Mujeres sin pareja (54 page)

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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

BOOK: Mujeres sin pareja
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De pronto Monica se había inclinado hacia delante y tomado la mano de Rhoda entre las suyas, aferrándose a ella.

—Sabía que me diría algo que me sería de gran ayuda. Sabe usted hablar. Pero no es sólo ahora. Voy a estar tan lejos, y tan sola todo el invierno. ¿Me escribirá?

—Será un placer. Y le contaré todo lo que hagamos.

Por un momento a Rhoda le falló la voz; se le nubló la mirada, pero recuperó su expresión confiada.

—Parecía que la habíamos perdido, pero dentro de nada volverá a ser una de las nuestras. Quiero decir que será una de las mujeres que luchen por la causa de las mujeres. Probará usted con su vida que podemos ser seres humanos responsables, en los que se puede confiar y conscientes de su propósito.

—Dígame, ¿cree usted que debo vivir con mi marido cuando ni siquiera le considero un amigo?

—En eso no puedo ayudarla. Si puede llegar a pensar en él como un amigo, en el futuro, sin duda será lo mejor. Pero ahí tiene usted que decidir por sí misma. Parecen haber llegado a un acuerdo muy razonable y dentro de muy poco empezará a ver las cosas con mayor claridad. Concéntrese en recuperar su salud. Salud, eso es lo que ahora necesita. Respire el aire puro de Severn Sea, le será de gran alivio después de este sofocante aire de Londres. El verano que viene espero ir a Cheddar, y de allí iré a verla a Clevedon, y hablaremos y nos reiremos como si esto nunca hubiera ocurrido.

—¡Oh, ojalá! Pero me ha hecho usted mucho bien. Haré lo posible por…

Se levantó.

—Le estaré siempre agradecida —dijo Rhoda, sin mirarla—. Ha hecho usted lo que creía que debía hacer a pesar de lo que suponía; y me ha aliviado enormemente. Naturalmente esto debe quedar entre nosotras. Si alguna vez digo que ya no me tortura la duda nunca diré cómo me liberé de ella.

—¡Ojalá hubiera venido antes!

—Por su bien, si de verdad la he ayudado, ojalá lo hubiera hecho. Pero por lo demás… es mucho mejor así.

Y Rhoda alzó la cabeza, con su sonrisa de libertad en los labios. Monica no osó hacer preguntas. Se acercó a su amiga, tendiéndole con timidez las manos.

—¡Adiós!

—Hasta el verano que viene.

Se abrazaron y se besaron. Cuando por fin se despidieron, Monica volvió a murmurar palabras de gratitud. Luego fueron en silencio hasta la puerta de la calle, y en silencio se separaron.

CAPÍTULO XXX
RETIRADA CON HONOR

A su regreso a Londres Barfoot se había alojado en el hotel Savoy, donde después, incomprensiblemente, decidiría prolongar su estancia. Por el momento no tenía necesidad de mayor intimidad. Sólo era capaz de hacer planes a muy corto plazo; sus próximos pasos eran tan inciertos como lo habían sido los meses que siguieron su vuelta del este.

Mientras tanto llevaba una vida bastante agradable. Los Brissenden no estaban en la ciudad, pero su creciente familiaridad con ellos había ampliado sus perspectivas sociales en una dirección acorde con el cambio sufrido por sus circunstancias. Estaba haciendo amistad con gente con la que sentía afinidad natural, gente rica y culta que no busca destacar, que se mantiene al margen de los círculos de moda, que es dueña de su alma en silenciosa libertad. Es una clase muy reducida, que se distingue especialmente por el encanto de las mujeres que la componen. A Everard no le había sido fácil adaptarse a este nuevo ambiente; desde el principio reconoció sus cualidades tónicas y tranquilizantes, pero sus experiencias le habían acostumbrado a un tipo de relación más ruda y vigorosa; fue justo después de las semanas que pasó en el extranjero, en constante relación con los Brissenden, cuando empezó a entender lo mucho que se identificaba con los principios sociales que esos hombres y mujeres representaban.

En las casas en las que tenía la bienvenida asegurada conoció a tres o cuatro mujeres cuyas excelencias físicas e intelectuales apenas tenían parangón. Esas personas no estaban declaradamente en contra del orden social, religioso o ético de las cosas; es decir, no creían que valiera la pena identificarse con ningún «movimiento». Se contentaban con el derecho sin oposición de la crítica liberal. Vivían plácidamente, rechazando a la mayoría, aunque nunca con agresividad. Everard les admiraba con creciente fervor. Con una excepción estaban casadas, y bien casadas; dentro del encantador grupo, la única que conservaba la libertad de su soltería era Agnes Brissenden, y a Barfoot le parecía que, si la preferencia debiera justificarse, Agnes debía llevarse la palma. El concepto que tenía de ella había cambiado mucho desde los primeros días de su relación; de hecho, se daba cuenta de que en realidad había empezado a conocerla de verdad hacía muy poco. Su primera impresión de que Agnes estaba a su disposición si él decidía cortejarla había sido mera fatuidad. Había interpretado mal la perfecta simplicidad de su conducta y la franqueza con que manifestaba sus gustos intelectuales. Barfoot no podía saber con claridad cuál iba a ser la actitud personal de Agnes con él; en consecuencia, mostraba una genuina humildad hasta el momento desconocida. Pero no era Agnes solamente la que subyugaba su aplomo masculino; sus hermanas apenas tenían menos dominio sobre él, y a veces, mientras conversaba en uno de aquellos salones se maravillaba de sí mismo al apreciar la perfección de su propia suavidad y el gran avance que había conseguido en el pulimiento de su humanismo.

