Probablemente Micklethwaite no se diera cuenta de lo desmejorada que estaba la pobre mujer. La había visto de vez en cuando y siempre con los ojos del amor. Según sus patéticas palabras, ella era simplemente parte de él. Micklethwaite era tan incapaz de criticar sus rasgos como de ponerse delante del espejo y criticar los propios. Bastaba con verle tomar asiento junto a ella; era el más orgulloso y feliz de los hombres. Estaba viviendo un milagro; al llevarla hasta sus brazos, el bondadoso destino había puesto fin a todos esos años de tristeza, y en ese momento Fanny era la prometida de sus años de juventud, hermosa a sus ojos como la primera vez que la vio.
Los rasgos de su hermana, cinco años más joven, eran más regulares, pero también ella llevaba el sufrimiento grabado en el rostro, y sus ojos ciegos hacían que contemplarla resultara aún más triste. Sin embargo hablaba animadamente y se reía de puro contento ante la felicidad de Fanny. Barfoot le apretó las manos con verdadero cariño.
Fueron en un solo vehículo hasta la iglesia y en media hora la señora a la que, bajo ese nombre, se había dirigido el piano cobraba existencia real. Había sufrido las más sencillas transformaciones: ni vestido de novia, ni velo, ni ramo; sólo la alianza como símbolo de unión. Y podría haber ocurrido muchos años antes; muchos años perdidos de vida humana. Y todo por un poco de dinero.
—Prefiero despedirme de todos aquí —murmuró Everard a su amigo en la puerta de la iglesia.
El recién casado le agarró del brazo.
—Ni hablar. ¡Fanny, dice que se quiere ir ahora! No se irá hasta que haya oído a mi esposa tocar ese bendito instrumento.
Así que se metieron en un coche y volvieron a la casa. Una criada que había acompañado a Fanny desde el campo, una chica de quince años, les abrió la puerta con una sonrisa y una reverencia. Se sentaron y empezaron a conversar embargados por la felicidad, especialmente la chica ciega; quería que le describieran al cura y la iglesia. A continuación la señora Micklethwaite se sentó al piano y tocó música sencilla y anticuada, ni demasiado bien ni demasiado mal, pero haciendo las delicias de dos de sus oyentes.
—Señor Barfoot —dijo por fin la hermana— he oído hablar de usted desde hace tiempo, pero no imaginaba que le conocería en un día como éste, ni que tendría que estarle tan inmensamente agradecida. Mientras tenga mi música puedo olvidarme de que no puedo ver.
—Barfoot es el hombre más bueno del mundo —exclamó Micklethwaite—. Al menos lo sería si entendiera las Coordenadas Trilineares.
—¿Se le dan bien las matemáticas, señora Micklethwaite? —preguntó Everard.
—¿A mí? ¡Oh, no, qué va! Nunca pasé de la regla de tres. Pero hace tiempo que Tom me ha perdonado por ello.
—No desespero en conseguir que aprendas algo de trigonometría elemental, Fanny. Terminaremos nuestros días chismorreando sobre senos y cosenos.
Lo dijo medio en serio, y Everard no pudo evitar echarse a reír.
Se sentó con ellos y compartieron su sencillo almuerzo. A primera hora de la tarde se despidió y se fue. No tenía ganas de ir a casa, en caso de que pudiera darle ese nombre al piso vacío. Después de leer los periódicos en el club, vagó por las calles hasta que llegó la hora de volver al mismo sitio para cenar. A continuación se sentó a fumar un cigarro sumido en sus ensoñaciones, y a las ocho y media se fue a la estación de Royal Oak, rumbo a Chelsea.
Le esperaba una decepción. La señorita Barfoot no estaba en condiciones de ver a nadie. ¿Hacía tiempo que se encontraba mal?, preguntó el joven. No, desde esa misma noche. No había querido cenar y había subido a su habitación. La señorita Nunn no podía recibirle.
