Read Muerto hasta el anochecer Online
Authors: Charlaine Harris
El aire resultaba pesado por la humedad, y seguía haciendo calor. En pocos minutos, mis manos quedaron empapadas en sudor.
Siguiente paso, del coche a la mimosa.
Esta vez hice más ruido. Me tropecé con un tocón y caí de bruces contra el suelo. Me mordí los labios para no gritar. El dolor se extendía por mi pierna y por la cadera, y me di cuenta de que los bordes del irregular tronco me habían producido arañazos de consideración en el muslo. ¿Por qué no lo habría arrancado antes? La abuela le pidió a Jason que lo hiciera, pero mi hermano nunca parecía encontrar el momento.
Escuché un movimiento, o más bien lo intuí. Dejando la precaución para otra ocasión, me incorporé y corrí hacia los árboles. Alguien irrumpió en la linde del bosque, a mi derecha, y se lanzó hacia mí. Pero yo sabía adonde ir, y de un sorprendente salto, me agarré a la rama inferior del árbol de juegos de mi infancia, y me impulsé hacia arriba. Si sobrevivía hasta el amanecer se me quedarían los músculos hechos papilla, pero habría merecido la pena. Intenté alcanzar el equilibrio sobre la rama, tratando de respirar con suavidad, pese a que lo que me pedía el cuerpo era gemir y gruñir como hacen los perros cuando sueñan.
Ojalá aquello fuera un sueño. Sin embargo, ahí estaba yo: Sookie Stackhouse, camarera y lectora de mentes, sentada sobre una rama en el bosque a altas horas de la noche, sin más armas que una navaja de bolsillo.
Sentí movimientos abajo; un hombre apareció entre los árboles. De una de sus muñecas colgaba un cordel. Dios mío. No conseguía distinguir sus rasgos. Pasó por debajo de mí sin verme.
Cuando desapareció de mi vista, volví a respirar. Tan silenciosamente como me fue posible, bajé al suelo. Comencé a avanzar entre los árboles, hacia la carretera. Tardaría un rato, pero si lograba llegar a ella, tal vez pudiera hacer señales a alguien para que parara. Entonces pensé en los pocos coches que viajaban por allí. Quizá fuera mejor cruzar el cementerio hasta la casa de Bill. Pensé en todas aquellas tumbas, de noche, con el asesino buscándome, y me tembló todo el cuerpo.
No tenía sentido asustarse más. Tenía que concentrarme en el presente. Calculé cada una de mis pisadas, avanzando con mucha lentitud. Entre aquella maleza, cualquier caída resultaría audible, y lo tendría encima en un instante.
Encontré un gato muerto a unos diez metros al sudeste del árbol al que me había subido. Tenía la garganta abierta. Apenas podía distinguir el color de su pelaje, pero las manchas oscuras alrededor del pequeño cadáver sólo podían ser de sangre. Tras metro y medio más de furtivo movimiento me topé con Bubba. Estaba inconsciente o muerto; resultaba difícil distinguir ambos estados cuando se trataba de un vampiro. Pero como no tenía ninguna estaca atravesándole el corazón y la cabeza seguía en su sitio, confié en que sólo estuviera inconsciente. Me imaginé que alguien le habría traído un gato envenenado; alguien que sabía que Bubba me protegía, y que había oído de su afición por los gatos.
Oí un crujido detrás de mí. El chasquido de una ramita. Me deslicé hasta quedar cubierta por la sombra de un gran árbol. Estaba desquiciada, desquiciada y muy asustada. Me preguntaba si moriría aquella noche.
Puede que no tuviera el rifle a mano, pero tenía un arma incorporada a mi cuerpo. Cerré los ojos y escudriñé con la mente.
Una oscura maraña, roja, negra... Odio.
Me estremecí. Pero era necesario hacerlo; era mi única protección. Bajé hasta el último resquicio de mis defensas.
