Mujeres sin pareja (47 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

BOOK: Mujeres sin pareja
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—Evidentemente me acusas de esconderte algo. Te ruego que recuerdes la sencilla pregunta que me hiciste y mi respuesta, igualmente clara.

Everard detectó la sombra de una sonrisa en la rigidez de los labios de Rhoda.

—Lo recuerdo.

—¿Y todavía te diriges a mí indignada? Sin duda tendría que ser yo quien estuviera indignado. Me estás diciendo que te he decepcionado.

Durante un instante Rhoda perdió el dominio de sí misma.

—¿Y cómo puedo evitar pensar así? —exclamó con un gesto de dolor—. ¿Qué significa esa carta? ¿Por qué fue Monica a tu piso?

—No lo sé, Rhoda.

Everard decidió conservar la calma sólo porque se dio cuenta de que con ella provocaba la ira de Rhoda.

—¿Nunca había ido antes?

—Nunca que yo sepa.

Rhoda estudió su rostro con profunda atención. Creyó encontrar en él la confirmación a sus dudas. Le era imposible dar crédito a sus negativas después de lo que había visto en Londres y de las circunstancias que, antes de la carta de Mary, habían levantado sus sospechas.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a la señora Widdowson?

—No, no pienso someterme a un interrogatorio —replicó Everard con una sonrisa de desdén—. Desde el momento en que te niegas a aceptar mi palabra no tiene sentido seguir hablando. No me crees. Dilo sinceramente y entendámonos de una vez.

—Tengo buenas razones para creer que, si quisieras, podrías explicar el comportamiento de la señora Widdowson.

—Exacto. Eso está claro. Y si me enfado resulta que soy un bruto imperdonable. Venga, Rhoda, no puedes ofenderte porque te trate simplemente como a un igual. Deja que ponga a prueba tu sinceridad. Supón que te he visto hablando en algún sitio con un hombre que parece interesarte mucho, y que luego, hoy, por ejemplo, me entero de que ha ido a verte cuando tú no estabas en casa. Me presento encendido de rabia y te acuso de estar engañándome… en el peor sentido de la expresión. ¿Cuál sería tu respuesta?

—Eso son suposiciones absurdas —exclamó, burlona.

—Pero puede ocurrir, admítelo. Quiero que te des cuenta de cómo me siento. En un caso así, no podrías hacer más que despreciarme. ¿De qué otra forma puedo reaccionar yo, que conozco mi inocencia, aunque dada la situación sea incapaz de probarla?

—Todas las apariencias parecen estar en tu contra.

—Eso es un accidente que no puedo explicar. Si te acusara de deshonor sólo podrías ofrecer tu palabra como respuesta. Eso es lo que me ocurre a mí. Y mi palabra es rechazada. Me tratas muy severamente.

Rhoda guardó silencio.

—Sé lo que estás pensando. En el pasado mi carácter no ha sido ejemplar. Existen prejuicios contra mí en ese punto. Bien, tendrás que oír palabras más claras, por tu propio bien. No tengo un pasado inmaculado. Ningún hombre lo tiene. He viajado mucho y he tenido mis aventuras como otros hombres. Ya has oído hablar de una de ellas, la historia de esa chica, Amy Drake, la causa del comprensible enojo de la señora Goodall. Tienes que saber la verdad, y si ofende tus oídos lo siento. La chica simplemente se echó en mis brazos durante un viaje en tren, donde nos habíamos encontrado por pura casualidad.

—No quiero oírlo —dijo Rhoda dándose la vuelta.

—Pues lo oirás. Esa historia te ha predispuesto a creer lo peor de mí. Vas a oír toda la historia aunque te retenga a la fuerza. Al parecer Mary sólo te ha dado unas pocas pistas…

—No. Me ha dado todos los detalles. Lo sé todo.