Se fue a casa y escribió a su prima.
A la mañana siguiente leyó una noticia en el periódico que parecía sugerir la causa de la indisposición de su prima. Se trataba del reportaje de una investigación. Una chica llamada Bella Royston se había envenenado. Vivía sola, no tenía trabajo y sólo recibía visitas de una señora. Esta señora, la señorita Barfoot, le había estado dando dinero y le acababa de encontrar un puesto como dependienta en una tienda, pero al parecer la joven había pasado dificultades que la habían dejado tan perturbada que no se veía capaz de hacer el esfuerzo que de ella se esperaba. Dejó unas líneas dirigidas a su benefactora en las que decía que prefería la muerte a la lucha que suponía recuperar su posición.
Era sábado. Everard decidió visitar a su prima esa misma tarde y ver si Mary se había recuperado.
Una nueva decepción. La señorita Barfoot se encontraba mejor y estaba fuera desde la hora del desayuno. La señorita Nunn también estaba ausente.
Everard vagó por el vecindario hasta llegar a los jardines del Chelsea Hospital. La tarde era tan agradable y tranquila que podía oír caer las hojas mientras andaba de acá para allá por los senderos del jardín. Estaba molesto por no haber podido ver a la señorita Nunn, aunque no era su presencia en la casa lo que había creado en él la costumbre de aparecer por allí. Más que nunca, lejos de verse embargado por graves pensamientos en relación con Rhoda, se sentía cada vez más encaminado a lo que en tono de broma había apuntado en su conversación con Micklethwaite. Veía la tentación de cortejarla como un interesante pasatiempo, para observar así hasta qué punto una mujer de fuertes convicciones podía resistirse en tales circunstancias. ¿Acaso no tenía ella una pizca de sentimientos en su carácter? ¿Era imposible verla conmoverse como lo hace el resto de las mujeres? Sumido en sus cábalas, alzó la mirada y vio a la mujer que ocupaba sus pensamientos. Estaba sentada a unas yardas de distancia y al parecer no se había percatado de su presencia. Miraba al suelo y su rostro reflejaba un estado de ensueño turbado por la preocupación.
—Acabo de estar en su casa, señorita Nunn. ¿Cómo está hoy mi prima?
Había alzado los ojos un segundo antes de que él hablara y parecía contrariada por haber sido descubierta.
—Creo que la señorita Barfoot se encuentra bien —respondió con frialdad mientras se daban la mano.
—Pero ayer no.
—Una jaqueca, o algo parecido.
Everard estaba atónito. Rhoda hablaba con una fría indiferencia. Ella se había levantado e hizo patente su deseo de abandonar el lugar.
—Ayer tuvo que asistir a un interrogatorio. Quizá eso la alterara.
—Sí, supongo que sí.
Incapaz de adaptarse sin dilación a este singular ánimo de Rhoda, aunque decidido a no dejarla marchar antes de saber su causa, siguió caminando a su lado. En esa parte de los jardines sólo había algunas niñeras con sus niños; habrían sido el lugar y el momento idóneos para profundizar su intimidad con tan admirable mujer. Pero probablemente también ella estaba decidida a deshacerse de él. Definitivamente, una pugna entre su voluntad y la de ella sería una diversión muy de su agrado.
—También a usted la ha alterado, señorita Nunn.
—¿El interrogatorio? —replicó con un desdén apenas velado—. Por supuesto que no.
—¿Conocía a esa pobre chica?
—La conocí hace tiempo.
—En ese caso es natural que su desgracia la haya entristecido.
Everard hablaba como con un respetuoso sentimiento de condolencia, pasando por alto lo que ella había dicho.
—No me afecta en absoluto —respondió Rhoda, mirándole entre la sorpresa y el desagrado.
—Perdóneme si le digo que me resulta difícil creerla. Quizá usted…
Rhoda le interrumpió.
