Cuando, unos días después, recibió una carta de la señorita Barfoot, la abrió y vio… sí, era la letra de Everard. Mary le había enviado la carta para que la leyera.
Querida prima Mary:
Después de todo el tono de mi última nota no fue demasiado agradable. Pero habían puesto a prueba mi paciencia. Lo he pasado muy mal. Ahora por fin estoy recuperando la cordura y puedo admitir que no tenías otra opción que hacer esas preguntas. No sé nada de la señora Widdowson ni me importa. Con su extraño comportamiento me ha hecho un daño irreparable o un gran favor, todavía no estoy seguro, aunque me inclino por lo segundo. He aquí una adivinanza de, me atrevo a decir, fácil solución.
¿Sabes algo de Arromanches? Es un pequeño y tranquilo rincón de la costa de Normandía. Está a una hora en coche de Bayeux y no hay muchos ingleses. Me fui a Arromanches invitado por los Brissenden, que habían descubierto el lugar el año pasado. Son una gente excelente. Cuanto más les conozco más me gustan. Las dos hijas son muy liberales, quizá en extremo. Estoy seguro de que te gustarían. Tienen una gran educación. Agnes, la pequeña, lee en media docena de idiomas y me avergüenza con sus conocimientos. Y es deliciosamente femenina.
Como se iban a Ostende decidí ir con ellos, y seguimos viéndonos muy a menudo.
En algún momento tendré que encontrar otro piso si decido volver a Londres. El ingeniero, que vuelve a Inglaterra después de una ausencia que ha resultado más larga de lo que había previsto, quiere su piso, y naturalmente está en todo su derecho. Pero quizá decida volver sólo a por mis cosas. No iré a verte a menos que me hagas saber que no dudas de lo que por dos veces te he asegurado. Tu disoluto pariente,
E. B.
«Creo —escribía Mary— que podemos creerle. Una mentira así sería demasiado. No es capaz de algo así. Recuerda que nunca le he acusado de mentiroso. Le escribiré para decirle que acepto su palabra. ¿Se te ha ocurrido ir a ver a la señora Widdowson? O, en caso de que haya objeciones insalvables, ¿por qué no ver a la señorita Madden? Hablamos en clave, querida Rhoda. Bueno, sólo deseo tu bien, como ya sabes, y debes decidir por ti misma dónde se esconde ese bien.»
La carta de Everard hizo que Rhoda se dejara llevar por la ira. Él sabía al escribirla que la carta llegaría a sus manos y esperaba darle celos. Así que la señora Widdowson le había hecho un gran favor. Everard tenía plena libertad para dedicarse en cuerpo y alma a Agnes Brissenden y a sus seis idiomas, su extrema liberalidad y sus encantos femeninos.
Si no era capaz de aplastar el amor que sentía por ese hombre se envenenaría, como tan a menudo había decidido hacer en caso de caer víctima de alguna enfermedad terminal, como el cáncer.
¿Y alimentar así su vanidad? ¿Dejar que durante el resto de sus días pensara que, por amor a él, una mujer de incomparables cualidades intelectuales y emocionales había muerto como una rata?
Se paseó por las habitaciones, de acá para allá, arriba y abajo, en un estado de febril intranquilidad. Al fin y al cabo, ¿no estaba él comportándose exactamente como ella tendría que desear? ¿No estaba ayudándola a odiarle? Le propinaba golpes indignos de un hombre, pensando sin duda que así doblegaría su orgullo y acabaría llevándola hasta él, postrada y humillada. ¡Nunca! Incluso en caso de que se probara con claridad que tendría que haberle creído no se sometería. Si la amaba, tendría que cortejarla de nuevo.
Pero la sugerencia que Mary le hacía en su carta no cayó en saco roto. Después de pensarlo uno o dos días, Rhoda escribió una nota a Virginia Madden en la que le pedía como favor que fuera a verla a Queen's Road el sábado por la tarde. Virginia respondió sin demora con la promesa de ir a verla, y cumplió puntualmente con la cita. Aunque vestía mucho mejor que en tiempos anteriores a la boda de Monica, había perdido algo que los vestidos no podían compensar; su rostro había perdido ese inconfundible refinamiento que hacía de su forma de vestir algo secundario. Un desagradable enrojecimiento le teñía los párpados y la parte baja de la nariz; la boca se le estaba volviendo basta y laxa y el labio inferior le colgaba un poco; sonreía con una timidez apocada y como de disculpa, típica de la gente que tiene algo de lo que avergonzarse; sonreía incluso cuando hacía esfuerzos por parecer apenada; y tenía la mirada furtiva. Se sentó al borde de una silla, como una inquieta candidata que opta a algún puesto de trabajo o una mujer que espera caridad, y su aspecto quedaba reforzado por la humedad de sus ojos, que la obligaba constantemente a recurrir a su pañuelo.
Rhoda no podía andarse con rodeos con esa pobre y hundida mujer, cuyo cambio durante los últimos años, especialmente durante los últimos doce meses, a menudo la había preocupado. Casi de inmediato sacó a colación el asunto de su cita.
—¿Por qué no ha venido a verme antes?
