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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (46 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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Sin duda la relación sería diferente después de la boda. Él dejaría de estar a merced de sus sentidos. Pero qué terrible anticipar una larga y quizá amarga lucha por ser el miembro dominante de la pareja. Después de todo era difícil que eso llegara a ocurrir. El principio de una lucha así sería la señal de la separación. Su situación económica le garantizaba su libertad. Él no era como los pobres infelices que tienen que cargar a la fuerza con una mujer insoportable sólo porque no pueden mantenerse a sí mismos y a sus familias por separado. ¿Debía temer lo peor, la amenaza de perder su independencia, sometida a la voluntad de su esposa?

Después de haber presumido de estar inmunizado contra la estupidez propia de los amantes, Everard había magnificado la imagen de Rhoda. No era la rebelde gloriosa que había imaginado. Como cualquier otra mujer, no confiaba en un amor que no estuviera bendecido por la sociedad. Bueno, eso era algo a lo que debía renunciar, algo perdido. Después de todo, el matrimonio sería un compromiso. No había encontrado su ideal, aunque en esos días sin duda existía.

Y Rhoda, en vela en el pequeño salón de sus habitaciones, se hacía preguntas no menos difíciles. Everard no estaba contento con ella: había cedido, quizá más que a regañadientes, a lo que para él era una debilidad femenina. Yendo con ella al registro se veía representando un papel innoble. ¿No era un mal comienzo obligarle a actuar en contra de su conciencia?

Ella había triunfado de forma espléndida. A ojos del mundo su matrimonio era mejor que cualquier otro que hubiera podido imaginar, y su corazón lo aceptaba embelesado. En un momento de su vida en que se había reconciliado con la idea de no conocer jamás el amor de un hombre, este amor la había buscado con una persistencia tan apasionada que enorgullecería incluso a una mujer joven y hermosa. Ella no era bella; la amaban por su inteligencia, por lo que era. Pero ¿no habría cambiado el concepto que Everard tenía de ella? ¿Al hacerla suya había conseguido a la mujer que deseaba?

¿Por qué no actuaba de un modo más político? ¿No habría sido posible gratificar a Barfoot y a la vez conseguir que accediera a un matrimonio legal? Si hubiera empezado obedeciéndole habría parecido que confirmaba todo lo que él había visto en ella; y luego, cuando Everard se hubiera ya entregado, qué simple habría resultado hacerle ver (sin súplicas, sin demostrar demasiado empeño) que no se ganaba nada con saltarse los formalismos. Una artimaña de ese calibre era quizá lo que exigían las circunstancias. A buen seguro él mismo habría recibido la idea con ilusión, después de la halagadora sensación que le habría producido inspirar tamaña devoción por su parte. Corresponde a la mujer hacer uso del tacto, y ella había resultado ser totalmente inepta en su manejo.

Estudiaría la actitud de Everard al día siguiente. Si observaba algún cambio importante, alguna señal que indicara honda desilusión…

¿Qué iba a ser de su vida? Al principio viajarían juntos, pero no pasaría mucho tiempo antes de que fuera necesario crear un hogar; ¿cuál sería entonces su posición social, sus deberes y sus placeres? Las tareas de la casa, meros trabajos domésticos, sólo podrían tenerla ocupada una mínima parte del día. Después de haber perdido su única meta en la vida (digna, absorbente, susceptible de ampliar sus fronteras con el paso del tiempo), ¿qué otra podría sustituirla?

El amor por su marido, o quizá por los hijos. Tenía que haber algo más. Rhoda no se engañaba en cuanto a lo que su naturaleza exigía: actividad práctica en alguna empresa intelectual; participar en, no, liderar algún «movimiento»; estar vinculada a la vida revolucionaria del momento… Una vez satisfecha su vida amorosa, esas cosas volverían a llamarla. Pero ¿qué ocurriría si Everard intentaba fiscalizar esas tendencias? ¿Era realmente capaz de respetar su individualidad o su fuerte instinto autoritario terminaría por llevarle a dirigir a su esposa como un ser dependiente y a imponerle su propia visión de las cosas? Rhoda dudaba que él sintiera auténtica simpatía por la emancipación de la mujer como ella la entendía. Y sin embargo sus convicciones no habían cambiado ni un ápice, ni lo harían. Ella ya no era una de las «mujeres sin pareja»; la fortuna había sido (o eso parecía) generosa con ella, pero le embargaba todavía la sensación de que tenía una misión que cumplir. Aunque ya no era un modelo de mujer independiente, y por tanto no podía seguir usando el mismo lenguaje que hasta entonces, sí podía ilustrar la exigencia de igualdad en el matrimonio para la mujer… siempre que su experiencia no resultara ser un obstáculo.

