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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (38 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Andy parecía estar asqueado.

—Ya lo sé —susurré.

—Me da la impresión —prosiguió— de que, de algún modo, decidió que podía justificar aquel horrible acto si se convencía de que quienes estuvieran en la misma situación que su hermana merecían morir. De hecho, estos crímenes son muy similares a dos sucedidos en Shreveport y que no se han resuelto aún. Esperamos que Rene nos cuente algo al respecto en el curso de sus divagaciones. Si es que sobrevive.

Noté que mis labios se apretaban. Sentía una horrorizada compasión por aquellas pobres chicas.

—¿Puedes contarme lo que te ha pasado? —preguntó Andy con voz serena—. Ve con lentitud, tómate tu tiempo y no eleves la voz. Tienes la garganta bastante dañada.

Eso ya lo había deducido yo sólita, muchas gracias. Entre murmullos, relaté los sucesos de la noche anterior sin omitir ningún detalle. Andy había encendido una pequeña grabadora después de preguntarme si no tenía objeciones. La colocó sobre la almohada, cerca de mi boca, para no perderse nada de la historia.

—¿El señor Compton sigue fuera? —me preguntó cuando hube terminado.

—Nueva Orleans —susurré, apenas capaz de hablar.

—Buscaremos el rifle en casa de Rene, ahora que sabemos que es tuyo. Será una bonita prueba concurrente.

En ese instante entró en la habitación una joven vestida de blanco inmaculado, que me miró y le dijo a Andy que tendría que volver en otro momento.

El asintió, torpemente me dio una palmadita en la mano, y se marchó. Mientras se iba, lanzó a la doctora una mirada de admiración. Era muy guapa, pero también llevaba un anillo de casada, así que Andy volvía a llegar demasiado tarde. Ella pensaba que él parecía demasiado hosco y sombrío.

No quería «escuchar» aquellas cosas, pero no tenía las fuerzas suficientes para mantener a la gente fuera de mi cabeza.

—Señorita Stackhouse, ¿cómo se encuentra? —me preguntó ella con un tono un poquito demasiado alto. Era morena y delgada, con grandes ojos castaños y labios carnosos.

—Fatal —susurré.

—Ya me lo imagino —dijo, asintiendo repetidas veces mientras me examinaba. Por algún motivo, no creí que pudiera imaginárselo. Seguro que nunca la había golpeado un asesino múltiple en un cementerio—. También ha perdido a su abuela, ¿no es así? —añadió, afectuosa. Asentí, apenas un milímetro—. Mi marido murió hace unos seis meses —explicó—. Conozco bien el dolor. Es duro enfrentarse a ello, ¿verdad?

Vaya, vaya, vaya. Dejé que mi gesto hiciera la pregunta.

—Cáncer —me explicó. Traté de mostrar mis condolencias sin mover un solo músculo, lo que resulta casi imposible—. Bueno —añadió mientras se erguía, recuperando su anterior energía—, señorita Stackhouse, su vida no corre peligro. Tiene fracturas en la clavícula, en dos costillas y en la nariz.

¡La madre del Cordero! Con razón me encontraba tan mal.

—Su cara y su cuello han recibido golpes muy fuertes. Por supuesto, ya sabrá que ha sufrido daños en la garganta.

Traté de imaginarme el aspecto que tendría. Menos mal que no había un espejo a mano.

—Y presenta gran cantidad de contusiones y cortes relativamente leves en brazos y piernas —sonrió—. Pero su estómago está perfectamente, ¡y sus pies también!

Jajaja, ¡qué graciosa!

—Le he prescrito analgésicos, así que cuando comience a sentirse mal, sólo tiene que llamar a la enfermera.

Una visita asomó la cabeza por la puerta. La doctora se volvió, obstruyendo mi ángulo de visión, y dijo:

—¿Sí?

—¿Es ésta la habitación de Sookie?

