Muerto hasta el anochecer (16 page)

Read Muerto hasta el anochecer Online

Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto hasta el anochecer
13.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No quieres hacerlo —dije finalmente, intentando que no sonara a pregunta.

—Vaya si quiero —me cogió la mano y la arrastró para demostrármelo.

De repente apareció una brillante luz rotatoria a nuestro lado.

—La policía —dije. Vi cómo una silueta se bajaba del coche patrulla y se dirigía a la ventanilla de Bill—. Que no se enteren de que eres un vampiro —me apresuré a decir, temiendo que se tratase de una prolongación de la redada en el Fangtasia. Aunque la mayoría de las fuerzas de seguridad se mostraban encantadas de contar con vampiros entre sus miembros, existían muchos prejuicios contra los vampiros de a pie, sobre todo si formaban parte de una pareja mixta.

La manaza del policía golpeó el cristal de la ventanilla. Bill arrancó el motor y pulsó el botón del elevalunas para bajarla, pero no dijo nada. Me di cuenta de que no había podido replegar los colmillos. Si abría la boca, resultaría evidente que era un vampiro.

—Hola, agente —dije yo.

—Buenas noches —respondió el hombre con bastante corrección. Se inclinó para mirar por la ventanilla—. Saben que las tiendas de por aquí ya han cerrado, ¿no?

—Sí, señor.

—Parece que estamos un poco traviesos... No es que tenga nada en contra, pero estas cosas se hacen en casa.

—Ya nos vamos —dije efusivamente. Bill inclinó la cabeza con rigidez.

—Estamos haciendo una redada en un bar de las cercanías —dijo el policía con indiferencia. Apenas le veía la cara pero parecía ser fornido y de mediana edad—. ¿No vendrán de allí, por casualidad?

—No —contesté.

—Es un bar de vampiros —añadió el agente.

—Pues no. Por ahí no...

—Si me lo permite, señorita, voy a iluminarle el cuello.

—No hay problema.

¡Y vaya si iluminó! No sólo mi cuello, también el de

Bill.

—Muy bien. Sólo era una comprobación rutinaria; ya pueden circular.

—De acuerdo.

El asentimiento de Bill fue aún más seco que al saludar. Con el policía observándonos, devolví el asiento a su posición original, me abroché el cinturón de seguridad y Bill arrancó para dar marcha atrás.

Bill estaba sencillamente furioso. Durante todo el camino de vuelta a casa guardó un huraño silencio —o al menos, eso pensé yo—, mientras que yo no podía dejar de considerar muy gracioso todo lo ocurrido.

Me alegraba haber descubierto que Bill no era indiferente a mis encantos, fueran éstos los que fueran. Empecé a desear que algún día volviera a darme un beso, aún más largo y apasionado. Y a lo mejor..., incluso podríamos llegar a algo más... Estaba intentando no hacerme muchas ilusiones. En realidad, había un par de cosas que Bill no sabía de mí, que no sabía nadie... Era mejor no crearse muchas expectativas.

Cuando llegamos a casa de la abuela, Bill se bajó del coche y se apresuró a abrirme la puerta, lo que me hizo arquear las cejas; pero no iba a oponerme a una simple muestra de cortesía. Estaba claro que él sabía que mis brazos funcionaban adecuadamente y que mis facultades mentales alcanzaban a discernir el mecanismo de apertura de una puerta. Cuando salí del coche, él se apartó.

Me sentí herida. No quería volver a besarme; se arrepentía de lo de antes. Seguro que se estaba acordando de esa Pam del demonio... o hasta de Sombra Larga. Empezaba a darme cuenta de que la posibilidad de mantener relaciones sexuales a lo largo de varios siglos abría mucho el abanico de modalidades. ¿Tan mal estaría añadir una telépata a su lista?

Encogí ligeramente los hombros y crucé los brazos sobre el pecho.