Hacia finales de noviembre se enteró de que los Brissenden estaban en Londres, y una semana después recibió una invitación para cenar en su casa.

Mientras comía en su hotel, Everard meditaba profundamente, puesto que, si no se equivocaba, había llegado el momento de decidirse sobre un punto que llevaba mucho tiempo sin resolver. ¿Qué estaría haciendo Rhoda Nunn? No sabía nada de ella. Su prima Mary le había escrito mientras él estaba en Ostende, en tono amable y amistoso, para informarle de que su simple declaración con relación a cierto asunto desagradable era lo único que necesitaba, y para decirle que esperaba que fuera a visitarla como de costumbre a su regreso. Pero él no se había acercado a la casa de Queen's Road, y era probable que Mary ni siquiera supiera su dirección. Como resultado de sus reflexiones se dirigió al salón y, con desgana, se sentó a escribir una carta. En ella pedía a Mary que se vieran en algún sitio, no en su casa. ¿Podían conversar en las oficinas de Great Portland Street cuando no hubiera allí nadie más?

La señorita Barfoot respondió con una breve nota de asentimiento. Si quería ir a Great Portland Street el sábado a las tres ella le estaría esperando.

Al llegar, Barfoot inspeccionó las habitaciones con curiosidad.

—Siempre había tenido ganas de venir, Mary. ¿Me enseñas las oficinas?

—¿Era eso lo que querías?

—No, en absoluto. Pero ya sabes lo mucho que me interesa tu trabajo.

Mary le enseñó las instalaciones y respondió sin demora a sus preguntas. A continuación se sentaron en un par de sillas frente al fuego y Everard, inclinándose hacia delante como si quisiera calentarse las manos, fue directo al grano.

—Quiero saber de la señorita Nunn.

—¿Quieres saber de ella? ¿Qué es lo que quieres saber?

—¿Está bien?

—Perfectamente.

—Me alegro mucho. ¿Habla de mí alguna vez?

—Déjame pensar… No creo que te haya mencionado últimamente.

Everard alzó la mirada.

—Dejemos de fingir, Mary. Estoy hablando muy en serio. ¿Quieres que te cuente lo que ocurrió cuando fui a Seascale?

—¡Ah, así que fuiste a Seascale!

—¿No lo sabías? —preguntó, incapaz de adivinar la respuesta en el rostro de su prima, un rostro amigable aunque inescrutable.

—¿Fuiste cuando la señorita Nunn estaba allí?

—Naturalmente. Tenías que haberlo imaginado cuando te pedí su dirección en Seascale.

—¿Y qué pasó? Me encantaría oírlo… si deseas decírmelo.

Después de una breve pausa, Everard empezó a contar. Pero no le pareció correcto hacerlo con tanto detalle como lo había hecho Rhoda. Habló de la excursión a Wastwater y del subsiguiente encuentro en la orilla.

—El fin de todo eso era que la señorita Nunn aceptara casarse conmigo.

—¿Aceptó?… Continúa, te lo ruego.

—Bueno. Lo arreglamos todo. Rhoda iba a quedarse dos semanas y nos habríamos casado allí. Pero entonces llegó tu carta y nos peleamos. Yo no estaba dispuesto a suplicar justicia. Le dije a Rhoda que exigirme pruebas era un insulto y que no pensaba dar ni un solo paso para averiguar el significado del comportamiento de la señora Widdowson. Creo que la actitud de Rhoda no fue lógica. Aceptó mi palabra, pero no dijo que se casaría conmigo hasta que todo se hubiera aclarado. Le dije que lo investigara por sí misma, y luego nos separamos no de muy buenos modos.

La señorita Barfoot sonrió y se quedó pensando. Su deber, estaba segura, era abstenerse de toda intromisión. Esas dos personas debían solucionar sus problemas por sí mismas. Interferir era asumir una tremenda responsabilidad. Ya se había arrepentido bastante de lo que había hecho en ese sentido.

—Ahora quiero hacerte una pregunta muy fácil —continuó Everard—. La carta que me escribiste a Ostende, ¿hablaba también por boca de Rhoda?

—Me es imposible responderte a eso. No sabía lo que ella pensaba.

—Bueno, quizá sea una respuesta satisfactoria. Sin duda implica que ella estaba decidida a no ceder en el punto en el que yo tanto insistía. ¿Y desde entonces? ¿Ha tomado alguna decisión?

Era necesario buscar una evasiva. Mary ya estaba enterada del encuentro entre la señorita Nunn y la señora Widdowson. Conocía también el resultado, pero no quiso hablar de él.