A mi cabeza afluyeron imágenes repugnantes, que me aterraron: Dawn, pidiéndole a alguien que la golpeara para después descubrir que él estiraba unas medias entre sus manos dispuesto a rodearle el cuello con ellas; una fugaz imagen de Maudette, desnuda y suplicante; otra mujer a la que nunca había visto, de espaldas a mí, cubierta de moratones y verdugones. Después mi abuela..., mi abuela; en nuestra cocina, furiosa y luchando por su vida.
El horror de todo aquello me aturdía; me sentía paralizada. ¿De quién eran esos pensamientos? Entonces «vi» a los hijos de Arlene, jugando en el suelo de mi sala de estar. Y a mí misma, pero no me parecía a la persona que veía cada mañana en el espejo. Tenía unos enormes agujeros en el cuello, y resultaba lasciva. Una sonrisa lujuriosa se asomaba en mi rostro, y me acariciaba la cara interior del muslo de modo sugerente.
Me había introducido en la mente de Rene Lenier. Así era como él me veía.
Era un demente.
Ahora sabía por qué nunca había sido capaz de leer con claridad sus pensamientos: los mantenía apartados en un compartimento secreto, un lugar oculto de su cerebro, separado de su yo consciente.
En ese momento había divisado una silueta detrás de un árbol y se preguntaba si se parecía a la de una mujer.
Me estaba viendo.
Me puse en pie de un salto y comencé a correr hacia el cementerio. Ya no podía escuchar sus pensamientos porque mi cabeza estaba demasiado concentrada tratando de esquivar los obstáculos que el bosque me presentaba: árboles, arbustos, ramas caídas y hasta un pequeño barranco donde se acumulaba el agua de lluvia. Mis fuertes piernas me impulsaron mientras mis brazos se balanceaban rítmicamente; el sonido de mi respiración recordaba a los silbidos de una gaita.
Salí del bosque para adentrarme en el camposanto. La parte más antigua se encontraba más al norte, hacia la casa de Bill, y ofrecía las mejores posibilidades para ocultarse. Rodeé unas lápidas de aspecto moderno, situadas casi a ras de suelo, nada apropiadas para servir de escondite. Salté por encima de la tumba de la abuela, que aún no tenía losa; la tierra desnuda la cubría. Su asesino me seguía. Como una tonta me giré para calcular la distancia que nos separaba, y a la luz de la luna distinguí su mata de pelo acercándose cada vez más a mí.
A toda velocidad, descendí por la suave cuenca que conformaba el terreno y comencé a subir por una de sus laderas. Cuando consideré que ya había suficientes lápidas y estatuas de gran tamaño entre Rene y yo, me agaché tras una alta columna de granito coronada por una cruz. Permanecí muy quieta, apretándome contra la dura y fría piedra. Me puse una mano sobre la boca para silenciar los sofocantes esfuerzos que tenía que hacer para llenarme los pulmones de aire. Me obligué a calmarme lo necesario para intentar «escuchar» a Rene, pero sus pensamientos no eran lo bastante coherentes como para poder descifrarlos.Tan sólo percibía su furia. Entonces, se me presentó una imagen con nitidez.
—Tu hermana —grité—. ¿Todavía está viva Cindy, Rene?
—¡Zorra! —aulló. Y en ese preciso instante supe que la primera mujer en morir había sido su hermana; esa a la que le gustaban los vampiros, a la que supuestamente aún visitaba de vez en cuando, según Arlene. Rene había matado a su hermana Cindy, la camarera, mientras ella todavía llevaba el uniforme rosa y blanco de la cafetería del hospital. La había estrangulado con las tiras de su propio delantal. Y después de que muriera, mantuvo relaciones sexuales con ella. Rene había pensado, dentro de lo que aquella mente enferma era capaz de hacerlo, que, ya que ella había caído tan bajo, poco podía importarle hacerlo con su propio hermano. Cualquiera que permitiese a un vampiro hacerle eso merecía morir. Después, había ocultado su cuerpo para ahorrarse la vergüenza de una exposición pública. Las otras no eran de su carne, no tenía nada de malo dejarlas a la vista.
