su madre.

Con su padre ya no hay ninguna posibilidad de entendimiento, en su mente se ha hecho noche cerrada; a intervalos regulares los gemidos del anciano se filtran a través de la precipitada agitación que reina en la casa: hora tras hora lavan su cara con vinagre, ruedan su sillón de un lado para otro, martirizan al pobre agonizante hasta la muerte.

Leonhard entierra su cabeza entre los almohadones para no oír; un sirviente le tira de la manga: «Por el amor de Dios, pronto, con el señor conde todo se acaba». Leonhard se incorpora de un salto, no entiende dónde está ni que el sol está brillando ni cómo es posible que no se extinga el día en momentos en que su padre se está muriendo; tambalea, se dice a sí mismo en voz baja que todo no es más que un sueño, se precipita hacia la habitación del enfermo; hay toallas mojadas tendidas en cuerdas que atraviesan la estancia de lado a lado, hay canastos obstruyendo el paso, el viento entra soplando con fuerza por las ventanas abiertas y abolsa los lienzos tendidos… desde algún rincón impreciso llegan estertores.

Leonhard arranca las cuerdas y la ropa mojada da violentamente en el suelo, arroja todo a un lado y se abre camino hasta esos ojos velados que a la hora de caer el último telón le clavan su mirada vidriosa y ciega; cae de rodillas y aprisiona esa mano indiferente y cubierta por el sudor de la muerte; quiere pronunciar la palabra «padre» y no puede, súbitamente, parece haber huido de su memoria; la tiene en la punta de la lengua, pero el mismo pánico la sume instantáneamente en el olvido; lo asalta de pronto la loca idea de que el moribundo no puede volver en sí porque no le dice esa palabra, que esa sola y única palabra puede tener el poder de revivir, aunque sólo fuese por un corto momento, esa conciencia que se extingue y devolverla a los umbrales de la vida; se mece los cabellos y se golpea en la cara: miles de palabras afluyen a su boca, pero ésa, la que busca con mi corazón en llamas, no quiere aparecer… y los estertores se hacen cada vez más débiles.

Se detienen.

Comienzan de nuevo.

Se interrumpen.

Enmudecen.

La boca cae abierta.

Y así queda.

¡Padre!, suena el grito de Leonhard; la palabra apareció por fin, pero aquél a quien va dirigida ya no se mueve.

En las escaleras comienza el tumulto; voces que gritan, pasos que resuenan en los pasillos, el perro comienza a ladrar y cubre todo con sus aullidos. Leonhard no se da cuenta de nada, sólo puede ver y sentir la calma terrible que se expande sobre esa cara inerte; calma que llena la habitación, se refleja en él y lo envuelve. Un anestesiante sentimiento de felicidad, algo que no ha sentido jamás, se posa blandamente en su corazón; es la sensación de una presencia inmóvil que se halla más allá del pasado y del futuro… una especie de mudo regocijo que transmite su fuerza alrededor de él, y en la que uno puede refugiarse para escapar del estridente torbellino que invade la casa, como en una nube que lo vuelve invisible.

El aire está lleno de brillo.

A Leonhard le brotan las lágrimas.

Un sonido violento —al abrirse la puerta— lo sobresalta, la madre lo enfrenta. «Ahora no es el momento de llorar; puedes ver muy bien que hay montones de cosas para hacer», las palabras lo golpean como latigazos. Nuevas órdenes se suceden, se anulan entre sí; las criadas sollozan, se las hace salir; los criados se empujan unos a otros mientras sacan los muebles al pasillo; cristales que se rompen, botellas de medicina se estrellan contra el piso; que llamen al médico, no: mejor al sacerdote; no, no, no: llamen al sepulturero y que no olvide traer la pala, y también un ataúd, y clavos; abran la capilla, hay que acondicionar la bóveda, enseguida, ya mismo, ¡qué esperan para encender las velas y cómo es posible que nadie se ocupe de amortajar el cadáver y de levantar el catafalco! ¿Es que hay que decirlo todo diez veces?