—Sí, estaba terminando de examinarla. Puede pasar —la doctora, cuyo apellido, según la placa, era Sonntag, me miró inquisitiva para obtener mi permiso, y yo logré pronunciar un leve: «Claro».

J.B. du Roñe se acercó a mi cama, con un aspecto tan adorable como el modelo de la cubierta de una novela rosa. Su cabello leonado resplandecía bajo las luces fluorescentes. Sus ojos eran del mismo color, y su camiseta sin mangas mostraba una definición muscular que parecía cincelada con un..bueno, con un cincel. Mientras él me miraba, la doctora Sonntag se lo comía con los ojos.

—Hola, Sookie, ¿te encuentras bien? —preguntó. Me pasó con suavidad un dedo por la mejilla y besó el único punto de mi frente que parecía estar libre de magulladuras.

—Gracias —susurré—, me pondré bien. Te presento a mi doctora.

J.B. volvió sus ojos hacia la doctora Sonntag, que prácticamente se moría por presentarse ella misma.

—Las doctoras no eran tan guapas cuando venía a vacunarme —dijo J.B. con sinceridad y sencillez.

—¿No has vuelto a ir al médico desde que eras niño? —preguntó la doctora, asombrada.

—Nunca me pongo enfermo —le dirigió una resplandeciente sonrisa—. Soy tan fuerte como un buey.

E igual de inteligente. Por otro lado, era más que probable que la doctora Sonntag tuviera los sesos necesarios para los dos. Ya no se le ocurría ningún motivo para seguir rondando por allí. Al salir lanzó una melancólica mirada atrás. J.B. se inclinó hacia mí y dijo con amabilidad:

—¿Te apetece algo, Sookie? ¿Unas galletas saladas o algo así?

La idea de tratar de comer cualquier alimento crujiente hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas.

—No, gracias —musité—. La doctora es viuda —con J.B. podías cambiar de tema sin necesidad de explicar por qué.

—Increíble —soltó, impresionado—. Es lista y está soltera —arqueé las cejas de manera significativa—. ¿Crees que debería pedirle salir? —J.B. parecía todo lo pensativo que era posible en él—. Eso estaría bien. Siempre que tú no quieras salir conmigo, Sookie —me dijo, sonriente—. Tú siempre serás la primera para mí. Sólo tienes que chasquear los dedos y vendré corriendo.

Mira qué majo. No me creí tanta devoción ni por un instante, pero desde luego sabía cómo hacer que una mujer se sintiera bien, incluso si, como era mi caso, estaba segura de que presentaba un aspecto lamentable. Me dolía todo. ¿Dónde estaban esas malditas pastillas para el dolor? Traté de sonreír a J.B.

—Te duele —me dijo—. Llamaré a la enfermera.

Genial. La distancia hasta el pequeño botón me resultaba insalvable.

Me besó una vez más antes de irse y dijo:

—Voy a buscar a esa doctora tuya, Sookie. Quiero hacerle unas cuantas preguntas más sobre tu recuperación.

Después de que la enfermera inyectara alguna cosa en mi gotero, me limité a esperar que desapareciera el dolor. La puerta se abrió de nuevo.

Era mi hermano. Permaneció junto a mi cama durante largo rato, estudiando mi rostro. Al final, dijo con voz cansada:

—He estado hablando con tu doctora antes de que se fuera a la cafetería con J.B. Me ha contado todo lo que tienes —se alejó, paseó por la habitación y regresó. Me contempló durante unos segundos más—. Estás horrible.

—Gracias —susurré.

—Ah, sí, tu garganta. Lo había olvidado —empezó a darme unas palmaditas; luego paró.

—Escucha, hermanita, tengo que darte las gracias, pero me molesta que no me dejaras pelear a mí.

De haber podido, le habría dado una patada. ¡Que no le había dejado pelear, hombre!

—Te debo muchísimo, hermanita. He sido tan tonto al pensar que Rene era un buen amigo.

