Levantó la vista; sobre su cabeza el respaldo del sillón se extendía en una especie de sombrilla con dos asas laterales. ¿Qué era aquello? Sin poderse contener, alargó los brazos, y tiró de las dos asas a la vez.
Por el rabillo de su ojo derecho vio a Chait saltar hacia él, al tiempo que le gritaba algo. Pero sólo durante un instante, pues la sombrilla se alargó formando una especie de cúpula que le envolvió hasta los hombros. Tras un segundo de oscuridad total, empezaron a aparecer las imágenes...
Se encontraba en la orilla de una playa, rodeado de arena blanca y palmeras; las olas rompían a un par de metros frente a él, removiendo la inmaculada arena. Miró hacía abajo, pero no logró ver su propio cuerpo. Aquello no podía ser real, no había sido teleportado, ni nada por el estilo; simplemente estaba viendo una película, una filmación directamente proyectada en su cerebro.
Sin embargo los detalles eran muy realistas. Sintió la fragancia del mar, y el roce de la brisa sobre su inexistente cuerpo. A lo lejos, un grupo de extraños veleros de diminutas velas multicolores parecían competir en una carrera. Más lejos aún, azuladas por las capas de aire que se interponían, se levantaban, aparentemente en el centro del mar, una especie de complejas estructuras semejantes a edificios diseñados por algún arquitecto loco.
Pero lo que más le llamó la atención fue el cielo. Un cielo tan extraño, que apenas dedicó un rápido vistazo al resto del paisaje, antes de concentrarse plenamente en él.
Todo el cielo parecía emanar luz. La luminosidad era tan intensa, que Jonás no pudo localizar en ella el sol amarillo que era la fuente.
En el lugar de donde venia, las estrellas eran rojas, por lo que aquella luz amarilla lo teñía todo de colores extraños. Pero lo más sorprendente era un sector casi circular del cielo que aparecía mucho más oscuro. La abertura polar de la Esfera —pensó Jonás. En el centro de aquella zona más oscura destacaba una curiosa formación de estrellas. Una formación que al instante le resultó conocida.
Súbitamente todo desapareció, el cielo, el mar, las palmeras y los veleros. Jonás se encontró con el repulsivo rostro de Chait Rai a escasos centímetros del suyo.
—¿Te encuentras bien, Jonás?
—Sí, ¿por qué?
—¿Te das cuenta de que acabas de hacer una estupidez? —dijo Chait, furioso.
—No te comprendo.
—Eso que has accionado podría haber sido un sistema de expulsión. Podría haberte lanzado arriba aplastándote contra el techo.
—No lo era. Se trataba simplemente de...
—¿No lo era? ¿Qué sabías tú lo que era o dejaba de ser? ¿Acaso entiendes tú mejor que yo todos estos aparatos?
—No.
—Entonces...
—Chait, no he corrido ningún peligro —repuso Jonás tranquilamente—. Está demostrado que cuanto más avanzada culturalmente es una criatura, más apego le tiene a la vida. Unos seres como los que construyeron todo esto no se jugarían la existencia con un aparato tan peligroso como el que tú pretendes. Sin duda que habrían sabido dotarle de los suficientes sistemas de seguridad.
—¿Pondrías tu mano en el fuego para demostrar eso? Bueno, no importa. ¿Qué decías que era ese aparato?
—Una especie de reproductor de imágenes, pero con el detalle ingenioso de que proyecta directamente en el cerebro. Ha sido muy interesante.
—¿Proyección en el cerebro? ¿Cómo? Por lo que sé, ni siquiera el Imperio ha conseguido jamás algo así.
—No lo sé. Tal vez alguno de los científicos romakas pueda tener alguna idea al respecto... Pero más sorprendentes que el proyector eran las imágenes proyectadas.
—¿Qué has visto?
—La superficie del planeta... creo —dijo Jonás pensativo—. Quizás la filmación era muy antigua. Parecía un paraíso; a Hari le hubiera gustado...
—¿Has visto gente? —preguntó Chait ansioso.
—He visto barcos... veleros, quizás tripulados, pero no he distinguido a ninguna criatura humana o no... En el cielo brillaba Akasa-puspa. La filmación debió hacerse en una época en la que el planeta, en su órbita por el interior de la Esfera, pasaba cerca de una de las aberturas polares.
—¿Akasa-puspa?
—Parecía extraño, demasiado alejado y rodeado por una multitud de estrellas que en realidad no existen. Además, había demasiada luz para poder verlo tan nítidamente. Tal vez todo fuera un trucaje.
—¿Un trucaje? ¿Con qué objeto?
—Ya te he dicho que el paisaje era demasiado idílico. Quizás la única función de esa película era la de distraer al pasajero de esta nave durante el viaje. De todas formas, tú mismo puedes sacar tus propias conclusiones, no tienes más que probar uno de esos asientos. Me pregunto si todos contendrán la misma película, o si se podrá seleccionar un programa determinado...