—No podía. Las circunstancias… todo esto es tan doloroso. Ya sabe… ¿sabe lo que ha ocurrido?
—Por supuesto.
—¿Cómo —preguntó Virginia con timidez— se enteró de la noticia?
—El señor Widdowson estuvo aquí y se lo contó todo a la señorita Barfoot.
—¿Que estuvo aquí? No lo sabíamos. Entonces ¿sabe cuáles son sus acusaciones?
—Sí, lo sé todo.
—Son totalmente infundadas, se lo aseguro. Monica es inocente. La pobre chiquilla no ha hecho nada malo. Fue una indiscreción, nada más que una indiscreción.
—Créame si le digo que nada me complacería más que creerla. ¿Puede usted probarlo? ¿Puede explicar el comportamiento de Monica, no sólo en esa ocasión, sino sus otros engaños? El señor Widdowson le dijo a la señorita Barfoot que Monica le mentía a menudo, como cuando le dijo que había venido aquí y no era cierto.
—No puedo explicarle eso —se lamentó Virginia—. Monica no quiere contarme por qué ocultaba sus movimientos.
—Entonces ¿cómo puede pedirme que la crea cuando asegura que no es culpable?
La dureza de esa pregunta hizo que Virginia se sonrojara y quedara completamente desconcertada. Soltó el pañuelo, empezó a buscarlo a tientas y respiró hondo.
—¡Oh, señorita Nunn! ¿Cómo puede usted pensar que Monica…? Usted sabe que ella no…
—Cualquier ser humano puede cometer un crimen —dijo Rhoda impaciente, exasperada ante lo que parecía una nueva prueba contra Barfoot—. ¿Quién conoce a alguien lo suficiente para afirmar que una acusación es infundada?
La señorita Madden empezó a sollozar.
—Me temo que está usted en lo cierto. Pero mi hermana… mi querida hermana…
—No era mi intención afligirla. Cálmese y hablemos tranquilamente.
—Sí, perdone, me encantaría poder hablar de esto con usted. Oh, ¡si pudiera convencerla para que volviera con su marido! Él quiere que ella vuelva. Me encuentro con él a menudo en Clapham Common y… es él quien nos mantiene. Cuando Monica llevaba ya una semana en mi casa, él alquiló este piso para nosotras y Monica consintió en que nos mudáramos. Pero no quiere oír hablar de volver con él. Widdowson nos ha ofrecido la casa para nosotras solas, pero en vano. Le escribe cartas, pero ella no las contesta. ¿Sabía que ha alquilado una casa en Clevedon… una casa preciosa? Iban a mudarse en una o dos semanas, y Alice y yo íbamos a vivir con ellos. Entonces ocurrió esto. Y el señor Widdowson ni siquiera insiste en que confiese lo que se empeña en ocultar. Está dispuesto a recibirla en cualquier circunstancia. Y ella está tan enferma…
Virginia rompió a llorar, como si hubiera algo más que no se atreviera a desvelar. Se le encendieron las mejillas y paseó su infeliz mirada por la habitación.
—¿Se refiere a que está enferma de gravedad? —inquirió Rhoda, haciendo un tremendo esfuerzo para suavizar la voz.
—Se levanta todos los días, pero cada vez me da más miedo que… Ha tenido muchos desmayos…
Rhoda escrutaba a su contertulia sin piedad.
—¿Cuál podría ser la causa de eso? ¿Es porque se la acusa injustamente?
—En parte sí. Pero…
De pronto Virginia se levantó y se acercó a Rhoda. Una vez a su lado, le susurró una o dos palabras al oído. Rhoda palideció. Se le encendieron los ojos de furia.
—¿Y aun así cree usted que es inocente?
—Me lo ha jurado. Dice que tiene una prueba de su inocencia que algún día me enseñará… también a su marido. Está obsesionada con el presentimiento de que no vivirá, y antes del fin lo contará todo.
—Supongo que su marido sabe todo esto… me refiero a lo que acaba de contarme.
—No. Monica me ha prohibido hablar. ¿Cómo podría hacerlo, señorita Nunn? Me ha hecho prometer que no diré nada al señor Widdowson. Ni siquiera se lo he dicho a Alice, aunque ella no tardará en enterarse. Deja su puesto a finales de septiembre y vivirá con nosotras en Londres durante un tiempo. Esperamos convencer a Monica para que se mude a la casa de Clevedon. El señor Widdowson ha decidido conservarla y va a trasladar los muebles de Herne Hill en cualquier momento. ¿No podría ayudarnos, querida señorita Nunn? A usted Monica la escucharía, estoy segura.
—Me temo que no serviría de nada —respondió Rhoda con frialdad.
—Tiene muchas ganas de verla.
—¿Eso ha dicho?
—No con estas palabras… pero estoy segura de que quiere verla. Ha preguntado por usted muchas veces y se puso muy contenta cuando recibió su nota. Nos haría un favor tan grande si…
—¿Asegura que no va a volver con su marido?
—Sí, lamento decir que así es. Pero la pobre está convencida de que le queda poco tiempo de vida. Nada consigue persuadirla de lo contrario. «Voy a morir y dejaré de molestaros», eso es lo que siempre me dice. Y una convicción de ese tipo suele hacerse realidad. Nunca sale de casa, y sin duda es un gran error; tendría que salir todos los días. Se niega a que la vea un médico.
