»Yo esperaba encontrarme con un sucio chamán de melena y barba desgreñadas, una de esas criaturas dementes o epilépticas —que son tan frecuentes entre los mongoles y tungusos— que se embriagan con infusiones logradas con la cocción de ciertos hongos y que luego creen estar viendo espíritus o se sienten impelidos a largar de sí profecías incomprensibles; en vez de ello veo parado ante mí —inmóvil— un hombre de unos buenos seis pies de estatura, sorprendentemente delgado, sin barba, con un brillo oliváceo en el rostro —un color como no lo había visto nunca en un ser humano vivo—, siendo la separación entre sus ojos oblicuos tan grande, que se me antojaba antinatural: un ejemplar de una raza humana para mí totalmente desconocida.
»Sus labios —lisos como la porcelana, al igual que la piel de toda su cara— eran rojísimos, finos como el filo de un cuchillo y tan, pero tan curvados —especialmente en las comisuras muy alzadas, como congeladas en una sonrisa despiadada—, que parecían haber sido dibujados con pincel sobre su cara.
»Me fue imposible quitar la vista de ese hombre por largo tiempo… y al volverlo a recordar ahora casi diría que me estaba sintiendo como un niño al que se le corta la respiración de puro susto ante la súbita aparición de una máscara terrorífica que emerge de las sombras.
»Sobre su cabeza el Dugpa llevaba un gorro escarlata, en tanto que el resto de su cuerpo se hallaba cubierto hasta los tobillos por una costosa capa de cebellina totalmente teñida de anaranjado.
»Tanto él como mi guía no se dirigieron la palabra ni una sola vez, pero yo sigo creyendo que se entendieron mediante gestos y señales secretas, puesto que, sin preguntarme para nada qué era lo que quería de él, el Dugpa dijo de pronto que estaba dispuesto a mostrarme todo lo que yo deseara, siempre y cuando me comprometiera expresamente a asumir toda responsabilidad… aún sin conocerla.
»Yo, por supuesto, me declaré inmediatamente de acuerdo.
»Como prueba de ello yo debía tocar la tierra con mi mano izquierda.
»Así lo hice.
»Se nos adelantó entonces en silencio durante un corto trecho y nosotros lo seguimos hasta que nos ordenó que nos sentásemos.
»Tomamos asiento junto al borde de una elevación de terreno que se asemejaba curiosamente a una mesa.
»¿Llevaba yo conmigo un lienzo blanco?
»Empecé buscando desesperadamente en todos mis bolsillos, pero nada, hasta que por fin hallé escondido en el fondo rasgado de mi chaqueta un viejo mapa plegadizo de Europa bastante borroso ya (que evidentemente había llevado conmigo sin saberlo durante todo mi viaje por el Asia), lo extendí entre nosotros y le expliqué al Dugpa que el dibujo representaba un mapa de mi patria.
»Intercambiaron una rápida mirada con mi guía, y nuevamente pude ver como en el rostro del tibetano aparecía esa expresión maligna, casi se podría decir de odio, que tanto me había llamado la atención la noche anterior.
»¿Deseaba yo ver el juego mágico de los grillos?
»Asenti con la cabeza y supe al instante qué era lo que me iba a tocar presenciar: ese truco famoso que consiste en hacer aparecer diversos insectos bajo el influjo de un silbido o algo semejante.
»Tal cual, no me había equivocado, el Dugpa dejó oír un sonido chirriante, suave y metálico (cosa que estas gentes logran mediante el uso de una campanita plateada que llevan oculta entre sus ropas), e inmediatamente un montón de grillos fueron saliendo de sus recovecos dentro de la tierra para reunirse sobre el mapa. Cada vez más y más. Infinidad de ellos.
»Ya me estaba enojando de sólo pensar que por un ridículo truco circense —que ya había tenido oportunidad de presenciar varias veces en la China—, hubiese emprendido una cabalgata tan trabajosa, pero el espectáculo que de ahí en más se ofreció ante mi vista me compensó con creces el esfuerzo realizado: los grillos no sólo pertenecían a una especie totalmente desconocida para la ciencia —lo que los hacía interesantes de por sí—, sino que además se comportaban de una manera más que peculiar. Apenas hubieron tomado contacto con el dibujo del mapa, comenzaron a correr sin ton ni son en todas direcciones, para luego ir formando grupos que se examinaban mutuamente con desconfianza. Súbitamente cayó sobre el centro mismo del mapa una mancha de luz con los colores del arco iris (provenía, como constaté al momento, de un pequeño prisma de vidrio que el Dugpa había puesto contra el sol), y en pocos segundos los pacíficos grillos se convirtieron en un apelotonamiento de insectos que se destrozaban entre sí de la manera más abominable. El espectáculo era demasiado repulsivo como para pensar en describirlo. El chirriar de los miles y miles de alas daba un tono altísimo, casi melodioso, que me llegó hasta la médula de los huesos; si bien se asemejaba al canto de los grillos que todos conocemos, estaba compuesto de un odio tan infernal mezclado con una suerte de lamento tan atroz, que yo sé que no lo podré olvidar jamás.