Traicionado. Se sentía traicionado.

Y entonces entró Arlene para acabar de arreglar la cosa.

Estaba hecha un desastre. Llevaba el pelo enredado en una maraña rojiza, iba sin maquillaje y había escogido la ropa al azar. Nunca había visto a Arlene con el pelo sin moldear y una buena capa de maquillaje encima.

Me miró desde las alturas —Dios, qué feliz iba a ser cuando pudiera volver a incorporarme— y, durante un segundo, su rostro mostró la dureza del granito. Pero cuando de verdad me miró a la cara, empezó a derrumbarse.

—Estaba tan furiosa contigo... No podía creerlo. Pero ahora que te veo y compruebo lo que te ha hecho... Madre mía, Sookie, ¿podrás perdonarme alguna vez?

Lo que me faltaba, no quería que estuviera allí. Traté de telegrafiárselo a Jason con la mirada, y por una vez lo logré, porque puso un brazo alrededor de Arlene y se la llevó. Antes de llegar a la puerta ella ya estaba llorando.

—No lo sabía —dijo, casi sin sentido—. ¡No lo sabía!

—Ni yo tampoco —añadió Jason con cansancio.

Me eché una siestecita tras tratar de ingerir una suculenta especie de gelatina verde.

La emoción más fuerte de esa tarde consistió en caminar hasta el baño, más o menos sola. También me senté en la silla durante diez minutos, tras los cuales estaba más que dispuesta a volver a la cama. Me miré en un espejo que había sobre la mesita, y lamenté profundamente haberlo hecho.

Tenía algo de fiebre, la suficiente para encontrarme destemplada y con la piel dolorida. Mi cara era una mancha azul grisácea, y mi nariz estaba inflamada hasta el doble de su tamaño. Tenía el ojo derecho hinchado, casi cerrado por completo. Me encogí de hombros, y hasta eso me dolió. Mis piernas... ¡Qué narices!, ni siquiera quería comprobarlo. Me tumbé con mucho cuidado y esperé a que aquel día terminara. Quizá en cuatro días me sintiera estupendamente. ¡Y a trabajar! ¿Cuándo podría volver a hacerlo?

Me distrajo un leve toque en la puerta. Otra maldita visita. Bueno, por lo menos a ésta no la conocía. Una señora algo mayor con el pelo azul y gafas de montura roja entró con un carrito. Llevaba la bata amarilla que las voluntarias hospitalarias del club Rayos de Sol vestían cuando trabajaban. El carrito estaba lleno de flores para los pacientes de esa ala.

—¡Te traigo un cargamento de buenos deseos! —dijo la señora, alegre.

Sonreí, pero el efecto debió de ser deprimente, porque su alegría se desvaneció ligeramente.

—Esta es para ti —dijo, sacando una planta de interior decorada con un lazo rojo—. Aquí está la tarjeta, cariño. Veamos, éstas también son para ti —ahora se trataba de un arreglo floral que contenía capullos de rosas, claveles rosas y paniculata blanca. También me entregó la tarjeta correspondiente. Inspeccionando el carrito, añadió—: ¡Vaya, eres una chica con suerte! Aquí hay algo más.

En el medio del tercer presente floral había una extraña flor roja que nunca antes había visto, rodeada por un sinfín de flores más comunes. Lo observé dubitativa. La buena mujer me la entregó, diligente, junto a la tarjeta que colgaba del plástico.

Después de que se marchara de la habitación con una sonrisa, abrí los minúsculos sobres. Observé con cierta ironía que me movía con más facilidad cuando estaba de mejor humor.

