Nunca se deja prestar ninguna clase de ayuda, todo lo que necesita se lo procura ella misma; ahora sabe perfectamente que sus apariciones silenciosas y fantasmales despiertan más temor entre la supersticiosa servidumbre que su despotismo anterior; los habitantes de la casa ya sólo se comunican entre sí mediante cuchicheos, nadie se atreve a decir una sola palabra en voz alta, todos parecen tener la conciencia intranquila aunque no exista el menor motivo para ello.
Pero sus miras están puestas muy en particular sobre su hijo; toda ocasión le parece propicia para hacer valer alevosamente la superioridad natural que le otorga su condición de madre, tratando de ahondar en él una sensación de dependencia, alimentar el angustiante temor que le da el saberse siempre observado y atizarlo hasta convertirlo en la obsesión delirante de ser atrapado en algo que no ha cometido y en la pesadilla de una constante sensación de culpabilidad.
Cuando él, de tanto en tanto, le dirige la palabra, ella le contesta con muecas burlonas que lo hacen enmudecer y sentirse como un criminal que lleva su propia abyección escrita en la frente como un estigma; el sordo temor de que ella pueda leer sus pensamientos más secretos y saber de su secreta alianza con Sabina, ha llegado a convertirse en horrible certeza cada vez que siente su punzante mirada fija en él: el mínimo ruido lo obliga a componer rápidamente una expresión despreocupada e inocente, que menos logra cuanto más se lo propone.
Cierto secreto anhelo, cierto enamoramiento, comienza a tejer sus finos hilos entre él y Sabina. Se intercambian esquelitas a hurtadillas y lo creen pecado mortal; ahogados por el aire pestilente de saberse continuamente perseguidos, los sentimientos tiernos se marchitan y son reemplazados por un ardiente e indomable deseo animal. Se apostan en el cruce de dos pasillos donde, si bien no pueden verse, uno de ellos tiene que poder notar a tiempo la llegada de la condesa; así conversan, y acuciados por el miedo de perder alguno de esos costosos minutos, llaman a las cosas crudamente por su nombre, sin circunloquios, caldean mutuamente sus sangres cada vez más.
Pero el espacio en que se mueven parece estrecharse día a día. La vieja, como si intuyera algo, clausura el segundo piso del castillo, luego el primero; sólo queda habilitada la planta baja donde la servidumbre entra y sale permanentemente; alejarse del castillo está terminantemente prohibido, el parque no brinda escondrijos, ni de día ni de noche; cuando lo ilumina la luz de la luna, pueden divisarse sus siluetas desde las ventanas, si la noche está obscura, corren continuamente el riesgo de ser perseguidos y sorprendidos, estén donde estén.
Sus deseos crecen hasta la concupiscencia a medida que se ven obligados a reprimirlos; derribar abiertamente las barreras que los separan es algo que ni se les ocurre: la obsesión de hallarse indefensos como esclavos, bajo el dominio de un extraño poder demoníaco que puede disponer a su antojo de la vida y de la muerte, es algo que se les ha inculcado tan hondamente desde la niñez, que en presencia de la condesa no se atreverían ni siquiera a mirarse en los ojos.
Un verano ardiente quema las praderas, la tierra se abre de tan seca, de noche el cielo es partido en mil pedazos por los rayos. La hierba, amarilla, embriaga los sentidos con su tibio aroma de pastizal, el aire caliente se agita alrededor de los muros; el ardor de los dos jóvenes alcanza su punto máximo; tanto sus pensamientos como sus acciones se dirigen a un solo objetivo, y cada vez que se ven apenas si pueden dominar la tentación de caer uno sobre el otro.
Sus noches son siempre afiebradas e insomnes, acosadas por anhelos salvajes; cada vez que abren los ojos ven a la madre de Leonhard espiando a través de puertas o ventanas, oyen sus pasos furtivos pasar delante de los umbrales; perciben todo ello mitad como cosa real y cierta, mitad como producto de una alucinación, un sueño, pero apenas si los preocupa, sólo aguardan la llegada del día próximo, y tratar, por fin, cueste lo que cueste, de encontrarse en la capilla.
Permanecen en sus cuartos durante toda la mañana acechando detrás de la puerta —conteniendo el aliento y temblando de pies a cabeza— para obtener un indicio de que la vieja se encuentra en algún lugar apartado del castillo.
Las horas van transcurriendo en un tormento que les funde los huesos; llega el mediodía, en el interior de la casa se deja oír un ruido de ollas y vajilla que les brinda cierta sensación de seguridad; salen corriendo al jardín; la puerta de la capilla está apenas entornada, la abren de un golpe y la cierran dando un fuerte portazo.
No se dan cuenta de que la puerta trampa que lleva a la cripta se halla entreabierta, apuntalada por un taco de madera… no ven el negro hueco que se abre en el suelo, tampoco sienten el aire helado que sale de la bóveda mortuoria; se devoran con la mirada como animales de rapiña; Sabina intenta decir algo, sólo puede emitir un ronco balbuceo; Leonhard le arranca las ropas del cuerpo, se arroja sobre ella; jadeantes y encarnizados se trenzan como embravecidos contrincantes.