—¿Tienes frío? —preguntó Bill al instante, pasándome un brazo alrededor. Pero era el equivalente físico de un abrigo; parecía querer mantenerse tan alejado de mí como le fuera posible.

—Siento haberte molestado. No te pediré nada más —dije yo, en tono neutro. Mientras lo decía me di cuenta de que la abuela y Bill aún no habían acordado una fecha para la charla a los Descendientes, pero eso era algo que iban a tener que arreglar ellos solitos.

Se quedó inmóvil. Al final, acabó diciendo:

—Eres... increíblemente ingenua —y ni siquiera añadió la coletilla sobre mi supuesta sagacidad, como había hecho antes.

—Vaya —dije, inexpresiva—. ¿Es eso lo que soy?

—O tal vez seas uno de los inocentes de Dios —dijo, y aquello sonó bastante menos agradable, como si fuera Quasimodo o algo así.

—Supongo —dije con acritud— que tendrás que averiguarlo.

—Será mejor que lo averigüe yo —dijo de modo misterioso. Yo no entendía nada. Me acompañó hasta la puerta, y volví a hacerme ilusiones, pero se limitó a darme un casto beso en la frente—. Buenas noches, Sookie —susurró.

Apoyé mi mejilla contra la suya un instante.

—Gracias por llevarme —le dije. Me aparté rápidamente para que no pensara que quería algo más—. No voy a volver a llamarte —y antes de que mi voluntad flaqueara, me introduje en la oscura casa y cerré la puerta delante de sus narices.

5

Los dos días siguientes tuve mucho en lo que pensar. Para ser alguien que siempre estaba deseando recibir novedades, había tenido más que suficiente para varias semanas. Sólo con la gente del Fangtasia daba para rato; por no hablar de los vampiros. Había pasado de soñar con conocer a alguno, a entablar una estrecha relación con más de los que me habría gustado.

Muchos hombres de Bon Temps y de los alrededores habían sido citados para acudir a la comisaría y responder unas cuantas preguntas acerca de Dawn Green y sus hábitos. Además, al detective Bellefleur le había dado por pasarse por el bar en su tiempo libre, lo que resultaba bastante violento. Nunca se tomaba más de una cerveza pero no perdía ripio de lo que sucedía en torno a él. Como el Merlotte's no era precisamente un foco de actividad ilegal, a nadie pareció importarle mucho una vez se acostumbraron a su presencia.

Por alguna extraña razón, Andy siempre se sentaba en una de las mesas de mi zona; y empezaba a entablar un silencioso juego conmigo. Siempre que me acercaba a su mesa se ponía a pensar en algo provocativo, buscando una reacción en mí. No parecía entender lo impúdico que resultaba aquello. Se trataba de provocarme, no de insultarme. Por lo que fuera, estaba empeñado en que le leyera la mente.

Como a la quinta o la sexta vez, iba a llevarle alguna cosa —creo que era una Coca-Cola Light— cuando se puso a imaginarme retozando con mi hermano. Alcancé tal estado de nervios —me había estado esperando algo, pero no precisamente aquello— que se me saltaron las lágrimas, incapaz ya hasta de enfadarme. Me recordó a la tortura, bastante menos sofisticada, que había tenido que soportar en la escuela primaria.

Andy me observaba con rostro expectante. Cuando vio que no podía contener el llanto, una sorprendente sucesión de sentimientos afloró en su cara: triunfo, disgusto y, por último, bochorno absoluto.

Le tiré la maldita Coca-Cola por encima. Crucé el bar y salí por la puerta de atrás.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Sam de repente. Estaba justo detrás de mí.

Sacudí la cabeza sin querer explicárselo y me saqué un arrugado pañuelo del bolsillo para secarme las lágrimas.

—¿Te ha dicho algo desagradable? —preguntó Sam en un tono más bajo y furioso.

—Más bien lo ha estado pensando —contesté, llena de impotencia—. Está intentando provocarme. Lo sabe.

—¡Qué hijo de puta! —dijo Sam, casi devolviéndome a la normalidad: él nunca decía palabrotas.