—No tengo forma de saber lo que piensa de ti, Everard.

—¿Es posible que me considere un mentiroso?

—Según lo que me has dicho nunca se negó a creerte.

Everard hizo un gesto que denotaba impaciencia.

—Dime, ¿no vas a decirme nada?

—No tengo nada que decir.

—Entonces supongo que tendré que ver a Rhoda. Quizá se niegue a recibirme.

—No lo sé. Pero si lo hace su decisión no te dejará lugar a dudas.

—Prima Mary —la miró y se echó a reír—. Creo que de verdad te alegraría que se negara a verme.

Mary pareció a punto de responder con alguna broma, pero se controló y habló con voz seria.

—No, te equivocas. Quedaré satisfecha con lo que decidáis. Así que ven si lo deseas. Y no tengo nada que ver con eso. Creo que lo mejor será que le escribas y le preguntes si quiere verte.

Barfoot se levantó y Mary se sintió feliz de librarse con tanta rapidez de una situación desagradable. Por su parte no tenía ninguna necesidad de hacer preguntas indiscretas. El comportamiento de Everard le dejaba ver claramente lo que pensaba. Sin embargo, él todavía tenía algo que decir.

—¿Crees que me he portado mal… digamos, con demasiada dureza?

—No soy tan imprudente como para emitir juicios en un caso así, primo Everard.

—Como mujer, ¿dirías que Rhoda tenía razón… en primer lugar?

—Creo —replicó Mary, reticente aunque deliberadamente— que tenía razón al desear posponer su boda hasta saber cuál era el resultado del indiscreto comportamiento de la señora Widdowson.

—Bueno, quizá tengas razón —admitió Everard, pensativo—. ¿Y cuál ha sido el resultado?

—Sólo sé que la señora Widdowson se ha ido de Londres a vivir a una casa que su marido ha alquilado en el campo.

—Me alivia saberlo. Por cierto, el «comportamiento indiscreto» de la jovencita sigue siendo para mí un misterio.

—Y para mí —replicó Mary con un deje de indiferencia en la voz.

—Bien, demos por hecho que fui demasiado duro con Rhoda. Pero supón que cuando me vea, Rhoda me dice que las cosas siguen igual, que nadie le ha explicado nada.

—No puedo discutir sobre tus relaciones con la señorita Nunn.

—Y sin embargo defiendes la reacción que tuvo. Por lo menos admite que no puedo ir a ver a la señora Widdowson y pedirle que publique una declaración en la que admita que yo nunca…

—No pienso admitir nada —le interrumpió la señorita Barfoot, áspera—. Te he aconsejado que vayas a visitar a la señorita Nunn, si ella accede a recibirte. Y no hay más que hablar.

—Bien. Le escribiré.

Así lo hizo, en una nota brevísima que recibió una respuesta de idéntica brevedad. De acuerdo con el permiso que se le concedió, el lunes por la noche Everard se encontró una vez más en el salón de su prima, solo, esperando a que apareciera la señorita Nunn. Se preguntaba qué aspecto tendría, cómo iría vestida. Entró vestida con un sencillo vestido de sarga azul, sin duda con ningún ánimo de impresionarle; sin embargo, Everard no tardó en darse cuenta de que se había peinado como la primera vez que la había visto, un peinado que había cambiado en seguida por otro que la favorecía más.

Se dieron la mano. Barfoot parecía más nervioso y su timidez fue patente en las extrañas palabras con las que empezó a hablar.

—Había decidido no volver hasta que me hicieras saber que me habías juzgado y absuelto. Pero después de todo lo mejor es tener la razón de parte de uno.

—Mucho mejor —replicó Rhoda con una sonrisa que subrayaba su ambigüedad.

Se sentó y él siguió su ejemplo. La situación recordaba muchas conversaciones que habían tenido en esa habitación. Barfoot, de etiqueta, se acomodó en el sillón como si fuera cualquier otro invitado.

—Supongo que no habrías vuelto a escribirme.

—Nunca —respondió Rhoda en voz baja.

—¿Porque eres demasiado orgullosa o porque el misterio sigue siendo un misterio?

—Ya no hay ningún misterio.

Everard hizo un ademán de sorpresa.

—¿De verdad? ¿Has descubierto de lo que se trataba?

—Sí, lo he descubierto todo.

—¿Puedes satisfacer mi más que lógica curiosidad?

—No puedo hablar de ello. Sólo te diré que sé de dónde viene todo el malentendido.

Rhoda estaba cediendo al esfuerzo que había supuesto para ella dominarse desde el momento en que entró. Se le había acentuado el color del rostro y hablaba a trompicones, acelerada.

—¿Y no se te ocurrió que habría sido todo un detalle, en absoluto incompatible con tu dignidad, haberme hecho partícipe de alguna forma de ese hecho?

—No me parece que estés demasiado intranquilo.

Everard se echó a reír.

—Espléndidamente sincera, como siempre. ¿No te importaba lo más mínimo lo mucho que sufría?

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