—No, no le he visto. Y ahora tengo que irme. Aquella señora me está esperando.
La señorita Eade asintió, pero inmediatamente cambió de idea y detuvo a Monica cuando ésta le daba ya da espalda.
—¿Le importaría decirme cuál es su apellido de casada?
—No creo que sea asunto suyo, señorita Eade —replicó Monica, envarada—. Ahora tengo que irme.
—¡Si no me lo dice, la seguiré hasta averiguarlo! ¡Créame que lo haré!
El cambio de discreta cortesía a grosera insolencia fue tan repentino que Monica se quedó atónita. Había una maldad evidente en los ojos que ahora la escrutaban.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué interés puede usted tener en mi apellido?
La chica acercó su cara a la suya y gruñó con voz barriobajera:
—¿Acaso es un apellido del que se avergüenza?
Monica se alejó de ella, en dirección al quiosco. Cuando se hubo reunido con su hermana, se dio cuenta de que la señorita Eade seguía mirándola.
—Compremos un libro —dijo— y volvamos a casa. No va a parar de llover.
Eligieron un volumen barato y, como ya tenían sus billetes de vuelta, se dirigieron al andén desde el que salía su tren. Antes de llegar a las puertas de acceso al andén, Monica oyó la voz de da señorita Eade a su espalda. Había cambiado otra vez, y su tono suplicante le recordó al de muchas conversaciones que habían tenido en Walworth Road.
—¡Dígamelo! Le ruego que me disculpe por ser grosera. No se marche sin decírmelo.
Monica ya había comprendido el significado de tanta importunidad, y sentía lástima por aquella criatura abandonada en la que parecía subsistir da antigua pasión de los viejos tiempos.
—Mi nombre —dijo brusca— es señora Widdowson.
—¿Me está diciendo la verdad?
—Le he dicho lo que usted quería saber. No puedo hablar…
—¿Y de verdad no sabe nada de él?
—Nada.
La señorita Eade se alejó, taciturna y convencida sólo a medias. Mucho después de que Monica hubiera desaparecido seguía deambulando por el andén y por los alrededores de la estación. Su hermano tardaba en llegar. Una o dos veces se puso a hablar con algunos hombres que también esperaban, quizá a sus hermanas, y por fin uno de ellos tuvo la amabilidad de ofrecerle un refresco, que ella aceptó encantada. Rhoda Nunn la habría clasificado al verla: un tipo de mujer sin pareja a tener en cuenta.
Después de eso Monica empezó a salir con frecuencia, siempre acompañada por su hermana. Más de una vez vieron a Widdowson, que pasaba frente a la casa al menos cada dos días; no se acercó a ellas, y si lo hubiera hecho Monica habría guardado un obstinado silencio.
No le había escrito desde hacía más de dos semanas. Por fin llegó una carta: simplemente una repetición de sus anteriores súplicas.
He sabido —escribía— que tu hermana mayor viene a Londres. ¿Por qué permitir que tenga que buscar habitación cuando tenéis una cómoda casa a vuestra disposición? Deja que te convenza de mudaros a Clevedon. Los muebles serán trasladados en cuanto así lo desees. Prometo solemnemente no molestarnos, ni siquiera escribirte. Quedará claro que los negocios me retienen en Londres. Acepta mi oferta por el bien de tu hermana. Si pudiera verte a solas podría darte una buena razón para que tu hermana Virginia se beneficie del cambio. Quizá ya lo sepas. Respóndeme, Monica. Jamás volveré a referirme de ningún modo a lo ocurrido. Sólo deseo con todas mis fuerzas poner fin a la desgraciada vida que llevas en este momento. Vete a la casa de Clevedon, te lo imploro.
No era la primera vez que insinuaba lo beneficioso que podía ser para Virginia alejarse de Londres. Monica no sospechaba a qué se refería. Le mostró a su hermana la carta y le preguntó si entendía la parte en que la nombraba.
—No tengo ni idea —replicó Virginia con mano temblorosa, mientras sostenía el papel—. Supongo que piensa que no tengo buen aspecto.
Monica quemó la carta, como había hecho con las demás, sin respuesta alguna. Virginia parecía tener sentimientos encontrados sobre la posibilidad de trasladarse a Clevedon. A veces apremiaba a Monica con extrema persistencia para que aceptara la oferta de Widdowson. Otras, como ahora, guardaba silencio. Pero Alice le había escrito pidiéndole que utilizara todas sus artes para convencer a Monica. La señorita Madden prefería infinitamente quedarse a vivir en Clevedon, por muy humildes que fueran sus circunstancias, a volver a Londres mientras esperaba un nuevo empleo. El puesto que estaba a punto de dejar había resultado el más duro de su trayectoria profesional. Al principio había ejercido las funciones de institutriz, pero gradualmente se había convertido también en la enfermera de los niños, y durante los últimos tres meses había caído sobre ella la responsabilidad de hacerse cargo de una enferma crónica. No había tenido ni un solo día libre desde su llegada. Estaba exhausta y desolada.
