Muerto hasta el anochecer (31 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—Vamos adentro —sugirió con amabilidad cuando hubo acabado.

Entramos en casa por la puerta delantera, para lo cual tuvimos que dar un rodeo porque no había descorrido los cerrojos de detrás.

Bill me acarició y me reconfortó, aunque yo sabía que nunca le había gustado mucho
Tina.

—Bendito seas, Bill —susurré. Lo abracé con fuerza, en un súbito ataque de pánico ante la idea de perderlo también a él. Cuando logré que los sollozos se redujeran a hipidos, lo miré, con la esperanza de no haberlo incomodado con aquel terremoto emocional.

Bill estaba furioso. Tenía la vista clavada en la pared que estaba detrás de mi espalda, y sus ojos centelleaban. Resultaba aterrador contemplarlo.

—¿Has encontrado algo en el jardín?

—No. Sólo rastros de su presencia: alguna huella, un olor que aún perduraba en el aire. Nada que pueda presentarse como prueba ante un tribunal —añadió, como si me estuviera leyendo el pensamiento.

—¿Te importaría quedarte conmigo hasta que tengas que... ocultarte del sol?

—No, claro que no —se me quedó mirando. Ya había pensado hacerlo de todas formas; tanto si yo quería como si no.

—Si aún necesitas llamar por teléfono, hazlo desde aquí, no me importa —que me facturasen a mí las llamadas, quería decir.

—Tengo una tarjeta telefónica —me dijo, sorprendiéndome una vez más. ¿Quién lo habría pensado?

Me lavé la cara y me tomé un comprimido de paracetamol antes de ponerme el camisón, en el día más triste desde que había muerto la abuela. Y, en cierto sentido, incluso más triste. Por supuesto que la muerte de una mascota no es comparable a la de un familiar; me reprendí a mí misma, pero eso no lograba reducir mi desconsuelo. Hice todos los razonamientos posibles y no llegué a ninguna conclusión, salvo el hecho de que había alimentado, cepillado y amado a
Tina
durante cuatro años. Iba a echarla mucho de menos.

11

Al día siguiente tenía los nervios destrozados. Cuando llegué al trabajo y le conté a Arlene lo que había ocurrido, me dio un fuerte abrazo y dijo:

—¡Si pillo al malnacido que le ha hecho eso a la pobre
Tina
, lo mato! —de alguna forma, me hizo sentir mucho mejor.

Charlsie se mostró igual de compasiva, aunque bastante más afectada por el golpe que habría supuesto para mí que por el prematuro fallecimiento de mi gata. En cuanto a Sam, adoptó una expresión grave y me aconsejó que lo pusiera en conocimiento del sheriff o de Andy Bellefleur. Al final, me decidí a llamar a Bud Dearborn.

—Por lo general, este tipo de cosas se dan en serie —dijo Bud, con voz estentórea—. La cuestión es que nadie más ha denunciado casos de desaparición o muerte de mascotas. Me temo que esto suena a venganza personal, Sookie. Al vampiro ese que es amigo tuyo, ¿le gustan los gatos?

Cerré los ojos y respiré hondo. Estaba llamando desde el teléfono del despacho de Sam que, sentado al otro lado del escritorio, se afanaba en confeccionar el siguiente pedido de licores.

—Bill estaba en su casa cuando quien fuera que mató a
Tina
la tiró sobre el porche —dije con toda la tranquilidad de la que fui capaz—. Lo llamé inmediatamente después y contestó al teléfono —Sam me miró, inquisitivo, y yo puse los ojos en blanco para hacerle saber lo que pensaba de las sospechas del sheriff.

—Y te dijo que la gata había sido estrangulada —prosiguió Bud, con gran pomposidad.

—Sí.

—¿Encontraste la ligadura con la que lo hicieron?

—No, ni siquiera sé de qué tipo de objeto se trata.

—¿Qué habéis hecho con la gata?

