Murciélagos (2 page)

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Authors: Gustav Meyrink

Tags: #Fantástico, cuento

BOOK: Murciélagos
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Una vieja jibosa que viene cojeando desde la carbonera que queda a horas de distancia, más allá de los pantanos situados en la profundidad de la ladera, llega arrastrando trabajosamente a través del bosque un trineo cargado de leña menuda; deslumbrada por la luz repentina, se asusta y no comprende. Su mirada cae sobre la sombra demoníaca que se refleja en la nieve; no atina a entender dónde se halla ni que está parada delante de la capilla de la cual hay una leyenda que dice que en ella mora, inmune a la muerte, el último vástago de un linaje maldito.

Se santigua llena de espanto y con rodillas temblorosas se precipita de vuelta al bosque.

Mentalmente, Maese Leonhard la sigue durante un trecho por el camino que ella ha tomado. Pasa por delante de las ruinas del viejo castillo; paredes ennegrecidas por el fuego, entre las cuales se halla sepultada su juventud; pero ese espectáculo no lo conmueve, en su interior todo es presente, claro y luminoso como una imagen hecha de aire colorido. Se ve niño, jugando debajo de un abedul con piedritas de colores, y al mismo tiempo se ve anciano, sentado delante de su sombra.

Ante él emerge la figura de su madre, con los rasgos de la cara eternamente inquietos y contraídos; todo en ella es convulso, sólo la piel de su frente permanece inmóvil, lisa como pergamino y tensa sobre los huesos del cráneo, que idéntico a una bola de marfil sin junturas, parece aprisionar un rumoroso enjambre de ideas inconstantes.

Se oye el incesante, nunca interrumpido susurrar de su negro vestido de seda, que como el enervante zumbido de millones de insectos, llena todos los espacios del castillo, filtrándose a través de pisos y paredes, robándole la paz tanto a los hombres como a los animales.

Aun los objetos parecen sometidos al hechizo de sus finos labios siempre dispuestos a pronunciar órdenes; cada cosa debe estar siempre dispuesta a cambiar de lugar, nadie ni nada debe atreverse jamás a sentirse como en casa. A la vida del mundo sólo la conoce de oídas, meditar acerca del sentido de la existencia es algo que se le antoja superfluo y un pretexto para la molicie; sólo cuando de la mañana a la noche en la casa reina un inútil corretear de un lado para el otro, sólo cuando se siente rodeada de un febril y desmoralizante cansarse para nada hasta llegada la hora del sueño, su madre cree haber cumplido con los deberes para con la vida. En su cerebro jamás pensamiento alguno pudo llegar a su fin, apenas nacido ya debe convertirse en una acción precipitada y estéril. Ella es igual que el segundero que avanza atropelladamente y que, desde su condición de pigmeo, cree que el mundo tiene que detenerse en cuanto él deja de producir tres mil seiscientas revoluciones alrededor de su propio eje durante doce veces por día, limando así el tiempo hasta convertirlo en polvo y sin poder aguardar, en su impaciencia, a que las pausadas y serenas agujas del reloj alcen sus largos brazos para dar las campanadas.

Sucede a menudo que en medio de la noche salte de la cama como una posesa para despertar a la servidumbre: las macetas, que se alinean en filas infinitas a lo largo de todas las ventanas, deben ser regadas de inmediato; ella no conoce en absoluto el
porqué
de semejante decisión, le basta con haber resuelto que
debe
ser así. Nadie se atreve a contradecirla, todos enmudecen en vista de la inutilidad de luchar contra un fuego fatuo con la espada de la razón.

Las plantas jamás tienen tiempo de echar raíces pues se las trasplanta casi diariamente; jamás se posan los pájaros sobre el techo del castillo; en su obscuro deambular, bandadas de ellos atraviesan el cielo, de un lado a otro, más arriba o más abajo, a veces hasta convertirse en puntos y a veces en magras manos aleteantes, anchas y chatas.

Hasta en los rayos del sol se nota un permanente temblor, pues siempre sopla un viento que ahuyenta la luz con nubes apuradas; de la mañana a la noche se producen disturbios entre las hojas y ramas de los árboles, y no hay nunca un fruto que pueda llegar a su sazón… en mayo ya no quedan hojas que puedan protegerlos. En derredor, la naturaleza toda se ha contagiado de la inquietud que reina en el castillo.