»Por debajo de esa masa de cuerpos se iba derramando un jugo espeso y verdoso.
»Le ordené al Dugpa que parara de inmediato esa bestialidad; pero él ya había guardado el prisma y se limitó a responderme con un encogimiento de hombros.
»En vano me esforzaba por separar a los grillos con un palo: sus locas ganas de matar ya no conocían límite.
»Cada vez aparecían más de ellos, venían en tropel para participar de este juego macabro hasta formar una montaña vibrante y pataleante tan alta casi como un hombre.
»A una legua a la redonda la tierra se hallaba cubierta por insectos enloquecidos que formaban una masa blancuzca que pugnaba por llegar al centro movida por un sólo pensamiento: matar, matar, matar.
»Algunos grillos que iban cayendo malheridos del montón y no podían volver a subir, se destrozaban a sí mismos con sus antenas.
»El chirrido era por momentos tan fuerte y tan espantosamente agudo, que me tuve que tapar los oídos con las manos, porque estaba seguro de no poder soportarlo más.
»Finalmente, gracias a Dios, los animales parecían ser cada vez menos, las filas que salían de debajo de la tierra se hacían cada vez más ralas hasta que cesaron por completo.
»—¿Y ahora qué se propone? —pregunté al tibetano cuando vi que el Dugpa no demostraba ninguna intención de dar por terminada la representación, sino que más bien parecía esforzado en mantener sus pensamientos concentrados en vaya uno a saber qué idea. Su labio superior estaba contraído de modo tal que se podían ver claramente sus dientes afilados y puntiagudos. Eran negros como la brea, sospecho que de tanto mascar hojas y yerbas, una costumbre muy difundida en estas zonas.
»—Liga y desliga —oí que me respondía el tibetano.
»A pesar de que yo no cesaba de repetirme a mí mismo que no eran más que insectos los que aquí habían encontrado una muerte tan horrenda, no podía evitar sentirme por demás impresionado, tanto, que por momentos creí desvanecerme… y la voz continuaba llegándome de muy lejos:
—Liga y desliga…
»No podía entender su significado, y sigo aún hoy sin entenderlo; tampoco puede decirse que después de lo ya relatado sucediera algo digno de ser tomado especialmente en cuenta. ¿Por qué sería entonces que yo permanecí ahí sentado? Tal vez pasaran horas, no lo sé. Era como si la voluntad de levantarme hubiese desaparecido de mi cuerpo, no puedo definirlo de otro modo.
»Poco a poco el sol se iba hundiendo, y tanto el paisaje terreno como el celeste fue adquiriendo ese tinte rojo y anaranjado totalmente irreal, que cualquiera que haya estado alguna vez en el Tíbet tan bien conoce. El colorido de este cuadro sólo es comparable al de las carpas que se pueden hallar en las romerías europeas.
»No me podía desprender de las palabras: «liga y desliga»; paulatinamente iban adquiriendo en mi cerebro un sentido espantoso de verdad; en mi imaginación el bulto compacto y enorme de grillos se convertia en millones de soldados agonizantes. Sentí de pronto mi garganta como estrangulada por un misterioso e inconmensurable sentido de responsabilidad, cuyo tormento era aún mayor por lo mismo que me era imposible hallar su origen.
»Por un momento tuve la impresión de que el Dugpa se había ido y que en su lugar tenía delante mío —escarlata y verde oliva— a la abominable estatua del dios de la guerra tibetano.
»Pude luchar contra esa visión hasta tener nuevamente ante mis ojos a la realidad tal cual era; pero a mí no me bastaba con esa realidad: los vapores que se elevaban de la tierra, las cimas dentelladas y nevadas de las montañas que se recortaban en el horizonte, el Dugpa con su gorro escarlata, yo mismo, con mis ropas mitad europeas mitad asiáticas, y finalmente esa carpa negra con sus patas de araña, ¡todas esas cosas no podían ser reales! Realidad, fantasía, visión… ¿qué era verdad, qué era mentira? Y para colmo esa torturante sensación de que mi pensamiento se abría dejando un gran espacio hueco cada vez que volvía a hostigarme el miedo a ese nuevo, inexplicable, terrible sentido de responsabilidad.
»Más tarde, mucho más tarde… durante mi viaje de regreso, este acontecimiento fue creciendo en mi memoria como una exuberante planta venenosa que yo trataba en vano de extirpar.
»De noche, cuando no puedo conciliar el sueño, comienza a tomar cuerpo en mí la vaga sensación de estar a punto de comprender el significado de la frase «Liga y desliga», y entonces trato de asfixiarla para que no pueda madurar, del mismo modo en que uno trata de sofocar un fuego antes de que se propague… Pero de nada sirve defenderme… en mi imaginación puedo ver como del montón de grillos muertos se alza un vapor rojizo que se va formando en nubes, que obscureciendo el cielo como las nubes fantasmales que trae el monzón, se precipitan hacia Occidente.