Leonhard comprueba espantado que el loco aquelarre de la vida no se detiene ante la majestad de la muerte, y que paso a paso va obteniendo la victoria en una guerra nauseabunda… siente que la paz de su interior se deshace como una tenue gasa.

Manos obsecuentes y serviles ya se han hecho cargo del sillón de ruedas y del muerto, ya lo alzan y se lo quieren llevar: Leonhard intenta interponerse entre él y ellos, protegerlo; alza indignado los brazos… pero los deja caer desalentado. Hace rechinar los dientes y se obliga a sí mismo a buscar los ojos de su madre para saber si en ellos puede leerse algún signo de duelo o de tristeza: ni por un segundo es posible captar su inquieta y errante mirada que, igual que un mono, salta de rincón a rincón, sube y baja, brinca y se desliza, de la puerta a la ventana, en una carrera demente que delata a una criatura sin alma… de la cual el dolor, como cualquier otro sentimiento, rebota como flechas contra un escudo, un repulsivo insecto gigantesco con forma de mujer que corporiza sobre este mundo la maldición que significa el trabajo estéril y falto de objetivo. Un paralizante terror invade el cuerpo de Leonhard, la contempla incrédulo como a un ser que viera por vez primera: para él su madre ya no tiene más nada de humano, se ha convertido en una criatura totalmente desconocida, perteneciente a un mundo demoníaco, mitad gnomo, mitad animal maligno.

El saber que es su madre hace que sienta su propia sangre como si fuera algo hostil que le carcome el cuerpo y el alma: una sensación que le eriza la piel, que lo asusta de sí mismo; quiere huir… lejos, muy lejos de su presencia; se refugia en el parque, ignora qué es lo que realmente quiere, adónde ir, choca contra un árbol, cae de espaldas al suelo, pierde la conciencia.

Maese Leonhard clava su vista interior en una imagen nueva que se mueve en su mente como en un delirio: la capilla, la misma en que ahora está sentado, se halla brillantemente iluminada por la luz de las velas, un sacerdote murmura delante del altar; hay un olor de flores que se marchitan, un ataúd abierto, el cadáver envuelto en su blanca capa de caballero feudal, las manos de amarilla cera plegadas sobre el pecho. Hay un brillo dorado en torno de las obscuras imágenes, hay hombres negros parados en semicírculo; labios que rezan, un hálito tenue y frío que sube desde abajo de la tierra; una puerta trampa de hierro con una cruz brillante se halla medio abierta, debajo hay un hueco negro que conduce a la cripta familiar. Apagados cánticos en idioma latino, la luz del sol detrás de los vidrios de colores arroja reflejos verdes, azules y rojos sobre flotantes nubes de incienso; se oye el argentino e insistente sonar de una campana, la mano del sacerdote mueve el hisopo sobre la cara muerta… De pronto, en derredor todo se pone en movimiento, doce pares de guantes blancos se apresuran a levantar el ataúd del catafalco, colocan la tapa, las cuerdas se tensan, el ataúd desaparece en las profundidades de la bóveda; los hombres bajan por la escalera de piedra, sonidos huecos llenan el recinto, cruje la arenilla, reina una calma solemne. Caras graves van reapareciendo lentamente, la puerta trampa se inclina, se oye el chasquido de un cerrojo, de las junturas sale y se arremolina el polvo, la cruz brillante queda completamente vertical… Las velas se apagan y en su lugar vuelven a flamear las ramas secas del pequeño hogar, el altar y las imágenes de los santos se convierten nuevamente en paredes desnudas. Las piedras se hallan cubiertas de tierra, las coronas de flores enmohecen y se pudren, la figura del sacerdote se desvanece en el aire, Maese Leonhard está nuevamente consigo mismo… solo.

Desde que el viejo conde ha muerto, hay algo que fermenta entre la servidumbre; la gente comienza a negarse a obedecer órdenes absurdas, uno tras otro lía su hatillo y se marcha… Los pocos que van quedando se vuelven rebeldes y trabajan a regañadientes, realizando únicamente las tareas más necesarias, y no responden cuando se los llama.