En la embriaguez de los sentidos pierden conciencia del mundo que los rodea; pasos silenciosos se arrastran hacia arriba por los escalones de piedra, los oyen claramente, pero en esos instantes lo toman con la misma indiferencia con que oirían el murmullo del follaje.
Aparecen dos manos en el borde superior del pozo, buscan apoyo en los cantos de las lajas.
Lentamente alguien va surgiendo del suelo; Sabina lo ve con ojos entornados como detrás de un velo rojo; la sacude de pronto el reconocimiento de la verdadera situación, suelta un grito estridente: es la horrible vieja, esa temible omnipresencia que ahora sale de la tierra.
Espantado, Leonhard se incorpora de un salto, mira como paralizado la mueca burlona que se dibuja en el rostro de su madre, y entonces estalla en él esa loca rabia siempre contenida; de un solo puntapié derriba el taco de madera y con él la puerta que apuntala; ésta se precipita y da ruidosamente en el cráneo de la vieja arrojándola hacia lo más profundo de la bóveda, oyéndose claramente el sonido seco que produce su cuerpo al estrellarse.
Incapaces de mover un solo músculo, de pronunciar una sola palabra, los dos jóvenes se quedan parados, cada uno con la mirada clavada en la cara del otro. Sus piernas se niegan a sostenerlos.
Sabina se pone de cuclillas para no caerse, esconde la cara entre las manos; Leonhard se arrastra hasta el reclinatorio.. Puede oírse el entrechocar de sus dientes.
Pasan los minutos. Ninguno de los dos se atreve a moverse, sus miradas se esquivan; y de pronto, como movidos por el mismo resorte, como si los acuciara idéntico pensamiento, se lanzan hacia la puerta, salen afuera, regresan al castillo como perseguidos por todos los demonios.
La luz del crepúsculo convierte el agua del pozo en un charco sangriento, las ventanas del castillo parecen estar en llamas, las sombras de los árboles se van alargando hasta asemejarse a largos y negros brazos que se extienden tanteando con sus flacos dedos por el césped, pulgada tras pulgada, para ahogar el último canto de los grullos. El brillo de la luz se opaca bajo el aliento del anochecer. Se tiende el azul profundo de la noche y lo va cubriendo todo.
Inquieta y dubitativa, la servidumbre intercambia conjeturas acerca de dónde puede hallarse la condesa; le preguntan al joven amo, pero él se encoge de hombros y vuelve el rostro para que nadie pueda notar su palidez mortal.
Faroles encendidos atraviesan oscilantes el parque; recorren los bordes del estanque, iluminan las aguas, que negras como la brea, rechazan con indiferencia los rayos luminosos; la hoz de la luna lo sobrenada todo y las zancudas se agitan asustadas entre los juncos.
Al viejo jardinero se le ocurre soltar el perro; comienzan a rastrear la helada, los ladridos largos y tendidos llegan desde cada vez más lejos; Leonhard se sobresalta cada vez que los escucha, se le erizan los cabellos y se le congela la sangre, pues cree que puede ser su madre la que grita bajo tierra.
El reloj da la medianoche, el hombre aún no ha vuelto, la sensación incierta de una desgracia irrevocable se expande entre la servidumbre; todos se han sentado apretujados en la cocina, se relatan entre ellos historias escalofriantes acerca de personas que desaparecieron misteriosamente para volver luego convertidos en ogros que merodean por los cementerios y se alimentan de los cuerpos de los muertos.
Transcurren los días y las semanas: no hay rastros de la condesa; alguien le propone a Leonhard que haga decir una misa por la salvación de su alma, pero él rechaza violentamente tal propuesta. Ordena vaciar la capilla, sólo queda en ella su reclinatorio de dorada madera tallada, en el que Leonhard permanece durante horas, meditando; no tolera que nadie entre en el recinto. Las mentes campesinas comienzan a dar vida a numerosas habladurías, una de las cuales sostiene que, si se mira por el ojo de la cerradura, se puede ver al joven conde con la oreja apretada contra el suelo, como escuchando algo que sucede abajo, en la bóveda.
De noche duerme con Sabina en la misma cama, no les importa que todos sepan que viven juntos como marido y mujer.
El rumor acerca de un asesinato llega hasta el pueblo, no hay modo de acallarlo, comienza a tomar cada vez más cuerpo entre los lugareños; cierto día llega en su diligencia amarilla un secretario del ayuntamiento, semirraquítico y tocado con peluca, que se apea delante de la puerta principal del castillo: Leonhard se encierra con él durante largas horas; el hombre vuelve a partir, pasan meses y no se oye más nada de él, no obstante, los chismes maliciosos siguen corriendo de boca en boca.
Nadie pone en duda que la condesa tiene que estar muerta, pero sigue viviendo entre ellos como un fantasma invisible que logra hacer sentir su maligna presencia.
Todos miran a Sabina con mirada torva —de alguna manera se la considera culpable de lo sucedido— y todas las conversaciones se interrumpen cuando aparece el joven conde.