A la mañana siguiente, como habían acordado, se encontraron a escasa distancia de Seascale, y pasaron juntos dos o tres horas. No había peligro de que nadie los viera, a menos que se cruzaran con algún campesino de paso. De hecho, su intimidad no habría estado más asegurada en una habitación cerrada. Para evitar preguntas que pudieran despertar la curiosidad del personal del hotel, Barfoot propuso ir caminando esa tarde hasta Gosforth, la ciudad más cercana, y averiguar dónde estaba la oficina del registro que correspondía a la localidad de Seascale. Ninguno de los dos hizo alusión a sus diferencias de la noche anterior, pero Rhoda se torturaba imaginando una disminución de fervor en su compañero; Everard parecía extrañamente callado y meditabundo y se contentaba con cogerle de la mano de vez en cuando.

—¿Te vas a quedar toda la semana? —preguntó Rhoda.

—Si tú quieres.

—Acabarás por aburrirte.

—Si estás tú eso es imposible. Pero quizá sea mejor que me vaya un par de días a Londres. Hay que encargarse de los preparativos. Primero nos alojaremos en mi piso…

—Preferiría no pasar por Londres.

—Creía que querías hacer algunas compras.

—Vayamos a cualquier otra ciudad, y pasemos allí unos días antes de irnos de Inglaterra.

—Muy bien. Manchester o Birmingham.

—Pareces impaciente —dijo ella, mirándole con una sonrisa incómoda—. Si prefieres que vayamos a Londres…

—En absoluto. Me es totalmente indiferente siempre que consigamos irnos juntos. Los hombres nos impacientamos con esta clase de preliminares. Sí, en cualquier caso tengo que ir a Londres. Me iré mañana y estaré de vuelta el domingo.

Un aguacero les causó algún que otro contratiempo. Siguió lloviendo de vez en cuando a lo largo de la tarde mientras Barfoot se ocupaba de sus asuntos en Gosforth. Tenía que verse con Rhoda a las ocho y como todavía era muy temprano volvió dando un gran rodeo; llegó al hotel hacia las seis y media. Nada más entrar le entregaron una carta que había traído un mensajero una o dos horas antes. Le sorprendió reconocer la letra de Rhoda en el sobre, que parecía contener al menos dos hojas. ¿Y ahora qué? ¿Algún caprichito? Nervioso y molesto, anticipando el peligro, buscó un rincón apartado y abrió el sobre.

Primero había una carta adjunta; se trataba de una carta escrita con la letra de su prima Mary. Miró la otra hoja y leyó lo siguiente:

Te envío algo que me ha llegado en el correo de la tarde. Te ruego que lo traigas cuando nos veamos a las ocho, si todavía deseas que nos veamos.

Enrojeció de ira. ¿Qué estupidez era ésa? todavía deseas que nos veamos, y escrito con mano temblorosa. Si así iba a ser su experiencia matrimonial… ¿Qué basura le había escrito Mary?

Querida Rhoda:

Me acaba de suceder algo muy doloroso, y creo que tienes que estar al corriente de lo ocurrido puesto que puede afectarte esta noche (lunes), cuando he llegado a casa de Great Portland Street, Emma me ha dicho que había venido el señor Widdowson, que deseaba verme lo antes posible y que volvería a las seis. Volvió y su aspecto me alarmó. Parecía gravemente enfermo. Me dijo sin rodeos: «Mi mujer me ha dejado. Se ha ido a casa de su hermana y se niega a volver». La noticia me dejó atónita; sobre todo me preguntaba por qué había venido a contármelo precisamente a mí de esa forma tan extraña. La explicación no tardó en llegar. El señor Widdowson dijo que su esposa se había estado comportando muy mal últimamente, que la había pillado en algunas mentiras referentes a cómo pasaba las horas que se ausentaba de casa, de día y de noche. Sospechando lo peor, el pasado sábado contrató a un detective privado para que siguiera a la señora Widdowson. Ese hombre la siguió hasta el edificio de Bayswater donde vive Everard y la vio llamar a su puerta. Como nadie le abrió, se fue un rato y volvió, pero tampoco entonces encontró a nadie. Esto le fue comunicado rápidamente al señor Widdowson, que preguntó a su mujer dónde había pasado la tarde. Ella respondió con falsedad. Le dijo que había estado aquí conmigo. En ese momento él perdió los estribos y la acusó de infidelidad. Ella se negó a dar la menor explicación, pero se declaró inocente y se fue de casa. Desde entonces se ha negado en redondo a ver a su marido. Su hermana sólo nos informa de que Monica está muy enferma, y de que culpa a Widdowson de haberla acusado erróneamente.

Había venido a verme, me dijo el señor Widdowson, terriblemente angustiado y desesperado, para preguntarme si había observado algo sospechoso entre Monica y mi primo cuando se veían en esta casa o en cualquier otro sitio. ¡Buena pregunta! Naturalmente, sólo pude responderle que nunca se me había pasado por la cabeza observarles, que por lo que yo sabía apenas se habían visto y que jamás se me habría ocurrido sospechar de Monica. «Pero no puede usted negar que tiene que ser culpable», repetía una y otra vez. Dije que no, que pensaba que la visita de su esposa podía deberse a motivos totalmente inocentes, aunque no podía entender por qué había mentido al respecto. Entonces me preguntó si sabía algo de Everard. Le respondí que estaba casi segura de que mi primo se había ido de la ciudad, pero que no sabía adónde o cuándo estaría de vuelta. El pobre hombre estaba profundamente desconsolado. Me miraba como si formara parte de un complot contra él. Sentí un tremendo alivio cuando por fin se fue, después de haberme rogado plena discreción.