—La enterramos.

—¿Fue eso idea tuya o del señor Compton?

—Mía —¿qué otra cosa podíamos haber hecho con Tina?

—Puede que tengamos que desenterrarla. Con la ligadura y el cuerpo del animal, quizá podríamos ver si el método de estrangulamiento coincide con el usado en los asesinatos de Dawn y Maudette —explicó, dándose mucha importancia.

—Lo siento. No se me ocurrió pensarlo.

—Bueno, tampoco importa mucho aunque no dispongamos de la ligadura.

—Muy bien, adiós —colgué, quizá haciendo algo más de fuerza de la necesaria. Sam levantó las cejas.

—Bud es gilipollas —le dije.

—Bud no es mal policía —respondió él en voz baja—. Ninguno de nosotros está acostumbrado a ver asesinatos tan macabros por aquí.

—Tienes razón —admití tras unos instantes—. No estoy siendo justa... Pero es que no hacía más que repetir «ligadura» como si estuviera orgulloso de haber aprendido una palabra nueva. Siento haberme enfadado con él.

—No tienes por qué ser siempre perfecta, Sookie.

—¿Quieres decir que de vez en cuando puedo cagarla y comportarme como una niñata impertinente? Gracias, jefe —le dediqué una irónica sonrisa y me levanté de la mesa sobre la que me había apoyado para hacer la llamada. Me estiré. Hasta que no me di cuenta de que los ojos de Sam recorrían mi cuerpo siguiendo cada uno de mis movimientos, no volví del todo a tomar consciencia de mí misma—. ¡A trabajar! —dije enérgica, y me apresuré a salir con rapidez del despacho, asegurándome de evitar hasta el más mínimo contoneo de caderas mientras lo hacía.

—¿Te importaría quedarte esta noche con los niños un par de horas? —me preguntó Arlene, algo cortada. Me acordé de la última vez que habíamos hablado del tema, y de lo ofendida que me había sentido ante su renuencia a dejar a sus niños con un vampiro. En aquella ocasión, según ella, no había sido capaz de ponerme en la piel de una madre. Ahora, Arlene trataba de disculparse.

—Estaré encantada —esperé a ver si Arlene mencionaba de nuevo a Bill, pero no lo hizo— ¿De qué hora a qué hora?

—Pues... Rene y yo vamos a ir al cine a Monroe —dijo—. ¿Qué te parece a las seis y media?

—Perfecto. ¿Hay que darles la cena?

—No, no, se la doy yo antes. Les encantará ver a su tía Sookie.

—Lo estoy deseando.

—Gracias —dijo Arlene. Se detuvo, estuvo a punto de añadir algo más y después pareció pensárselo de nuevo—. Nos vemos a las seis y media.

La mayor parte del camino tuve que conducir con el sol de cara; resultaba cegador, como si estuviera concentrando todos sus rayos justo en mí. Llegué a casa sobre las cinco. Me cambié y me puse un conjunto corto de punto azul y verde; me cepillé el pelo y lo recogí con un pasador, y, por último, me tomé un sándwich en la cocina, sintiéndome algo intranquila por estar allí sola. La casa me resultaba enorme y demasiado vacía, así que me alegré al ver que Rene aparecía con Coby y Lisa.

—Arlene tiene problemas con una de sus uñas postizas —me explicó, con aspecto de avergonzarse de tener que mencionar un asunto tan femenino—. Y Coby y Lisa estaban ansiosos por llegar a tu casa.

Me fijé en que Rene todavía llevaba el uniforme de trabajo: las pesadas botas, el cuchillo, el sombrero y todo lo demás. Arlene no iba a dejar que la llevara a ninguna parte hasta que se diera una ducha y se cambiara.