Pero era imposible conmover a Monica. Se negaba a volver a vivir con su marido hasta que él hubiera admitido que los cargos de que la acusaba eran totalmente infundados. Una concesión así era demasiado para Widdowson. Podía perdonar, pero seguía negándose a ponerse en ridículo admitiendo algo que carecía de sentido. No estaba seguro de hasta qué punto su esposa le había engañado, pero el engaño había quedado más que demostrado. Naturalmente, nunca se le pasó por la cabeza que las exigencias de Monica tuvieran una relevancia que acentuase el nombre de Barfoot. Si él hubiera dicho: «Estoy convencido de que tu relación con Barfoot era inocente», habría tenido la sensación de estar absolviéndola de toda criminalidad; mientras que Monica, desde su punto de vista, suponía de forma totalmente ilógica que él podía darle crédito en ese asunto sin echar por tierra todas las evidencias que la acusaban de mentir. En resumen, esperaba de él que aceptara un acertijo que con toda probabilidad jamás llegaría a comprender.
Alice se escribía con el desconsolado marido. Le prometió hacer lo posible para ganarse la confianza de Monica. Quizá como hermana mayor podría salir victoriosa allí donde Virginia había fracasado. Su fe en las protestas de Monica se había visto seriamente mermada por la información que recibía en secreto de Virginia. Pensaba que era muy posible que la infeliz de su hermana se negara obstinadamente a reconocer su culpa como único alivio para su desgracia. Y en la tarea que le esperaba en Londres no tenía más fuente de esperanza que la religión, en ella una fuerza de mucho más peso que en sus hermanas.
Se esperaba la llegada de Alice el último día de septiembre. La noche anterior Monica se acostó antes de las ocho. Se había encontrado fatal los últimos dos días y finalmente accedió a que la viera el médico. Siempre que su hermana se retiraba temprano, Virginia subía también a su habitación, diciendo que prefería quedarse ahí.
La habitación era mucho más cómoda que la que había ocupado en casa de la señora Conisbee: un cuarto espacioso con un par de confortables sillones. Después de cerrar la puerta con llave, Virginia empezó a hacer preparativos que poco tenían que ver con el reposo. Sacó una tetera de un armario y puso agua a hervir. A continuación, de un armarito oculto sacó una botella de ginebra y un azucarero que, junto con una cuchara y un vaso, puso encima de una mesa colocada al alcance del lugar donde iba sentarse. En la mesa había también una novela que esa misma tarde había sacado de la biblioteca. Mientras hervía el agua, Virginia se cambió el vestido y se puso cómoda. Por último, después de haber mezclado un vaso de ginebra con agua (sólo un tercio de la mezcla) se sentó, soltó uno de sus frecuentes suspiros y se dispuso a disfrutar de la noche.
La última vez, la última de verdad; eso era lo que siempre se decía. La presencia de Alice en la casa haría imposible prolongar lo que hasta el momento había conseguido ocultar a Monica. Su conciencia daba la bienvenida a una restricción que quizá llegaba demasiado tarde, puesto que ya no podía fiarse de su fuerza de voluntad. Era un gran triunfo si conseguía abstenerse de tomar licores fuertes durante tres o cuatro días. Aunque de nada servía, porque sabía que sólo había logrado posponer lo inevitable. Pronto se apoderaba de ella una insoportable depresión que la llevaba directa a la única fuente de alivio inmediato. Y el alivio, lo sabía bien, no era más que otro paso en falso; aunque de hecho algún día encontraría el valor para volver de nuevo a territorio seguro. Si no hubiera sido por lo preocupada que estaba por Monica ya habría solucionado el problema. Y ahora la llegada de Alice hacía del valor una necesidad.
Tenía la botella llena. La terminaría esa misma noche, y por la mañana, como tenía por costumbre, la devolvería al tendero en su pequeño bolso. ¡Qué cómodo poder comprar ese tipo de cosas en la tienda! Al principio había utilizado únicamente las cafeterías de la estación. Sólo en raras ocasiones entraba en alguna taberna, y siempre con la más amarga sensación de verse degradada. Poder sentarse cómodamente en casa, con la botella al lado y una novela sobre las rodillas, le permitía librarse de la peor vergüenza que suponía el vicio. Se fue a la cama y por la mañana… ah, la mañana traería consigo su castigo, pero Virginia no corrió el riesgo de que la descubrieran.
Su primera bebida había sido el brandy, como suele pasar entre mujeres que han recibido una educación. Hay muchas excusas plausibles para tomar un trago de brandy. Pero era demasiado caro. Probó el whisky y no le gustó. Por último recurrió a la ginebra, de sabor agradable y muy barata. El nombre, desvalorizado por asociaciones poco recomendables, todavía la confundía al pronunciarlo. Normalmente lo escribía en la lista de la compra que le pasaba al tendero por encima del mostrador.
Esa noche se bebió rápidamente el primer vaso. Tenía una sed terrible. Hacia las ocho y media, el segundo vaso humeaba tranquilamente al alcance de su mano. A las nueve ya se había preparado el tercero; tenía que hacerlo durar, puesto que para entonces la botella ya estaba vacía.