El sórdido interior de Rene me succionó como a una rama arrastrada por un remolino; me hizo tambalearme. Cuando regresé a mi propia cabeza, lo tenía encima. Me golpeó en la cara con toda su fuerza, esperando que me cayera. El golpe me rompió la nariz y me produjo tal dolor que a punto estuve de desmayarme, pero logré resistir. Le devolví el golpe, pero mi falta de experiencia lo hizo ineficaz. Sólo conseguí golpearle en las costillas, arrancándole un gruñido. Contraatacó de inmediato.
Su puño me rompió la clavícula, pero no me derrumbé.
No se había imaginado lo fuerte que era yo. A la luz de los astros, observé su cara de sorpresa ante mi resistencia. Agradecí haber ingerido tanta sangre de vampiro. Me acordé del valor que había mostrado mi abuela y me abalancé sobre él. Lo agarré por las orejas y traté de estamparle la cabeza contra la columna de granito. Alzó las manos para sujetarme por los antebrazos, e intentó desembarazarse de mí. Al final lo consiguió, pero por su mirada supe que estaba asustado y más alerta. Traté de darle un rodillazo, pero se me adelantó, girándose lo suficiente para esquivarme. Aprovechando que estaba sin equilibrio me empujó, y caí al suelo con un impacto que hizo que me rechinaran los dientes.
Se puso a horcajadas sobre mí, pero había perdido el cordel en el forcejeo, y mientras sostenía mi cuello con una mano, tanteó el suelo con la otra en busca de su herramienta favorita. Me había inmovilizado el brazo derecho, pero tenía libre el izquierdo; lo golpeé y arañé, clavándole las uñas con todas mis fuerzas. No le quedaba más remedio que ignorar mis ataques, necesitaba encontrar el cordel para estrangularme porque era parte de su ritual. Mientras intentaba golpearle, mi mano se topó con un bulto familiar.
Rene, que aún llevaba puesto el uniforme, tenía su cuchillo en el cinturón. Abrí el cierre y saqué el cuchillo de su funda, y mientras él todavía pensaba: «Debería habérmelo quitado», se lo clavé en la cintura, tiré hacia arriba, y lo extraje.
Entonces gritó.
Se puso en pie, retorciendo la parte superior de su torso y tratando de contener con ambas manos la sangre que manaba de la herida.
Me arrastré hacia atrás y me levanté, intentando alejarme de aquel hombre, que tenía tanto de monstruo como Bill.
Rene aulló:
—¡Ah, Dios! ¿Qué me has hecho? ¡Dios, qué dolor!
Eso era estupendo.
Ahora sentía miedo. Le aterraba que lo descubrieran, que se acabaran sus juegos, y su venganza.
—¡Las chicas como tú merecen morir! —rugió—. ¡Te siento dentro de mi cabeza, bicho raro!
—¿Quién es aquí el bicho raro? —bufé—. ¡Muérete, cabrón!
Jamás hubiera pensado que iba a decir aquello. Permanecí agazapada junto a la lápida, con el cuchillo empapado de sangre en la mano, esperando que volviera a lanzarse contra mí.
Daba tumbos en círculos mientras yo lo observaba con rostro impasible. Cerré mi mente a él, a su certeza de que la muerte lo llamaba. Me preparé para usar el cuchillo una segunda vez, pero justo entonces se desplomó. Cuando me aseguré de que no podía moverse, me dirigí a casa de Bill, pero sin correr; me dije que era imposible, ya que estaba exhausta, pero no estoy muy segura de que eso fuera cierto. No dejaba de ver a mi abuela, atrapada para siempre en el recuerdo de Rene, luchando por salvar su vida en su propia casa.