La planta de interior era de Sam y de «todos tus compañeros del Merlotte's», según decía la carta, aunque sólo se leía la letra de Sam. Acaricié las brillantes hojas y me pregunté dónde la pondría cuando me la llevara a casa. El arreglo floral era de Sid Matt Lancaster y Elva Deene Lancaster. Pues vaya. El de la peculiar flor roja en el medio —en mi opinión, aquella flor resultaba casi obscena: se asemejaba a los genitales femeninos— era sin duda el más interesante de los tres. Abrí la tarjeta con cierta curiosidad. Sólo llevaba una firma: «Eric».

Eso era ya lo único que me faltaba. ¿Cómo demonios se había enterado de que estaba en el hospital? ¿Y por qué no tenía ninguna noticia de Bill?

Tras cenar algún delicioso tipo de gelatina roja, dediqué toda mi atención a la televisión durante un par de horas, ya que no tenía nada que leer y, de todos modos, mis ojos no estaban para eso. Los hematomas iban adquiriendo variopintos coloridos a cada hora que pasaba y me sentía completamente extenuada, a pesar de que sólo había caminado una vez hasta el baño y dos alrededor de la habitación. Apagué el televisor y me tumbé de lado. Me quedé dormida, y el dolor que sentía por todo el cuerpo se coló en mis sueños y me hizo tener pesadillas. En ellas corría como alma que lleva el diablo a través del cementerio, temiendo por mi vida, cayendo sobre las losas y las tumbas abiertas. Me encontraba a toda la gente que sabía que estaba allí: mi padre y mi madre, mi abuela, Maudette Pickens, Dawn Green, incluso un amigo de la infancia que se mató en un accidente de caza. Yo tenía que buscar una lápida en particular; si la encontraba, me salvaría. Todos volverían a sus tumbas y me dejarían tranquila. Corría de una a otra, poniendo la mano sobre ellas, con la esperanza de que alguna fuera la que buscaba. Sollocé.

—Cariño, estás a salvo —dijo una voz familiar.

—Bill —murmuré. Me giré hacia una losa que aún no había tocado. Cuando la rocé con mis dedos aparecieron sobre ella las letras que conformaban el nombre de:
William Erasmus Compton
. Como si me hubieran tirado un jarro de agua fría encima, abrí los ojos y respiré hondo para gritar, pero la garganta me dolía ferozmente. Me atraganté y comencé a toser. El dolor que sentí al hacerlo consiguió que me despertara del todo. Una mano recorrió mi mejilla. El tacto de sus fríos dedos alivió el ardor de mi piel. Traté de no llorar, pero un pequeño gemido logró abrirse paso entre mis dientes.

—Vuélvete hacia la luz, querida —dijo Bill con tono liviano.

Me había quedado dormida de espaldas a la luz que había dejado encendida la enfermera, la del baño. Obediente, me dejé caer sobre la espalda y contemplé a mi vampiro.

Bill siseó.

—Lo mataré —dijo con una certeza que me resultó aterradora.

La tensión en aquella habitación habría bastado para que una legión de histéricos tuviera que atiborrarse de tranquilizantes.

—Hola, Bill —dije con la voz ronca—. Yo también me alegro de verte. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Gracias por devolverme todas las llamadas.

Eso lo dejó seco. Parpadeó. Hizo un notable esfuerzo por calmarse.

—Sookie —dijo—, no te he llamado porque quería contarte en persona lo que ha sucedido —no era capaz de interpretar la expresión de su rostro, pero si tuviera que apostar, habría dicho que parecía orgulloso de sí mismo.

Se detuvo e inspeccionó todas las zonas visibles de mi cuerpo.

—Aquí no me duele —le dije, tendiéndole la mano. La besó, posando sus labios sobre ella durante un largo rato hasta que sentí un débil hormigueo por todo mi cuerpo. Y eso era más de lo que me creía capaz de soportar.

—Dime qué te han hecho —me ordenó.

—Entonces, acércate. Me duele la garganta al hablar.

Arrastró una silla hasta ponerla junto al lecho, bajó la barandilla de la cama y apoyó la barbilla sobre sus brazos. Su cara quedaba a unos diez centímetros de la mía.

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