Coby tenía ocho años y Lisa, cinco. Para cuando Rene se inclinó a darles un beso de despedida, los dos niños ya se habían colgado a mí como dos cariñosos monitos. El afecto que Rene profesaba a los niños le había hecho ganarse una mención especial en mi libro de honor. Le sonreí con aprobación y cogí a los niños de la mano para llevarlos a la cocina a por helado.

—Los recogeremos entre las diez y media y once, si te viene bien —dijo, con la mano en el pomo de la puerta.

—Claro —accedí. Estuve a punto de ofrecerme a quedármelos hasta el día siguiente, como había hecho en otras ocasiones, pero entonces me acordé del cuerpo sin vida de
Tina
, y decidí que era mejor que no pasaran allí la noche. Hice correr a los niños hasta la cocina, y, un par minutos después, oí cómo la vieja camioneta de Rene traqueteaba mientras se alejaba por el camino.

Cogí a Lisa en brazos.

—Pero ¡mi niña!, ¡si ya casi no puedo contigo de lo grande que estás! Y tú, Coby, dentro de poco te afeitas... —nos sentamos a la mesa durante más de media hora mientras los niños comían helado y me bombardeaban con la lista de logros alcanzados desde la última vez que nos habíamos visto.

Luego, Lisa quiso enseñarme cómo leía, así que le llevé un libro para pintar con los nombres de los colores y de los números. Ella los leyó, orgullosa. Coby, por supuesto, tenía que demostrar que él podía leer mucho mejor. Después, pidieron ver su programa favorito en la tele. Antes de darme cuenta, había anochecido.

—Un amigo mío va a venir a vernos —les dije—. Se llama Bill.

—Mamá nos ha contado que tienes un amigo especial —repuso Coby—. Más vale que me guste y se porte bien contigo.

—Ya verás como sí —le aseguré al niño, que se había estirado y sacaba pecho, preparado para defenderme si mi amigo especial no resultaba de su agrado.

—¿Te envía flores? —preguntó Lisa con aire romántico.

—No, todavía no. Mira, podrías decirle que eso me encantaría.

—Oooh. ¡Vale! Yo se lo digo.

—¿Te ha pedido que te cases con él?

—Pues no, pero yo tampoco se lo he pedido a él —como no podía ser de otro modo, Bill eligió ese preciso instante para llamar a la puerta.

—Tengo compañía —le dije con una sonrisa al abrirle.

—Ya he oído —respondió. Lo cogí de la mano y lo conduje hasta la cocina.

—Bill, éste es Coby y esta señorita tan guapa es Lisa —anuncié con toda formalidad.

—Estupendo, ya tenía ganas de conoceros —respondió Bill, para mi sorpresa—. Chicos, ¿os parece bien si le hago compañía a vuestra tía Sookie?

Ellos lo miraron pensativos.

—No es nuestra tía de verdad —dijo Coby, tanteando la situación—. Es muy amiga de nuestra mamá.

—¿Es eso cierto?

—Sí, y dice que no le envías flores —intervino Lisa. Por fin su vocecita se entendía con total claridad. Me alegré mucho de que Lisa hubiera superado su pequeño problema con las erres. De verdad.

Bill me miró de reojo y me encogí de hombros.

—Me lo han preguntado ellos —tuve que explicar.

—Humm —dijo, pensativo—. Tendré que corregir mis modales, Lisa. Gracias por señalármelo. ¿Cuándo es el cumpleaños de la tía Sookie, lo sabéis?

Noté que me sonrojaba.

—Bill —dije, cortante—, déjalo.

—¿Lo sabes, Coby? —le preguntó al niño. Coby sacudió la cabeza con pesar.

—Pero sé que es en verano, porque la última vez que mamá llevó a Sookie a comer a Shreveport por su cumpleaños era verano. Nosotros nos quedamos con Rene.

—Si te acuerdas de eso es que eres muy listo, Coby —le dijo Bill.

—¡Soy mucho más listo todavía! Adivina lo que aprendí el otro día en la escuela... —Coby comenzó a parlotear por los codos.