Como puedes ver, te escribo a toda prisa. Está claro que tenía que escribirte, aunque quizá esté cometiendo un lamentable error. No puedo creer esas acusaciones contra la señora Widdowson; tiene que haber alguna explicación. Si ya te has ido de Seascale, esta carta me será devuelta.

Siempre tuya, mi querida Rhoda,

Mary BARFOOT

Everard se echó a reír amargamente. Los cargos contra él debían de ser apabullantes a ojos de Rhoda, y su propia inocencia hacía que le resultara exasperante tener que defenderse. Y ¿cómo iba defenderse?

La historia era de lo más extraña. ¿Se equivocaba optando por la interpretación que al instante le había venido a la cabeza… o que su vanidad había inspirado? Recordaba el encuentro con la señora Widdowson cerca de su casa el pasado viernes. Recordaba, además, los signos de interés por él que, ahora que lo pensaba, ella había mostrado en anteriores ocasiones. ¿Acaso aquella pobre mujer, sin duda infeliz con su marido, se había enamorado de él? Pero, aunque ése fuera el caso, qué insensatez por su parte haber ido a verle a su casa. Estaba claro que su desesperación la había llevado a pasar por encima de todo decoro. Quizá si hubiera estado en casa ella habría fingido que iba a verle para hablar de Rhoda Nunn. Qué imprudente había sido al convertir en confidente a una persona así. Pero Monica le gustaba y eso era muy tentador.

—¡Por Judas! —murmuró, totalmente angustiado por la idea—. ¡Gracias a Dios que no estaba en casa!

Pero… le había dicho a Monica que se iba de Londres el sábado. ¿Cómo podía esperar encontrarle? No quedaba claro en la carta a qué hora había ido a verle. Probablemente esperaba encontrarle antes de que se fuera. Y ¿cabía explicar la presencia de ella en su barrio el viernes (y su aspecto confundido) como un intento abortado de verse con él en privado?

¡Qué asunto tan extraño… y qué locura! Rhoda estaba furiosa de celos. Bueno, también él estaba furioso. Y no iba a ocultarlo. Era extraño, pero casi se sentía agradecido de tener un motivo de pelea con Rhoda. Llevaba todo el día irritado, y se conocía lo suficiente para saber que estaba así por lo resentido que le había dejado su derrota de la noche anterior. Pensaba en Rhoda como antes, pero un elemento muy parecido a la brutalidad se había colado en sus emociones; ésa era la razón de que se hubiera abstenido de acariciarla esa mañana; no podía confiar en sí mismo.

No iba a aguantar ninguna tontería. Si Rhoda prefería no aceptar su declaración, ya podía ir asumiendo las consecuencias. Quizá ahora conseguiría que se arrodillara ante él. Mejor dejar que le acusara de algo que no había hecho. Entonces dejaría de ser él el que suplicara sus favores. Se apartaría de ella hasta que se presentara ante él en arrepentida penitencia. Tarde o temprano el orgullo de cada uno, la obstinación de sus caracteres, tenían que enfrentarse. Mejor que fuera cuanto antes, antes de dar el paso irrevocable.

Comió con hambre canina y bebió mucho más de lo habitual. Luego estuvo fumando hasta el último minuto de retraso que permitía su cita. Naturalmente Rhoda le había enviado la carta al hotel porque no habría podido leerla a la luz del crepúsculo. Sabia decisión. Y él se alegraba de haber tenido tiempo para pensar y calmar su ira hasta un punto razonable. ¡Si alguna vez el hombre acertara al enfadarse…!

Allí estaba ella, al borde mismo del mar. No se daría la vuelta para ver si él se acercaba, estaba seguro de eso. No podía saber si había oído sus pasos. Ya bastante cerca de ella, exclamó:

—¿Y bien, Rhoda?

Ella tenía que saber que se acercaba, porque no se sobresaltó. Lentamente le miró. En su rostro no había rastro de lágrimas. No, Rhoda estaba por encima de eso. Seriedad mortecina… sólo eso.

—Y bien —continuó—, ¿qué tenías que decirme?

—¿Yo? Nada.

—Eso quiere decir que es mi deber explicar lo que Mary te ha dicho. No puedo, así que asunto concluido.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Rhoda con voz distante clara.

—Exactamente lo que he dicho, Rhoda. Y me veo en la obligación de preguntarte a qué se debe el tono en que me hablas. ¿Qué ha pasado desde que nos hemos despedido esta mañana?

Rhoda no pudo disimular su asombro. Le miró fijamente.

—Si tú no puedes explicar esa carta, ¿quién puede?

—Supongo que la señora Widdowson podría explicar sus actos. Yo desde luego no. Y me parece que has olvidado lo que ocurrió entre nosotros ayer.

—¿Olvidado qué? —preguntó con frialdad y volviendo el rostro (hasta el momento orgullosamente erguido) hacia el mar.

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