—No. De momento estoy yo al mando de esta expedición, y no voy a permitir que nadie ponga en peligro su vida de nuevo. No habrán más experimentos con máquinas extrañas, hasta que no hayamos averiguado exactamente cómo funcionan.
—Hay cosas que son iguales en todas partes —dijo Jonás mirando alrededor.
La gravedad había ido aumentando paulatinamente a cada paso como consecuencia del efecto de la marea del planeta sobre los niveles más exteriores. Ahora sus pies se asentaban firmemente en el suelo.
Tras abandonar el hangar, los expedicionarios habían descendido por una escalera de forma troncocónica que desembocaba en el centro de una amplía sala circular de unos quinientos metros de diámetro. Jonás había interpretado rápidamente cada uno de los detalles que le rodeaban: Los gigantescos paneles repletos de extraños símbolos, los bancos alargados con ceniceros adosados a su estructura, las cabinas telefónicas, las pequeñas tiendas y quioscos que flanqueaban las paredes curvas... En la Utsarpini, el Imperio, o cualquier otro planeta yavana que poseyera un nivel tecnológico suficiente para disponer de transporte colectivo, se podían encontrar salas muy parecidas a aquélla.
—Esto es una estación —dijo.
—Si, yo también había pensado eso —dijo Chait Rai, pensativo—. Sin duda, para ser utilizada por los pasajeros de las naves que hemos encontrado en el hangar.
—Parece ser —añadió Sudara— que tenían mucho interés en abandonar el planeta cuanto antes. Este lugar ha sido diseñado para contener a un gran número de viajeros. Y si no me equivoco, y dada la afición que hemos observado en los esferitas de hacer las cosas en serie, no seria extraño que encontráramos una de estas salas por cada entrada rectangular.
Jonás asintió, y avanzó hacia uno de los extremos de la estación. Las paredes y el suelo eran de una blancura tal que casi lastimaban con sólo mirarlos; parecían emanar luz, y tal vez lo hicieran, porque Jonás fue incapaz de distinguir la fuente de la cual provenía ésta.
Los diez infantes de marina, con sus armaduras de combate caladas, parecían cucarachas en el rincón de una blanca y reluciente cocina. Las descomunales medidas de la sala, y como consecuencia de la perspectiva, ayudaban a completar el efecto de negros insectos escabulléndose para no ser pisados por las monstruosas botas del dueño de la casa.
Los infantes parecían nerviosos, y Jonás no podía reprochárselo. El lugar pondría nervioso al más valiente de los hombres. La sensación de estar siendo observados por los invisibles constructores era casi tangible. Se habían situado muy distanciados entre si, desplegándose de acuerdo con las reglas de la infantería de marina, y vigilando desde sus posiciones cada uno de los extremos de la sala. Las armas, dispuestas para abrir fuego a la menor nota de alarma, descansaban en sus brazos. Jonás se preguntó qué podrían hacer aquellos miserables proyectiles contra las criaturas que diseñaron la Esfera.
El techo era una cúpula semiesférica situada a cien metros sobre sus cabezas. Del centro de la cúpula, atravesando una abertura circular, descendía la escalera que los había conducido hasta allí. Jonás comprobó que la escalera era en realidad una espiral, como un amplío y largo tornillo. Imaginó que debía de poseer alguna especie de mecanismo, que una vez conectado, la haría girar sobre sí misma transportando a sus usuarios hacía arriba, hacía el hangar de las naves plateadas.
Las paredes estaban adornadas por grandes carteles holográficos, cada uno de ellos repleto de flotantes e incomprensibles símbolos. Lo cotidiano de todo aquello despertó en Jonás una curiosa simpatía hacia los esferitas. No eran, después de todo, tan diferentes a ellos.
Sudara, que se había colocado a su lado, también compartía aquella idea.
—Parece ser que también sufrían la publicidad —comentó divertido.
La mayor parte de los carteles mostraban bucólicos paisajes. Limpias playas como la que Jonás había visto en el psicoproyector, y verdes praderas.
Jonás se detuvo frente a una holografía que representaba al cúmulo globular Akasa-puspa rodeado por un mar de estrellas. Aquello le recordó la imagen que había visto en la nave del hangar. Se detuvo comprendiendo que estaba ante algo que sin duda era muy importante. Allí había algo que quizás era la clave del problema... Pero, ¿el qué? Aquella holografía, ¿se trataba de otro trucaje? Si no era así, ¿de dónde habían salido aquellas estrellas que rodeaban a Akasa-puspa? En la realidad no existían, sólo el vacío intergaláctico rodeaba al cúmulo globular. No era posible detectar ni una sola estrella a menos de diez mil años luz que no perteneciera al propio Akasa-puspa. ¿Quizás no había sido siempre así? En aquel momento, y por primera vez, empezó por fin a comprender lo que realmente había sucedido. Tuvo una rápida imagen de cómo la humanidad había llegado a Akasa-puspa, pero algo distrajo súbitamente su atención alejándola momentáneamente de aquel asunto.
—¡Fíjense en eso! —dijo Ozman, intentando inútilmente contener un grito de asombro. A su pesar su voz había resonado demasiado fuerte en la semivacía sala.