Una vez que empezaba a llorar, no podía parar. Necesitaba un desahogo ante tantas pequeñas frustraciones.

—Vuelve a entrar —le dije, avergonzada por la llorera—. Estaré bien en un minuto.

Sentí que la puerta trasera se abría y se cerraba. Me imaginé que Sam me había tomado la palabra. Pero en lugar de ello, Andy Bellefleur dijo:

—Lo siento, Sookie.

—Señorita Stackhouse para ti, Andy Bellefleur —le solté—. Tengo la impresión de que harías mejor en estar investigando las muertes de Dawn y de Maudette, en vez de dedicarte a inventar sucios jueguecitos mentales con los que sorprenderme.

Me giré y miré al policía. Se mostraba terriblemente mortificado. Al menos, su pesar parecía sincero.

Sam balanceaba los brazos, como para descargar su furia.

—Bellefleur, si vuelves por aquí, siéntate en la zona de otra camarera —le dijo. Tenía la voz repleta de violencia contenida.

Andy lo miró. Era el doble de corpulento y unos cinco centímetros más alto que mi jefe. Sin embargo, en ese momento habría apostado todo mi dinero por Sam; y, desde luego, no parecía que Andy quisiese correr el riesgo de enfrentarse al desafío, aunque sólo fuera por sentido común. Se limitó a asentir y cruzó el aparcamiento hasta llegar a su coche. El sol se reflejaba en los mechones rubios que matizaban su pelo castaño.

—Lo siento, Sookie —dijo Sam.

—No es culpa tuya.

—¿Necesitas tomarte algún tiempo libre? Hoy no hay mucho jaleo.

—No. Voy a terminar el turno —Charlsie Tooten estaba empezando a cogerle el tranquillo al oficio, pero no me habría sentido bien dejándola sola. Era el día libre de Arlene.

Volvimos a entrar en el bar y, aunque algunas personas nos miraron con curiosidad, nadie nos preguntó qué había ocurrido. En mi zona sólo había una pareja, absorta en el disfrute de su comida y su bebida recién servida, así que no iban a necesitarme por algún tiempo. Me puse a colocar copas de vino. Sam se apoyó contra la encimera de al lado.

—¿Es cierto que Bill Compton da una charla esta noche a los Descendientes de los Muertos Gloriosos?

—Según mi abuela, sí.

—¿Vas a ir?

—No lo tenía pensado —no quería volver a ver a Bill hasta que él me llamara para pedirme una cita en toda regla.

Sam no dijo nada más en ese momento pero, algo más tarde, cuando fui a recoger el bolso, entró en el despacho y se puso a revolver entre los papeles de su escritorio. Yo había sacado el cepillo y me afanaba en desenredarme la coleta. Por la forma en que Sam revoloteaba alrededor, parecía evidente que quería hablar conmigo. Resultaba exasperante que todos los hombres dieran tantos rodeos para dirigirse a mí.

Como Andy Bellefleur; que podía haberme preguntado sin más por mi tara, en lugar de practicar absurdos jueguecitos conmigo.

Como Bill; que podía haber dejado claras sus intenciones, en vez de emplear toda esa parafernalia entre tórrida y distante.

—¿Qué? —dije. Sonó un poco más cortante de lo que pretendía.

Se ruborizó por completo.

—Me preguntaba si te gustaría ir conmigo a la charla y luego tomar un café...

Me quedé estupefacta. Detuve el cepillo en el aire, sin poder finalizar el movimiento. De pronto, una multitud de ideas se me agolpaba en la cabeza: el tacto de su mano aquel día, en el adosado de Dawn; el muro con el que me había encontrado en su mente; lo poco juicioso que resulta salir con el jefe...

—Claro —contesté, tras una pausa notoria. Pareció respirar aliviado.

—Genial, entonces te paso a recoger por tu casa sobre las siete y veinte. La sesión empieza a las siete y media.

—Vale. Entonces, luego te veo.