Leonhard simula no darse cuenta de nada, hace gala de un aire altanero que provoca rechazo.
Dentro de la casa todo sigue como antes; las plantas trepadoras se apoderaron totalmente de los muros, en las habitaciones han anidado ratones, ratas y lechuzas, el techo está resquebrajado, las vigas se van pudriendo poco a poco.
Sólo en la biblioteca se ha restablecido un relativo orden, pero los libros están enmohecidos por las mojaduras de la lluvia y apenas si son legibles.
Leonhard se pasa días enteros doblado sobre los viejos tomos y trabajosamente trata de descifrar las hojas borroneadas que llevan la inclinada escritura de su padre; y siempre exige que Sabina se mantenga cerca suyo.
Cada vez que ella se aleja, Leonhard se siente presa de una salvaje inquietud, hasta en la capilla no entra ya si no es con ella; pero nunca se dirigen la palabra, sólo de noche, cuando está acostado a su lado, le acomete una suerte de delirio y su memoria escupe frases interminables, balbuceantes y apuradas, todo lo que saca durante el día de los libros; él sabe perfectamente por qué lo hace, que no es sino una lucha desesperada que libra su cerebro para defenderse con cada una de sus fibras de la espantosa imagen de su madre asesinada, que amenaza con tomar forma entre las sombras de la noche, y del sonido escalofriante producido por la puerta trampa, que lo persigue y que amenaza con meterse nuevamente en sus oídos si él cesa de acallarlo con el sonido de sus propias palabras. Sabina lo escucha rígidamente inmóvil, no lo interrumpe nunca, pero él siente que ella no entiende nada de lo que le oye decir, lo puede leer claramente en el vacío de sus ojos que miran siempre hacia el mismo punto lejano que ciertamente debe representar algo en que tampoco ella puede dejar de pensar.
Los dedos de ella sólo responden a la presión de los suyos después de largos minutos, de su corazón ya no le llega eco alguno; él trata de arrojar a ambos en el torbellino de la pasión para hallar así el camino que los devuelva a los días que quedaron detrás de aquel suceso y también un punto de partida para una existencia nueva. Sabina se deja estar entre sus brazos como sumida en un profundo sueño, y él ve crecer con espanto su vientre embarazado, donde un niño va cobrando vida, para dar testimonio de un asesinato.
Duerme pesadamente y sin sueños, pero ni aún así llega el olvido; no es más que un hundirse en una soledad sin límites, en la que incluso el cuadro de la desgracia desaparece de la vista dejando atrás nada más que una sensación de angustia que le atormenta el pecho. Es como si se obscurecieran de pronto todos los sentidos, es la misma sensación que la del hombre, que con ojos cerrados espera que con el próximo latido de su corazón le llegue el golpe de hacha del verdugo.
Cada mañana, cuando despierta, Leonhard se propone firmemente escapar de la prisión en que lo encierran sus recuerdos; rememora las palabras de su padre que lo instaban a buscar un punto fijo dentro de él…, pero entonces su mirada cae sobre la cara de Sabina, ve como trata de sonreírle sin conseguir en sus labios otra cosa que una tiesa mueca, y de nuevo comienza la loca huida de sí mismo.
Resuelve despedir a la servidumbre, no queda nadie más que el viejo jardinero y su mujer; pero ahora es el acecho de la soledad el que aumenta su tormento, el fantasma del pasado está cada vez más vivo.
No es ni su conciencia ni el sentirse culpable de una acción sangrienta lo que hace de Leonhard un ser tan desgraciado… nunca sintió remordimiento; el odio a la madre sigue siendo tan intenso como el día en que murió el padre; pero el que ahora esté nuevamente presente en todas partes como una sombra invisible, interponiéndose entre él y Sabina como un espectro informe e indomable, el que tenga que sentir constantemente esa mirada terrible fija en él y que tenga que llevar siempre consigo la escena de la capilla como una llaga supurante, eso es lo que lo atormenta hasta perder la razón.
Él no es de los que creen que los muertos pueden hacer su aparición sobre la tierra, pero ahora constata con espanto que pueden seguir viviendo de una manera mucho más terrible, sin ningún tipo de disfraz o de envoltura, como mera influencia del diablo contra la cual no hay protección posible, ni puerta ni cerrojo, ni maldición ni rezo; lo comprueba toda vez que mira a Sabina. Cada objeto de la casa despierta el recuerdo de su madre, no hay cosa que no esté contaminada por su mano, que no haga renacer en él minuto a minuto su aborrecida imagen; los pliegues de los cortinados, las arrugas de la ropa, las vetas de la madera, las rayas y puntos de las baldosas… cuanto ve adopta la forma de su rostro; el parecido con sus propios rasgos lo asalta cada vez que se mira en el espejo, los latidos de su corazón se congelan de puro miedo a que pueda suceder lo imposible; que el semblante de él se convierta de pronto en el de ella…, que tenga que cargar con esa cara hasta el fin de su vida como una siniestra herencia.