—Desde su punto de vista. Muy bien, eso me ahorra mucha historia. Lo que esa gente no entendía era el carácter de la chica. Creían que era una pobre inocente y en realidad era una… prefiero ahorrarte la palabra. Simplemente planeó tenerme en su poder, pensando que me obligaría a casarme con ella. Es algo que sucede con más frecuencia de la que imaginas. Por eso muchos hombres sonríen de una forma que tu considerarías brutal cuando oyen contar ciertas historias que desacreditan a otro hombre. Tendrás que tenerlo en cuenta, Rhoda, antes de obtener respuestas convincentes a las preguntas que tanto te han preocupado. No tuve nada que ver con la deserción de Amy Drake de los caminos de la honra. Como mucho me porté como un idiota; y consciente de ello y de lo inútil que sería intentar limpiar mi imagen a costa de ella, dejé que la gente dijera lo que quisiera; no me importó. Y tú no me crees, me doy perfecta cuenta. El orgullo sexual no te permite creerme. En estos casos el hombre tiene que ser necesariamente el villano.

—¿Qué quieres decir con que sólo te portaste como un idiota? No lo entiendo.

—Quizá no, y no puedo explicártelo como se lo expliqué en su día a un hombre, un amigo. Pero por muy estricta que sea tu moral no puedes negar que una chica de muy mal carácter no se merece ser el centro de un escándalo como el que se armó con Amy Drake. Si me hubiera molestado un poco habría aclarado las cosas, lo que habría dejado atónitas a la gran señora Goodall y a mi prima Mary. Bueno, basta ya. Nunca he pretendido ser un santo aunque, por otro lado, nunca me he portado como un cretino. Me acusas deliberadamente de ser un cretino y yo me defiendo lo mejor que puedo. Dices que un hombre que busca la perdición de una joven y que luego la abandona es con toda probabilidad culpable en un caso como el de la señora Widdowson, en el que todo está aparentemente en su contra. En ambos casos sólo tengo mi palabra. La cuestión es: ¿aceptas mi palabra?

Por un momento, su intimidad se vio amenazada por dos hombres que venían de Seascale en su dirección. Sus voces hicieron que Rhoda se volviera; Barfoot ya había visto a los desconocidos.

—Vayamos a la parte más alta de la arena —dijo.

Rhoda le acompañó sin responderle y durante varios minutos no dijeron nada. Los hombres pasaron de largo, hablando y riendo a voces; parecían turistas, poco frecuentes en esa tranquila parte de la costa; sus cigarros resplandecían en la oscuridad.

—Después de todo lo que te he dicho, ¿qué tienes que decirme tú, Rhoda?

—¿Podrías devolverme la carta de tu prima? —replicó ella fríamente.

—Aquí la tienes. Ahora volverás a tus habitaciones y estarás con esa carta abierta delante de ti hasta la madrugada. Vas a conseguir amargarte hasta lo indecible, ¿y todo para qué?

Everard se creyó de nuevo en peligro de perder facultades. Rhoda, con esa actitud altanera y resentida, le resultaba muy atractiva. Estaba a punto de tomarla entre sus brazos y besarla hasta que se calmara y se entregara a él. Deseaba verla derramar lágrimas. Pero la voz con que ahora ella le hablaba tenía poco que ver con las lágrimas.

—Tienes que probar que he cometido un error sospechando de ti.

Ah, así que era ésa su pauta de conducta. Creía que su poder sobre él era absoluto. Se aferraba a su dignidad, le obligaría a suplicar, le haría pasarlo verdaderamente mal antes de darse por satisfecha.

—¿Cómo tengo que probarlo? —le preguntó sin rodeos.

—Si no hay nada de que avergonzarse entre tú y la señora Widdowson, tiene que haber una explicación simple al hecho de que ella haya ido a tu casa, con tantas ganas de verte.

—¿Y tengo yo que encontrar esa explicación?

—¿Acaso piensas que soy yo quien debe hacerlo?