—¿Le ha dado el señor Widdowson razón para que ella le rechace? —preguntó Rhoda.
—Se mostró tremendamente violento cuando descubrió que… supongo que es normal… pensó lo peor, y siempre ha sido tan leal a Monica… Ella dice que creyó que iba a matarla. Siempre he pensado que es un hombre muy severo. Nunca soportó que Monica saliera sola. Lamento decir que eran infelices, muy infelices… y tan diferentes en todos los sentidos… Pero, tras lo ocurrido, ¿cree usted que debería volver con él?
—No sé qué decir. No lo sé.
La voz de Rhoda traslucía sentimientos encontrados. Si no hubiera tenido intereses en el asunto no habría dudado ni un segundo en expresar su opinión. Habría afirmado que los sentimientos de la mujer eran la única ley a seguir en un caso como ése. Pero dadas las circunstancias, sólo podía pensar en Monica con profunda repugnancia y desconfianza. Ocultar la prueba decisiva le parecía una clara muestra de la falsedad de una mujer débil, una mentira que nacía de la vergüenza y de la desesperación. Sin duda se sentiría aliviada si Monica acababa por trasladarse a Clevedon, pero no podía soportar la idea de ir a visitar a la joven. Fuera cual fuera el final, no quería ayudar a desencadenarlo. Tenía que alejar su dignidad y su orgullo de tan odiosa relación.
—No puedo quedarme más tiempo —dijo Virginia, levantándose tras un doloroso silencio—. Siempre tengo miedo de dejarla sola, aunque sea durante una hora. El temor a las cosas horribles que pueden pasar me atormenta día y noche. ¡Cómo me alegraré cuando llegue Alice!
Rhoda no tuvo con ella ni una sola palabra de consuelo. Su compasión por Virginia era la misma que podría haber sentido por cualquier desconocida que se hallara envuelta en algún asunto sórdido. La vieja amistad había desaparecido. Tampoco le habría sorprendido demasiado si hubiera seguido a la señorita Madden hasta la estación y hubiera visto cómo, después de echar un rápido vistazo a derecha e izquierda, se metía a toda prisa en una taberna y volvía a aparecer, cubriéndose los labios con su pañuelo: una mujer vencida y débil, un claro ejemplo de una clase determinada de mujer, cuyo objetivo en la vida era deteriorarse.
¡Voluntad! ¡Propósito! ¿No corría ella el peligro de olvidar esas consignas que habían guiado su vida de la juventud a la madurez? La infelicidad de esa pobre criatura se debía en gran medida a la convicción de que al renunciar al amor y al matrimonio lo había perdido todo. Así pensaba la mayoría de las mujeres, y en sus peores momentos también ella había engrosado las filas de esas pobres de espíritu, atendiendo sólo a la llamada de la carne. Pero finalmente su alma había vencido. La pasión había adquirido un nuevo sentido; tenía un concepto de la vida mucho más amplio, más liberal; había decidido dejar de reprimir sus instintos naturales. Pero ni su conciencia ni su sinceridad debían sufrir por ello. Allí donde el destino la llevara, tenía que seguir siendo la misma mujer independiente y orgullosa, responsable sólo de sus actos, fiel a las más nobles leyes de su existencia.
Uno o dos días después de su cita con Virginia tuvo invitadas a comer: Mildred Vesper y Winifred Haven. Entre las chicas en cuya educación había intervenido, estas dos eran con mucho las más independientes, valientes y prometedoras. Entre las dos existían pequeñas diferencias de carácter, e intelectualmente la señorita Haven era mucho más avanzada. Rhoda tenía mucho interés en observarlas mientras hablaban de todo tipo de temas; las conocía bien, pero esperaba encontrar en ellas alguna nueva señal de fuerza femenina que pudiera serle de ayuda en su propia lucha por la redención.
Muy rara vez enfermaban. Mildred todavía conservaba rasgos que delataban su infancia en el campo. Era la más robusta, andaba con decisión y sus modales eran menos refinados. Atosigada, la salud de Winifred a buen seguro se resentiría, pero su vivacidad natural auguraba una pertinaz resistencia a cualquier tipo de influencia opresiva. Mildred había trabajado más y había sufrido privaciones que su compañera desconocía. Nunca se distinguiría por nada en especial, pero era realmente difícil imaginarla quejándose si seguía contando con sus propias fuerzas y con sus amigos. Con toda probabilidad, en veinte años seguiría manteniendo esa mirada clara y serena, la misma sonrisa honrada y el mismo sentido del humor seco. Winifred tenía más posibilidades de pasar momentos más tormentosos. Su posición social la acercaba a hombres que podían enamorarse de ella, mientras que Mildred vivía totalmente apartada del mundo de los hombres. Además, era mucho más apasionada que Winifred. Adoraba la literatura, estudiaba todo lo que podía y estaba empeñada en ayudar a crear ese periódico para mujeres del que tanto se hablaba en la oficina de la señorita Barfoot.