Me saqué la llave de Bill del bolsillo, casi sorprendida de que aún siguiera ahí. De alguna manera logré abrir la puerta, y fui dando tumbos hasta el salón, en busca del teléfono. Rocé los botones con los dedos, intentando averiguar cuál sería el nueve y cuál el uno. Apreté las teclas lo suficiente como para lograr un pitido, y, entonces, sin previo aviso, caí inconsciente.
Estaba en el hospital; lo sabía porque me rodeaba el olor a limpio de las sábanas desinfectadas.
Lo siguiente que supe es que me dolía todo.
Y había alguien en la sala conmigo. Abrí los ojos, no sin esfuerzo.
Andy Bellefleur. Su rostro anguloso parecía aún más demacrado que la última vez que lo había visto.
—¿Puedes oírme? —preguntó.
Asentí con un movimiento mínimo, que produjo una oleada de dolor en mi cabeza.
—Lo cogimos —dijo, y empezó a contarme algo más, pero volví a quedarme dormida.
Ya era de día cuando me desperté y en esta ocasión parecía estar mucho más espabilada.
Había alguien junto a mí.
—¿Quién está ahí? —dije. Sentí la garganta ronca y dolorida.
Kevin se levantó de la silla de la esquina, apartando una revista de crucigramas y guardándosela en el bolsillo del uniforme.
—¿Dónde está Kenya? —susurré. Me sonrió inusitadamente.
—Ha estado aquí durante un par de horas —me explicó—.Volverá pronto. La he enviado a comer —su rostro y su esbelto cuerpo transmitían un claro gesto de aprobación—. Eres una chica dura.
—Ahora mismo no me siento así —logré responder.
—Estás herida —me dijo. Como si no lo supiera yo.
—Rene.
—Lo encontramos en el cementerio —me contó Kevin—. Le diste una buena paliza, pero seguía consciente y confesó que había intentado matarte.
—Bien.
—Sentía mucho no haber terminado la tarea. No puedo creerme que cantara de aquel modo, pero cuando lo encontramos estaba herido y aterrado. Nos contó que todo había sido culpa tuya porque no te habías dejado matar como las otras. Dijo que debía de estar en tus genes, porque tu abuela... —Kevin se interrumpió, consciente de que había tocado un tema delicado.
—También se resistió —susurré.
En ese momento entró Kenya, enorme, impasible, sosteniendo un vaso desechable de humeante café.
—Está despierta —comentó Kevin, dirigiéndose a su compañera.
—Bien —Kenya no parecía tan encantada de enterarse—. ¿Te ha contado lo que ocurrió? Tal vez debamos llamar a Andy.
—Sí, es lo que nos dijo que hiciéramos, pero sólo le ha dado tiempo a dormir cuatro horas.
—Dijo que lo avisáramos.
Kevin se encogió de hombros y se dirigió al teléfono que había al lado de la cama. Me quedé medio dormida mientras le oía hablar pero pude escucharlo murmurar con Kenya mientras esperaban. Le estaba hablando de sus perros de caza. Kenya, imagino, atendía.
Llegó Andy, pude sentir sus pensamientos, su esquema mental. Se detuvo junto a mi cama. Abrí los ojos y vi que se inclinaba para estudiarme. Intercambiamos una larga mirada.
En el pasillo, se oían las pisadas de los zuecos de las enfermeras.
—Rene aún vive —dijo Andy bruscamente—. Y no para de largar.
Hice un levísimo movimiento de cabeza, con la intención de que pareciera que asentía.
—Dice que todo esto empezó con su hermana, que salía con un vampiro. Obviamente la chica sufrió tal anemia que Rene pensó que se convertiría en una vampira si no la detenía. Una noche, en el apartamento de ella, le lanzó un ultimátum. Ella lo rechazó, diciendo que no renunciaría a su amante. Mientras discutían, ella se estaba poniendo el delantal para ir a trabajar, así que Rene se lo arrancó, la estranguló y... más cosas.