—Puede que seas tú, Rhoda, o nadie. No pienso dar ni un solo paso para encontrarla.

La batalla había estallado. Los dos estaban en pie de guerra, pertinaces, decididos a conseguir la victoria.

—Estás cometiendo un terrible error —continuó Everard—. Negándote a aceptar mi palabra me haces imposible esperar que vivamos juntos como habíamos imaginado.

Las palabras le aplastaron el corazón. Pero no podía ceder. La noche anterior había cometido el error de mostrar una actitud débil y femenina; había aceptado ceder tiernamente ante él, y así había triunfado. Ahora debía actuar de otro modo. Si él decía la verdad, tenía que reconocer que era lógica la sospecha que se le atribuía y aclarar las dificultades de tan extraño caso. Si mentía, como ella creía a pesar de todo (aunque quería admitir que Monica podía ser mucho más culpable y que en realidad no habían hecho nada malo), Everard tendría que confesar su culpabilidad con humilde arrepentimiento y pedir perdón. Era imposible adoptar cualquier otra actitud, como imposible era casarse con él sin haber resuelto esa duda. Igualmente era impensable ir en busca de Monica y humillarse para que le aclarara el asunto. Fuera o no culpable, Monica la trataría con secreto desprecio, con la malicia propia de cualquier mujer. Si pudiera llegar a creer a Everard, eso sin duda supondría la consumación de su amor, una unión ideal en cuerpo y alma. Mientras le escuchaba, había intentado creer en sus indignas palabras. Pero había sido en vano. Y esa inevitable incredulidad debía separarlos para siempre o ser para ella la ocasión de un nuevo triunfo.

—No me niego a aceptar tu palabra —dijo, conscientemente sutil—. Sólo digo que debes limpiar tu nombre de toda sospecha. Sin duda el señor Widdowson va a contar esta historia a más gente. ¿Por qué le ha dejado su mujer?

—No lo sé ni me importa.

—Tienes que demostrarme que no eres tú la causa.

—No pienso hacer el menor esfuerzo para demostrarlo.

Rhoda empezó a alejarse. Mientras él guardaba silencio, ella continuó caminando en dirección a Seascale. Él la siguió, unas yardas por detrás, observando sus movimientos. Cuando faltaban cinco minutos para llegar al hotel, Everard habló.

—¡Rhoda!

Ella se detuvo a esperarle.

—Recuerda que iba a irme a Londres mañana. Al parecer será mejor que me vaya y que no me moleste en volver.

—Eso es algo que tienes que decidir tú.

—Eres tú la que tiene la última palabra.

—He dicho todo lo que podía decir.

—También yo. Pero sin duda tienes que ser consciente de hasta qué punto me estás insultando.

—Sólo quiero entender qué quería la señora Widdowson cuando fue a verte a tu casa.

—Entonces ¿por qué no se lo preguntas? Sois amigas. Estoy seguro de que a ti te diría la verdad.

—Si viene a mí por voluntad propia y me lo cuenta, la escucharé. Pero no seré yo quien se lo pregunte.

—Es decir, ¿tengo que ser yo quien le pida que acuda a ti con ese fin?

—Hay gente que puede hacerlo por ti.

—Muy bien. En ese caso estamos en un callejón sin salida. Me parece que lo mejor será que nos demos la mano como gente civilizada y nos digamos adiós.

—Sí, será lo mejor si así te lo parece.

Había caducado el plazo para la ayuda emocional. De hecho no tenían más que decirse. Estaban empecinados en su propia obstinación. Ambos sufrían ante la frialdad del otro, enfadados ante la testaruda negativa del otro a conceder un punto de dignidad. Everard tendió la mano.

—Cuando estés preparada de verdad para admitir que me has tratado muy injustamente, me acordaré sólo de ayer. Hasta entonces… adiós, Rhoda.

Ella le estrechó la mano, pero no dijo nada. Y se despidieron.