Aunque la novela la entretenía, Virginia dejaba vagar sus pensamientos continuamente lejos de ella. Pensaba, exultante, que ésa era la última noche que se permitía beber. A la mañana siguiente sería una mujer nueva. Alice y ella se dedicarían en cuerpo y alma a su pobre hermana y no descansarían hasta haberle devuelto la dignidad perdida. Esa era una tarea noble y laboriosa; para llevarla a cabo con éxito necesitaba estar en paz.
No pasaría mucho tiempo antes de que las tres estuvieran viviendo en Clevedon… una vida ideal. Ya no era necesario pensar en la escuela, aunque se esforzaría en colaborar en la instrucción moral de las jóvenes, según los principios que inculcaba Rhoda Nunn.
Ya no era capaz de leer la página que tenía delante; se le cayó el libro al suelo. No podía entender por qué eso le hizo tanta gracia, pero estuvo riéndose un buen rato hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas. Mejor era irse a la cama. ¿Qué hora era? Intentó en vano leer la hora en su reloj, y de nuevo se echó a reír al darse cuenta de que era absolutamente incapaz de ver la hora. Entonces…
¿Había oído llamar a la puerta? Sí. Oyó llamar de nuevo, además de una voz que pronunciaba su nombre. Se levantó a duras penas.
—¡Señorita Madden! —era la voz de la casera—. ¡Señorita Madden! ¿Se ha acostado ya?
Virginia pudo por fin llegar a la puerta.
—¿Qué ocurre?
Habló otra voz.
—Soy yo, Virginia. He llegado esta noche en vez de mañana. Por favor, déjame entrar.
—¿Alice? No puedes… Ya salgo yo… Espérame abajo.
Todavía era capaz de comprender la situación, y capaz también, o eso creía, de hablar con coherencia para ocultar su estado. Tenía que esconder las cosas que había encima de la mesa. Al hacerlo, volcó el vaso y tiró la botella al suelo. Pero unos minutos después la botella, el vaso y la tetera habían desaparecido. Había perdido de vista el azucarero; seguía en su lugar de siempre.
Entonces abrió la puerta y con paso inseguro se asomó al pasillo.
—¡Alice! —llamó.
Al instante aparecieron sus dos hermanas, que salían de la habitación de Monica. Ésta estaba parcialmente vestida.
—¿Por qué has llegado esta noche? —exclamó Virginia en un tono de voz que a ella le pareció completamente normal.
Se tambaleó y tuvo que apoyarse en la pared. La iluminaba la luz que venía de su habitación, y Alice, que se había adelantado para besarla, no sólo pudo ver, sino que además alcanzó a oler, que algo muy extraño estaba ocurriendo. El olor procedente de la habitación, y el aliento de Virginia, dejaban pocas dudas de por qué Virginia había tardado tanto en salir.
Mientras Alice no salía de su asombro, Monica recibió una iluminación que la ayudó inmediatamente a entender muchas cosas de la vida diaria de Virginia. En ese mismo momento entendió esos misteriosos comentarios acerca de su hermana que con tanta frecuencia aparecían en las cartas de Widdowson.
—Entra en la habitación —dijo de repente—. Ven, Virgie.
—No entiendo… ¿Por qué ha llegado Alice esta noche? ¿Qué hora es?
Monica cogió a la tambaleante mujer por el brazo y la sacó al pasillo. El aire frío produjo su efecto natural en Virginia, que ahora a duras penas se mantenía en pie.
—¡Oh, Virgie! —gritó la hermana mayor después de cerrar la puerta—. ¿Qué pasa? ¿Qué significa todo esto?
Ya había llorado cuando vio a Monica, y en ese momento se derrumbó; no dejaba de sollozar y de lamentarse.
—¿Qué has estado haciendo, Virgie? —preguntó Monica con severidad.
—¿Haciendo? Estoy un poco mareada… sorprendida… no esperaba…
—Siéntate. ¡Me das asco! Mira, Alice —señaló el azucarero que estaba encima de la mesa; luego, tras echar un rápido vistazo a la habitación, fue hasta el armario y abrió la puerta—. Me lo imaginaba. Mira, Alice. ¡Y pensar que jamás lo había sospechado! Y esto no es nuevo, ya lo creo que no. Ya lo hacía en casa de la señora Conisbee antes de que me casara. Recuerdo que olía a alcohol…
Virginia hacía esfuerzos por levantarse.
—¿De qué estás hablando? —exclamó con voz pastosa y con una expresión que estaba dejando de ser profundo asombro y se acercaba a la furia—. Sólo lo hago cuando me siento débil. ¿Acaso crees que bebo? ¿Dónde está Alice? ¿No estaba aquí?
—¡Oh, Virgie! ¿Qué significa esto? ¿Cómo has podido?
—Vete ahora mismo a la cama, Virginia —dijo Monica—. Estamos avergonzadas de ti. Vuelve a mi habitación, Alice. Yo la meteré en la cama.