Maese Leonhard se puede ver ahora sentado delante de su pizarra con las tablas de contar, tiene doce años, aprieta fuertemente sus oídos con las manos tratando de no oír el eterno trepidar de los pasos de las criadas por las escaleras ni las estridencias de la voz de su madre… es inútil; las cifras se convierten en un enjambre de duendes diminutos y malévolos, atraviesan en loca carrera su cerebro, su nariz, su boca y sus oídos, y hacen arder su piel y su sangre. Trata de leer… no hay caso: las letras bailan ante su vista, se convierten en un enjambre de moscas inasibles. La voz de la madre lo sobresalta: «¿Es posible que aún no hayas aprendido tu lección?»; pero no se toma el tiempo necesario para esperar una respuesta, sus dementes ojos azul pálido ya están hurgando en todos los rincones: no vaya a ser que en alguno de ellos haya quedado olvidada una particula de polvo; telarañas que no existen deben ser barridas con la escoba, hay que cambiar de lugar los muebles, sacarlos del cuarto y volverlos a entrar, deshacer cajones y revisarlos, de arriba a abajo, para atrapar polillas que nunca existieron; las puertas de los armarios se abren y se cierran con estrépito, se destornillan y vuelven a atornillar las patas de la mesa, los cuadros son cambiados de lugar, los clavos arrancados de las paredes para ser clavados nuevamente donde estaban, los objetos se enloquecen, la cabeza del martillo sale volando del astil, los peldaños de las escaleras se quiebran, el yeso se desmorona desde el cielorraso —¡que venga enseguida un albañil!—, los estropajos quedan aprisionados en las puertas, las agujas se caen de las manos y quedan escondidas entre las junturas del piso, cuando no entre los almohadones cuyas costuras deben ser repasadas; el perro guardián del patio se suelta y entra arrastrando su cadena por todas las estancias que atraviesa, llevándose por delante el gran reloj de pie: el pequeño Leonhard busca nuevamente refugio entre las páginas de su libro y aprieta fuertemente los dientes para tratar de hallarle algún sentido a esa serie de ganchos negros que corren y saltan delante de su vista… le ordenan que se siente en otra parte, hay que sacudir los almohadones del sillón; se apoya, con el libro en la mano, contra el marco de la ventana… hay que darle una nueva mano de pintura al alféizar: ¿por qué no deja de estorbar… aprendió por fin su lección? Acto seguido sale como barrida por una idea fija; las criadas tienen que dejar todo como está y correr rápidamente detrás de ella para buscar hachas y palos para el caso de que haya ratas en el sótano.

El alféizar de la ventana quedó a medio pintar, faltan los asientos de sillas y butacas y el cuarto parece un montón de escombros; un sordo e infinito odio hace nido en el corazón del niño. Cada fibra de su cuerpo clama por paz; ansia que llegue la noche, pero ni el sueño logra la tan anhelada calma, locas pesadillas despedazan su cerebro cortando cada idea en dos partes que se persiguen mutuamente pero nunca sé alcanzan; los músculos no pueden relajarse, todo el cuerpo se halla en constante actitud defensiva, a la espera de órdenes que pueden caer en cualquier momento como rayos para exigir el cumplimiento de tal o cual cosa totalmente carente de fin y de sentido.

Los juegos diarios en el jardín no nacen de sus ansias juveniles, la madre los ordena irreflexivamente, como todo lo que hace, para de inmediato ordenar su interrupción; la insistencia en una misma actividad se le antoja quietud, quietud contra la cual se cree obligada a luchar como contra la misma muerte. El niño no se atreve a alejarse del castillo, permanece siempre al alcance de su voz, siente que no hay escapatoria: un paso de más y ya se oye caer una palabra gritada desde el hueco de cualquier ventana para trabar el movimiento de sus pies.

La pequeña Sabina, una niña campesina que vive con la servidumbre y que es un año menor que Leonhard, sólo es avistada por él desde lejos, y si alguna vez logran permanecer reunidos por contadísimos minutos, cambian rápidas frases deshilachadas, como navegantes que se cruzan en el agua gritándose palabras apuradas al pasar.

El viejo conde, padre de Leonhard, está paralítico de ambas piernas; se pasa el santo día sentado en su sillón de ruedas que nunca sale de la biblioteca, siempre a punto de comenzar una lectura; pero tampoco aquí hay calma, cada tanto, imprevisiblemente, las manos de la madre se ponen a revolver entre los libros, les quitan el polvo o los golpean tapa contra tapa, los señaladores caen al suelo, tomos que recién estaban parados aquí aparecen de pronto tirados en cualquiera de los estantes superiores, o quedan formando desordenadas montañas sobre el piso, porque hubo que cepillar el tapizado justo detrás de donde se hallaban alineados. Y si la condesa se encuentra temporariamente en cualquiera de las otras estancias del castillo, la inquietante expectativa que crea la posibilidad de su regreso no hace sino aumentar el tormento mental que trae aparejada su presencia.

De noche, cuando las velas están ardiendo, el pequeño Leonhard se llega a hurtadillas hasta el rincón en que se halla su padre para hacerle compañía, pero nunca ningún diálogo llega a concretarse; algo se alza entre ellos como una pared de cristal a través de la cual es imposible todo entendimiento; a veces, como si repentinamente hubiese tomado la decisión de decirle a su hijo algo de gran importancia, el viejo abre la boca adelantando excitadamente la cabeza, pero las palabras se le ahogan siempre en la garganta, cierra de nuevo los labios, se limita a pasar con ternura y en silencio la mano por la ardiente frente del muchacho, pero al mismo tiempo su mirada escapa furtiva hacia la puerta cerrada que puede abrirse en cualquier momento para dar paso a una molesta interrupción.