A las ocho de la mañana del día siguiente Barfoot estaba sentado en el tren que se dirigía hacia el sur. Se alegraba de haber visto reafirmarse su fuerza de voluntad. No pensaba en ningún momento que el adiós a Rhoda fuera definitivo. Era una mujer tan curiosa que acabaría yendo a ver a Monica y, de una u otra forma, se enteraría de que él era inocente. Ahora debía apartarse de ella y esperar su inevitable sumisión.

Una fuerte lluvia golpeaba contra las ventanillas del vagón; venía de las montañas, invisibles en ese momento aunque las nubes bajas y densas indicaban su emplazamiento. ¡Pobre Rhoda! No iba a pasar un buen día en Seascale. Quizá le siguiera en algún tren más tarde. No cabía duda de que debía de estar sufriendo terriblemente; y eso le alegraba. Cuanto más sufriera antes se sometería. Oh, ¡su sumisión sería perfecta! La había visto en muchas situaciones, pero nunca a merced de la angustia que produce el orgullo herido. Tendría que derramar lágrimas ante él y admitir que su alma estaba deshecha y subyugada por el tormento de los celos y del miedo. Entonces él la levantaría y la sentaría en el lugar de honor, y caería a sus pies y la colmaría de pasión.

Muchas veces, durante el trayecto entre Seascale y Londres, Everard sonrió anticipándose a ese momento.

CAPÍTULO XXVII
EL RESURGIMIENTO

Mientras seguía cayendo la lluvia, que no paró en toda la tarde, Rhoda estuvo en vela en el pequeño salón, tan infeliz como Barfoot la había imaginado. No podía estar segura de que Everard se hubiera marchado a Londres; en el último momento quizá la emoción o la reflexión le hubieran detenido. A primera hora de la mañana había enviado una carta a la señorita Barfoot, escrita la noche anterior, en la que no revelaba sus sentimientos sino que expresaba una distante curiosidad por cualquier cosa que llegara a saberse sobre los quebraderos domésticos del señor Widdowson.

Cuando aclaró Rhoda salió. Volvió a pasear de noche por la orilla del mar. Era evidente que Barfoot se había ido. Si hubiera estado todavía allí, la habría visto y habría ido a buscarla.

Su soledad se había hecho insoportable; sin embargo, no era capaz de decidir si debía o no ceder. La tentación de regresar a Londres era muy fuerte, pero el orgullo prevalecía. Quizá Everard fuera a ver a su prima y le contara todo lo que había ocurrido en Seascale, justificándose como lo había hecho con ella. Tanto si la señorita Barfoot captaba el asunto como si no, Rhoda no podía reconciliar su propio respeto con la idea de acortar sus tres semanas de vacaciones. En vez de eso sometería a sus nervios al límite de su resistencia; si ella no estaba sufriendo, desde luego ninguna mujer sufría.

La tristeza de un nuevo día la llevó a decidirse. No le interesaban ya los lagos y las montañas. Su única necesidad era la compañía humana. Cogió el primer tren al día siguiente, pero no a Londres, sino a Somerset, a casa de su hermano, y se quedó allí hasta el momento de volver al trabajo. La señorita Barfoot le escribió dos veces durante el intervalo diciendo que no había vuelto a tener noticias de Monica. A Everard ni le mencionaba.

Rhoda regresó a Chelsea la tarde del sábado prevista. La señorita Barfoot sabía que llegaba esa tarde, pero no estaba en casa para recibirla y no volvió hasta pasadas un par de horas. Cuando por fin se vieron fue como si durante esas tres semanas no hubiera ocurrido nada importante. Si Mary estaba preocupada, supo fingir con verdadera maestría. Rhoda hablaba como si estuviera encantada de estar de vuelta en casa, achacando su deserción de la zona de los lagos al mal tiempo. No fue hasta después de cenar cuando sacaron a colación el inevitable asunto.

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