Lisa estudió a Bill con mucha atención mientras Coby hablaba, y cuando su hermano hubo acabado, dijo:

—Estás muy blanco, Bill.

—Sí —contestó él—. Es mi cutis natural.

Los crios se miraron entre sí. Deduje que habían llegado a la conclusión de que «cutis natural» debía de ser algún tipo de enfermedad, y que sería una grave falta de educación hacer más preguntas al respecto. De vez en cuando, los niños demuestran tener cierto sentido del tacto.

Bill, que al principio estuvo un poco tenso, se fue mostrando cada vez más relajado a medida que avanzaba la noche. Hacia las nueve yo ya estaba dispuesta a admitir que estaba agotada, pero Bill aguantó sin ningún problema el ritmo de los niños hasta que Arlene y Rene pasaron a recogerlos a las once.

Acababa de presentarles a mis amigos a Bill, que les dio la mano con total normalidad, cuando apareció otra visita.

Un atractivo vampiro de espeso cabello negro, peinado de un modo casi indescriptible, se abrió paso entre los árboles mientras Arlene ayudaba a los niños a subir a la camioneta, y Bill y Rene charlaban. Bill saludó de pasada al vampiro y éste alzó la mano en respuesta, y se acercó hasta allí como si lo hubieran estado esperando.

Desde el columpio del porche delantero observé que Bill hacía las presentaciones, y que el vampiro y Rene se daban la mano. Rene observaba al recién llegado boquiabierto, y me dio la impresión de que creía conocerlo de algo. Bill dirigió una mirada significativa a Rene y sacudió la cabeza. Rene cerró la boca y se guardó para sí lo que fuera que estuviera a punto de decir.

El recién llegado era fornido, más alto que Bill, y llevaba puestos unos viejos vaqueros y una camiseta con la frase «Yo estuve en Graceland
8
». Tenía bastante gastados los talones de las botas y agarraba con la mano una botella de sangre sintética, a la que daba algún sorbo de vez en cuando. Al beber, dejaba que parte del líquido resbalara por el exterior. Desde luego, las habilidades sociales no eran lo suyo.

Puede que me influyera la reacción de Rene, pero cuanto más miraba al vampiro, más familiar me resultaba. Con la mente, traté de oscurecer algo el tono de su tez y añadirle algunas líneas de expresión. Me lo imaginé más erguido y con un poco más de vitalidad en el rostro.

¡Dios mío!

Era el chico de Memphis.

Rene se giró para marcharse, y Bill empezó a encaminarse con el recién llegado hacia mí. Cuando se encontraban como a tres metros de distancia, el vampiro soltó:

—¡Eh, Bill me ha dicho que alguien ha matado a tu gata! —tenía un fuerte acento sureño.

Bill cerró los ojos durante un segundo y yo me limité a asentir sin decir palabra.

—Pues ya lo siento. Me gustan los gatos —dijo el vampiro alto, y me quedó bastante claro que no se refería a que disfrutara acariciándolos. Recé porque los niños no se hubieran enterado de todo aquello, pero el horrorizado rostro de Arlene apareció por la ventanilla de la camioneta. Era más que probable que todos los avances que Bill había logrado esa noche acabaran de irse al garete.

Por detrás de los vampiros, Rene sacudió la cabeza, y se subió al asiento del conductor. Nos dijo adiós mientras encendía el motor. Se asomó por la ventanilla para echarle un último y largo vistazo al recién llegado. Debió de decirle algo a Arlene, porque ella volvió a aparecer al otro lado del cristal contemplando la escena de hito en hito. Boquiabierta, no apartaba la mirada de la criatura que se hallaba junto a Bill. Por fin, su cabeza desapareció en la oscuridad del interior del vehículo, y se oyó un chirrido, señal de que la camioneta se ponía en movimiento.

—Sookie —dijo Bill, con tono de advertencia—, éste es Bubba.

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