Con los labios apretados, la madre de Leonhard sigue, lo mismo que antes, su loca carrera a través de todas las estancias y alcobas del castillo, pero le falta el séquito; temblando de furia trata de correr los pesados muebles, pero éstos permanecen en el mismo lugar como si estuviesen atornillados al piso, nada responde a sus intentos desmanados, los cajones de las cómodas se atascan, no se abren ni se cierran; todo lo que toca se le cae de las manos, nadie lo levanta; miles de cosas se encuentran dispersas por todas partes, el desorden crece y se acumula y se convierte en un sinfín de barreras y obstáculos. Pero no hay nadie que restablezca el orden. Los estantes de la biblioteca resbalan de sus puestos, un alud de libros inunda la habitación, ahora es ya imposible llegar hasta la ventana y entonces el viento la sacude tanto que los vidrios se rompen; la lluvia entra a raudales y pronto el moho comienza a cubrirlo todo con su capa gris. La condesa brama como loca, golpea con los puños contra las paredes, jadea, chilla, rasga en jirones todo lo que se deja rasgar. La rabia impotente de saberse desobedecida, el hecho de que incluso su propio hijo —que desde su caída sólo puede moverse trabajosamente ayudado por un bastón— no pueda ser utilizado como sirviente, la pone frenética y le quita el último resto de juicio que le queda: se pasa horas enteras hablando sola, rechina los dientes, da alaridos, corre por los pasillos como un animal salvaje.

Pero lentamente se va operando en ella una transformación extraña, sus rasgos se convierten en los de una bruja, sus ojos adquieren una tonalidad verdosa; como a la vista de fantasmas, aguza de pronto el oído clavando la mirada en el vacío, y sin dirigirse a nada ni a nadie, pregunta: «¿qué, qué, qué, qué debo hacer?».

El demonio que habitara en ella va dejando caer poco a poco su máscara, su accionar irracional y torpe de antes va dejando lugar a una maldad consciente y calculada. Ahora deja a los objetos en paz, no toca nada; el polvo y la suciedad se acumulan en todas partes, los espejos se empañan, el jardín se llena de maleza, no hay cosa que esté en su verdadero lugar, los utensilios más necesarios son inhallables; los sirvientes se declaran dispuestos a enmendar por lo menos lo peor de esta pesadilla, ella lo prohibe con palabras ásperas y bruscas… no le importa que todo esté patas arriba, que las tejas se caigan del techo, que las maderas se pudran y los lienzos se enmohezcan; con taimada malicia observa como el antiguo desasosiego de los que la rodean es reemplazado por otra clase de tormento, el ambiente está invadido ahora por un desagrado que produce desesperación; ya no le dirige más la palabra a nadie, ya no imparte órdenes, pero todo lo que hace lo emprende con el solapado propósito de mantener a la servidumbre en constante estado de alarma. Juega a estar loca. Se cuela de noche en los cuartos de las criadas, arroja estrepitosamente jarrones al suelo, estalla en agudas carcajadas. Usar los cerrojos no sirve para nada: tiene copia de todas las llaves del castillo; no hay una sola puerta que no pueda ser abierta de súbito y en cualquier momento. No se toma ni siquiera el tiempo de peinarse, los cabellos le cuelgan en greñas a lo largo de las sienes, come caminando, ya no se acuesta a dormir. Anda vestida a medias, para que el crujir de su pollera no delate sus pasos; se desliza en puntas de pie sobre zapatillas de felpa, para poder hacer su repentina aparición, a modo de fantasma, como filtrada a través del ojo de la cerradura.

Sus rondas a la luz de la luna la llevan incluso hasta las cercanías de la capilla. Ya nadie se atreve a acercarse a ese lugar; comienza a correrse la voz de que han visto al espectro del conde muerto merodear por los alrededores.

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