Tuve miedo de acabar haciendo alguna cosa rara si me quedaba un poco más, así que agarré el bolso y me dirigí a grandes zancadas hasta mi coche. No sabía si reírme como una tonta de pura felicidad o lamentar profundamente mi propia estupidez.

Cuando llegué a casa ya eran las seis menos cuarto y la cena estaba sobre la mesa; la abuela tenía que marcharse pronto para llevar unos refrigerios al Centro Social, donde se iba a celebrar la reunión.

—Me pregunto si habría accedido a dar la charla si la hubiéramos celebrado en el centro comunitario de la Iglesia Baptista —soltó la abuela, de improviso. No me costó mucho enlazar con su cadena de pensamientos.

—Pues yo creo que sí —contesté—. Me parece que todo eso de que los vampiros le tienen miedo a los símbolos religiosos es una patraña, aunque no se lo he preguntado.

—No sabes qué cruz tienen allí colgada —continuó la abuela.

—Al final sí que voy a ir a la charla —le dije—. He quedado con Sam Merlotte.

—¿Con Sam, tu jefe? —la abuela estaba muy sorprendida.

—Sí, señora.

—Humm, vaya, vaya... —comenzó a sonreír mientras ponía los platos sobre la mesa. Pasé todo el tiempo, mientras comíamos unos sándwiches y una macedonia, pensando qué ropa llevar. La abuela ya estaba emocionada por la sesión, y por poder escuchar a Bill y presentárselo a sus amigos; pero en aquel preciso instante debía de estar flotando en algún punto del espacio exterior, probablemente cerca de Venus, porque, además, yo tenía una cita. Y con un humano.

—Luego saldremos a tomar algo —le dije—, así que me imagino que llegaré a casa como una hora después de que termine la reunión —no es que hubiera muchos sitios donde tomar un café en Bon Temps. Y los que había, no eran precisamente lugares apetecibles.

—Muy bien, cariño. Tú tómate el tiempo que necesites —la abuela ya estaba arreglada y, después de cenar, la ayudé a cargar con la bandeja de pastas y la enorme cafetera que había comprado para estas ocasiones. Tenía el coche a la entrada de la puerta trasera, lo que nos ahorró bastante esfuerzo. Desbordaba felicidad y no dejó de parlotear en todo el rato. Esta era su noche.

Me quité el uniforme de trabajo y me metí en la ducha en un santiamén. Mientras me enjabonaba, me puse a pensar qué ponerme. Nada en blanco y negro, eso seguro; me estaba hartando de los colores de camarera del Merlotte's. Volví a depilarme las piernas; no tenía tiempo de lavarme y secarme el pelo, pero lo había hecho la noche anterior. Abrí de par en par mi armario y contemplé, pensativa, el interior. Sam ya me había visto con el vestido blanco de flores, y el vaquero no estaba a la altura de una reunión con los amigos de mi abuela. Al final, me decidí por unos pantalones caquis y una blusa de seda de manga corta en color bronce. Tenía unas sandalias y un cinturón de cuero marrón que quedarían bien con el conjunto. Me puse una cadena al cuello y unos pendientes grandes de oro, y ya estaba lista. Como si me hubiera cronometrado, Sam llamó a la puerta en ese mismo instante.

El momento de abrir la puerta y saludarlo resultó algo embarazoso.

—Te pediría que pasaras, pero andamos muy justos de tiempo...

—Aceptaría encantado, pero andamos muy justos de tiempo...

Los dos nos reímos.

Cerré la puerta con llave y Sam se apresuró a abrirme la puerta de su camioneta. Me alegré de haberme puesto los pantalones; no quería ni imaginarme lo que hubiera sido intentar subir allí arriba con una falda corta.

Other books

White Satin by Iris Johansen
Eden by Dorothy Johnston
Bred by the Spartans by Emily Tilton
Dark Aemilia by Sally O'Reilly
The Invisible Library by Cogman, Genevieve