Chait y Sudara se acercaron hasta ellos.
—¿Qué sucede, soldado? —preguntó Chait, y por toda respuesta Bana señaló uno de los carteles.
Un brazo humano, musculoso como el de un atleta, surgía en línea recta de la pared. Entre sus fuertes dedos apretaba una botella de exótico diseño repleta de un líquido azul. Sobre el brazo y la botella, una frase, que parecía escrita con llamas en el aire, trazaba un arco.
—Ahí dice —bromeó Sudara teatralmente —: «Beba tal.»
—Muy inteligente, lingüista —dijo Jonás—. ¿Por qué estás tan seguro de que eso es un refresco? Podría tratarse de un perfume.
—Luego, después de todo son humanos —dijo Chait.
—Eso parece —corroboró Jonás acercándose al brazo para contemplarlo desde más cerca.
No había duda de que era humano. Las articulaciones de los dedos, las cuidadísimas uñas, los músculos del antebrazo, el dibujo de las venas bajo la bronceada piel... Todo era perfectamente normal. Quizás, incluso, demasiado perfecto, pero no más que la foto retocada de una modelo en la portada de una revista de modas.
—Los constructores de la Esfera son seres humanos, pero con una tecnología muy por delante de todo lo conocido incluso por el Imperio —dijo la imagen de Sudara desde la pantalla del puente de la Vijaya.
—Muy bien, doctor, le felicitó —dijo el Comandante Prhuna revolviéndose nervioso en su sillón de mando—. Veo que no han perdido el tiempo, pero, ¿dónde están ahora el doctor Chandragupta y el capitán de los mercenarios?
—Jonás y Chait Rai han tomado uno de los ascensores-babel, y en estos momentos descienden hacia el planeta.
—Pero... —Prhuna intentó calmarse—. Ustedes tenían órdenes de no separarse.
—Ya lo sé, Comandante, pero se tardan dos días en descender por una babel. Y todos estuvimos de acuerdo en que no era conveniente arriesgar al grupo entero. Pensamos que ésta es la actitud más prudente por nuestra parte.
—Podrían haber empleado el tiempo explorando ese anillo. Por lo que he entendido, sólo han visitado una mínima parte de él.
—Incluso con toda la tripulación de la Vijaya ayudándonos tardaríamos años en recorrerlo todo. Este lugar es mayor que toda la superficie del planeta. Nosotros ya no podemos hacer gran cosa aquí.
—Entiendo. De todas formas manténgame informado, ¿lo hará, doctor?
Sudara asintió, y Prhuna cortó la comunicación. Durante un par de minutos permaneció en silencio, rodeado por el bullicio del puente, sin apenas prestarle atención. Los esferitas eran humanos, después de todo. Esto ya era una respuesta. Pero, a su vez, dejaba abiertos un sinfín de interrogantes.
¿Seremos nosotros sus descendientes...? —se preguntó. A cada momento que pasaba, Prhuna se iba dando cada vez más cuenta de que lo que había empezado como una misión de rutina estaba escapándosele de las manos. Y las consecuencias que derivarían de aquel viaje eran imprevisibles.
Tanto el diseño del ascensor como los tiempos y escalas del viaje habían sido idénticos a los de cualquier babel de Akasa-puspa.
Después de tantas maravillas, Jonás agradeció de corazón la vulgaridad de aquella babel. Por otro lado, esto le convenció, si es que aún le quedaba alguna duda, de que las babeles de Akasa-puspa y las de la Esfera habían tenido un mismo constructor.
Pero Chait Rai no había sido una compañía muy agradable. Prácticamente había pasado la mayor parte del descenso desmontando y engrasando su ametralladora.
—¿Nunca te separas más de dos metros de ella? —preguntó en un determinado momento Jonás.
—Nunca —repuso lacónicamente el mercenario.
Un par de horas después, Jonás volvió a hablar.
—Con las sofisticadas y ligeras armas imperiales que tienes a tu alcance, ¿por qué sigues cargando con ese trasto?
Chait quitó el cargador, y sacó uno de los cartuchos. Era grueso como el dedo gordo del pie de un hombre, y la bala era de plomo revestida con una camisa de acero.
—Fíjate en esto —dijo, lanzándoselo a Jonás, quien lo atrapó al vuelo—. Sopésalo. Un guerrero tecnológicamente muy avanzado, seguro que dispone de sistemas defensivos contra los haces de partículas del Imperio. Pero aún no se ha inventado un chaleco antibalas, que pueda llevarlo un hombre, capaz de detener la coz de una bala de ese calibre. Si no lo mata, por lo menos lo derribará, y de paso le romperá unas cuantas costillas.
Jonás observó con escepticismo el cartucho, y se lo devolvió al mercenario.
No volvieron a cruzar ninguna palabra antes de que, tras las acostumbradas cuarenta y ocho horas de descenso, las compuertas del ascensor se abrieran a la superficie del planeta. Jonás y Chait Rai las atravesaron, y se detuvieron a contemplar el dramático paisaje.