—No suelo perdonar a nadie que me acuse de mentirosa, señor Barfoot.
—Oh, no me tome en serio. Le pido mil perdones. Iba a decir que quizá no se permita usted admitir ningún sentimiento de compasión en un caso así.
—No admito lo que no siento. Buenas tardes.
Everard le sonrió con toda la dulzura y persuasión de que era capaz. Ella le había tendido la mano con fría dignidad, y él, en vez de tomarla para despedirse, la retuvo entre las suyas.
—¡Tiene usted que perdonarme! Me sentiré muy desgraciado si se va dejándome así. Ya veo que estaba equivocado. Usted conoce todos los detalles del caso y yo sólo he leído un pequeño artículo en un periódico. Estoy seguro de que la joven no merecía su compasión.
Ella estaba intentando soltarse la mano. Everard podía sentir la fuerza de sus músculos y la sensación fue de algún modo tan agradable que no pudo soltarla de inmediato.
—¿Me perdona, señorita Nunn?
—Por favor, compórtese. Le agradecería que me soltara la mano.
¿Era posible? Se había sonrojado, aunque muy levemente. Sin duda el color de sus mejillas era fruto de la indignación, puesto que sus ojos le miraban con severidad. Todavía reacio, Everard no tuvo más remedio que obedecerla.
—¿Sería usted tan amable de decirme —dijo con voz grave— si mi prima sufría sólo por esa razón?
—No lo sé —añadió Rhoda tras una breve pausa—. No he hablado con la señorita Barfoot desde hace dos o tres días.
La miró con verdadero asombro.
—¿No se han visto ustedes?
—La señorita Barfoot está enfadada conmigo. Creo que vamos a tener que separarnos.
—¿Separarse? Pero ¿qué ha ocurrido? ¿La señorita Barfoot enfadada con usted?
—Si tengo que satisfacer su curiosidad, señor Barfoot, será mejor que le diga que la causa de nuestras diferencias es la joven que acaba de mencionar. No hace mucho intentó convencer a su prima para que la readmitiera como alumna en Great Portland Street, donde había estado antes de buscarse su propia desgracia. La señorita Barfoot, guiada por su excesiva bondad, estaba dispuesta a hacerlo, pero yo me opuse. Me pareció que readmitirla era un error y una debilidad. Finalmente estuvo de acuerdo conmigo. Ahora que la chica se ha suicidado, ella me culpa por haber interferido. Tuvimos una conversación muy dolorosa y no creo que podamos seguir viviendo juntas.
Barfoot la escuchaba, gratificado. Era todo un logro haber conseguido que Rhoda se explicara, y además sobre un asunto semejante.
—¿Ni siquiera trabajarán juntas? —preguntó.
—Lo dudo.
Rhoda seguía avanzando, pero ya más despacio y sin muestras de impaciencia.
—Estoy seguro de que terminarán superando este contratiempo. Siendo tan buenas amigas, Mary y usted no pueden pelearse como lo hace la mayoría. ¿Me dejaría ayudarla?
—¿Cómo? —preguntó Rhoda sorprendida.
—Conseguiré que mi prima se dé cuenta de que está equivocada.
—¿Cómo sabe usted que está equivocada?
—Porque estoy convencido de que usted tiene razón. Respeto el buen juicio de Mary, pero respeto aún más el suyo.
Rhoda alzó la cabeza y sonrió.
—Ese cumplido —dijo— me halaga menos que el que inconscientemente ha formulado hace un instante.
—Explíquese, se lo ruego.
—Ha dicho que demostrándole a la señorita Barfoot que está equivocada, usted podría hacer que cambiara de opinión con respecto a mí. Al resto del mundo le sería casi imposible apoyarle en eso, ni siquiera los hombres lo harían.
Everard se echó a reír.
—Eso está mejor. Ahora volvemos a hablar como en los buenos tiempos. Sin duda sabrá usted qué poco me importa la opinión de la gente.