»Y ahora mismo, mientras escribo estas líneas, siento algo que yo… yo… yo…»
—Aquí la carta se interrumpe —dijo el profesor Goclenius—; desgraciadamente debo comunicarles ahora que en la embajada china me dieron la desgraciada nueva de la muerte de nuestro estimado colega Johannes Skoper, acaecida en el lejano Oriente… —el profesor no pudo seguir; un fuerte grito lo interrumpió: «No puede ser, el grillo sigue vivo después de todo un año! ¡Increíble! ¡Atrápenlo! ¡Se vuela!». Vociferaban todos al mismo tiempo. El profesor de la melena leonina había destapado el frasco dejando salir al insecto aparentemente muerto.
Un momento después de todo este alboroto, el grillo había salido volando por la ventana hacia el jardín, y los graves señores científicos, en su afán por darle caza, casi se llevan por delante al portero del museo que venía para encender las lámparas de la sala de profesores.
Moviendo pensativamente la cabeza, el viejo observaba a esos extraños personajes que en el jardín trataban de dar caza a un pequeño insecto volador. Luego miró hacia el cielo del atardecer rumiando para sí: ¡Las formas que pueden llegar a tomar las nubes en estos tiempos de guerra! Ahí hay una que parece un hombre con un gorro rojo y la cara verde; si no fuese porque los ojos están tan separados, se diría que es igualito a un ser humano. ¡Realmente, a mi edad lo único que me falta es volverme supersticioso!
En el famoso café de lujo «Stefanie» de Munich, y en altas horas de la noche, se hallaba sentado, rígido, con la mirada perdida, un anciano de aspecto por demás singular. La corbata deshilachada y dejada en absoluta libertad más la frente poderosa que casi le llegaba hasta la nuca, revelaba al hombre docto, al académico de relevancia.
Aparte de una barba plateada y rala que parecía escapada de una pléyade de chinches, cuyo extremo inferior cubría aquella parte central del chaleco donde a los grandes pensadores les suele faltar un botón, el anciano caballero poseía muy poco que valiera la pena mencionarse en cuanto a bienes terrenales.
Para decirlo con absoluta precisión, nada.
Tanto más vivificante le resultó, por consiguiente, que ese parroquiano de vestimenta tan mundana y lustroso bigote negro que hasta ese momento estuviera sentado junto a la mesa del rincón de enfrente llevándose a la boca de tanto en tanto un trozo de pescado frío haciendo gala de un delicado manejo del cuchillo (momentos en los cuales resaltaban aún más los destellos que despedía el brillante del tamaño de una guinda que lucía en el meñique elegantemente estirado), y que entre bocado y bocado lo obsequiara con miradas asaz observadoras, se levantara limpiándose la boca, cruzara el local casi vacío, se inclinara cortésmente ante él y preguntara:
—¿Gustaría el caballero jugar una partida de ajedrez?… ¿Digamos, por un marco la partida?
Fantasmagóricas escenas a todo color, referidas al derroche y la opulencia, se fueron sucediendo rápidamente ante los ojos mentales del académico, y mientras su corazón maravillado murmuraba: «A este bruto me lo manda Dios», sus labios ya le estaban ordenando al camarero que justamente se había acercado para ocasionar, como era su costumbre, una serie de complicadas perturbaciones en el funcionamiento de las bombillas de luz: “¡Julián, un tablero de ajedrez!”.
—Si no me equivoco, tengo el honor de conversar con el Dr. Paupersum, ¿no es así? —retomó el diálogo el hombre de mundo.
—Job… este, hm, sí… Job Paupersum —le confirmó distraídamente el académico, pues estaba como hechizado por la monumental esmeralda que bajo el aspecto de una lucecilla de automóvil, pero cumpliendo la función de un alfiler de corbata, adornaba el cuello de su interlocutor.
Fue recién con la llegada del tablero de ajedrez que se quebró el embrujo y pudo actuar nuevamente con entera libertad; colocó las piezas, fijó con saliva la cabeza de un caballo que estaba floja y reemplazó la torre que faltaba con una cerilla convenientemente doblada, todo en un abrir y cerrar de ojos.
A partir de la tercera jugada el hombre de mundo se desprendió de sus binóculos, adoptó una pose por demás pedante y se sumió en hondas cavilaciones.
«Parece querer inventar las cosas más estúpidas que se puedan realizar sobre un tablero de ajedrez… de otra manera no me explico por qué se lo pasa meditando tanto tiempo», se dijo el académico mientras observaba distraídamente a la matrona embutida en seda verde —el único ser viviente que quedaba en el local fuera de él y el hombre de mundo— que se mantenía erguida como una diosa invulnerable sobre el sofá del fondo, sosteniendo ante sí un plato del que desbordaba el merengado, su frío corazón de mujer acorazado detrás de unas buenas cincuenta libras de grasa.