Sombríamente, el niño intuye lo que sucede en el anciano pecho, que es un corazón desbordante, no el vacío, lo que hace enmudecer a su padre, y otra vez vuelve a alzarse en su garganta, amargo, el odio que siente por su madre, puesto que la sabe directamente relacionada con las hondas arrugas y la expresión desolada que agitan el rostro del viejo sentado entre los almohadones del sillón de ruedas; siente que comienza a despertar en él el silencioso deseo de que una mañana cualquiera encuentre a su madre muerta en la cama; y a la tortura de una permanente inquietud interior se une ahora la de una espera infernal; acecha cada uno de los rasgos de su cara para descubrir en ella alguna señal de enfermedad, observa su ir y venir constante con la esperanza de hallar por fin un signo de cansancio en alguno de sus movimientos. Pero esta mujer goza de una salud inquebrantable que la vivifica día a día, no se quebranta nunca, parece recibir siempre mayores fuerzas cuanto más sean los que a su alrededor se debilitan o sucumben de puro desaliento.

Por medio de Sabina y del resto de la servidumbre, Leonhard se entera de que su padre es un filósofo, un sabio, y que en todo ese montón de libros se alberga un montón de sabiduría, y entonces toma la infantil resolución de adquirir esa sabiduría… pueda ser que entonces logre derribar esa barrera que los separa, y que aquellas arrugas se alisen y se aquieten nuevamente, devolviéndole al triste rostro del anciano algo de su juventud perdida.

Pero nadie puede decirle qué es la sabiduría, y las patéticas palabras del sacerdote consultado: «el temor del Señor, esa es la sabiduría», no logran sino completar su confusión.

La inutilidad de consultar a su madre es para él algo tan definitivo, que de ello le nace lentamente la convicción de que todo lo que ella hace y piensa tiene que ser, por fuerza, todo lo contrario de la sabiduría.

Toma coraje en un momento en que quedaron solos, y le pregunta al padre qué es la sabiduría; lo hace con brusquedad e incoherencia, como alguien que pide auxilio; observa que los músculos comienzan a trabajar en el rostro afeitado de su padre, como esforzándose por hallar las palabras adecuadas para responder a las ansias de saber de un niño… él por su parte, siente que la cabeza le estalla en su afán por comprender el sentido de las palabras que por fin le dirige a borbotones.

Sabe perfectamente por qué caen tan presurosas y entrecortadas de la boca desdentada… ahí está nuevamente el miedo que despierta la posibilidad de una interrupción por parte de la madre, el temor de que las sagradas semillas puedan ser profanadas si las alcanza a tocar ese aliento destructor y prosaico que su madre exhala… temor de que esas mismas semillas se conviertan en acónito si son malentendidas.

Todo su esfuerzo por entender es inútil, ya se oyen los ruidosos y apresurados pasos que se acercan por el pasillo, las órdenes estridentes y el repulsivo rumor del negro vestido de seda. Las palabras de su padre se hacen cada vez más presurosas, Leonhard quiere captarlas y recordarlas bien para más tarde poder meditar acerca de ellas; intenta asirlas como si fueran dagas arrojadas al aire… se le escapan… sólo dejan heridas sangrantes.

Frases dichas casi sin aliento, tales como: «el ansia misma por conocerla ya es sabiduría»; «debes luchar por hallar un punto fijo en ti mismo, al que el mundo exterior no pueda vulnerar»; «contempla todo lo que sucede como a una pintura sin vida y no permitas que nada de ello te conmueva», se internan en lo más hondo de su corazón, pero llevan un antifaz que no le permite ver su verdadero rostro.

Quiere seguir preguntando, la puerta se abre de golpe, y sólo le llegan en jirones las últimas palabras del anciano: «deja que el tiempo se te escurra como si fuera agua», que le suenan como una ráfaga que pasa a su lado; la condesa se introduce gritando, un baldazo de agua es arrojado por sobre el umbral y un arroyo sucio busca su curso recorriendo las baldosas del piso. «¡No te quedes parado ahí sin hacer nada! ¡Trata alguna vez de hacerte útil!», tales los ecos que lo alcanzan cuando, desesperado, sale corriendo para refugiarse en su cuarto.

El cuadro de su infancia se desvanece y Maese Leonhard vuelve a ver la blanca helada que brilla a la luz de la luna frente a su ventana; las imágenes no son ni más claras ni más turbias que las de las escenas de aquellos años juveniles: para su mente aterida y clara como el cristal, la realidad y el recuerdo resultan igualmente vivos e igualmente muertos.

Pasa un zorro, estirado y sin un solo ruido; la nieve se eleva en fino y brillante polvillo allí donde su peluda cola rozara el suelo, los ojos brillan verdosos por entre los troncos y desaparecen entre la espesura del bosque.

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