Ella guardó silencio.
—Pero, después de todo, ¿no tiene razón Mary? No temo preguntárselo ahora que se le ha iluminado un poco la cara. ¡Estaba muy enfadada conmigo! Y sin duda no me lo merecía. Habría sido usted más indulgente si hubiera sabido la alegría que tuve al verla ahí sentada. Hace casi un mes que nos conocemos y temía no volver a verla.
Rhoda barrió la distancia con una mirada de indiferencia.
—¿Le tenía afecto Mary a esa chica? —preguntó Everard, mirándola.
—Sí.
—En ese caso su tristeza, incluso su rabia, tienen explicación. No me interesa discutir la trayectoria de la joven; probablemente sepa ya todo lo que hay que saber sobre eso. Pero, sea cual sea su error, no hay duda de que no fue su intención empujarla al suicidio.
Rhoda no contestó.
—De todas formas —continuó Everard con su tono de voz más dulce—, prácticamente ha sido eso lo que ha hecho. Si Mary hubiera readmitido a la chica nunca se habría visto embargada por una desesperación así. ¿No es acaso comprensible que Mary se arrepienta de haber seguido su consejo y que le haya dicho cosas bastante duras?
—Sin duda es comprensible. Pero es igualmente comprensible que me ofenda cuando me culpa por algo de lo que no tengo por qué sentirme culpable.
—¿Está usted totalmente segura de que es así?
—Creía que estaba usted totalmente convencido de que era yo quien tenía la razón.
No acompañó estas palabras con una sonrisa, aunque Everard creyó detectar la insinuación de una en sus labios.
—La vida me ha llevado a pensar siempre así… en cuestiones de este tipo. Pero quizá tenga usted cierta tendencia a errar por culpa de su severidad. Quizá sea poco tolerante con la debilidad humana.
—La debilidad humana es un argumento del que se ha abusado demasiado, y generalmente con fines poco admirables.
Sus palabras sonaban a reproche personal. Barfoot no pudo determinar si ésa era la intención de Rhoda, aunque confiaba que así fuera. Cuanto más personal fuera el tono de la conversación, mejor para él.
—Personalmente —dijo—, en contadas ocasiones uso tal argumento, ya sea en defensa propia o de los demás. Pero responde a un fin del que difícilmente podemos desmarcarnos. ¿No se arrepiente, aunque sea un poco, de que su severa lógica prevaleciera?
—En absoluto.
Everard encontró esta respuesta magnífica. Había previsto algún tipo de evasión. Aunque no era lo más apropiado, se vio obligado a sonreír.
—¡Cómo admiro su consecuencia! En comparación con usted, el resto de nosotros no somos más que vacilantes criaturas.
—Señor Barfoot —dijo Rhoda de pronto—, ya es suficiente. Si su aprobación no es sincera, no la necesito. Si está usted poniendo en práctica el poder de su ironía, preferiría que lo hiciera con otra persona. Buenas tardes.
Y con una inclinación de cabeza, se alejó.
Más que suficiente. Después de haber saludado con el sombrero y habiendo girado sobre sus talones, Barfoot siguió paseando, sintiéndose peculiarmente satisfecho. Se reía para sus adentros. Sin duda la señorita Nunn era una deliciosa criatura; sí, también físicamente. Le gustó su aspecto vestida de calle; podía vestirse con sencillez sin ocultar sus atractivas formas. Se la imaginó serpenteando por las colinas, y deseó poder acompañarla en una expedición así; no habría espacio alguno para la debilidad, como suele ocurrir con el común de las mujeres. ¡Qué maravillosos temas podrían salir a colación durante una caminata de veinte millas por el campo! No había el menor atisbo de grundismo
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en Rhoda Nunn; nunca una sonrisa afectada, nunca el más mínimo rodeo al hablar. Qué duda cabía de que un hombre se equivocaba si no la convertía en su compañera para toda la vida.