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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (36 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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—Usted averigüe qué hay que hacer e infórmeme —le dije—. Mientras tanto, ¿puedo ir a verlo?

—El prefiere que no lo haga —contestó Sid Matt.

Escuchar eso me dolió muchísimo.

—¿Por qué? —pregunté, tratando con todas mis fuerzas de no derrumbarme.

—Le da vergüenza —explicó el abogado. La idea de que Jason pudiera sentir tal cosa resultaba asombrosa.

—Entonces —dije, tratando de pasar a otra cosa, súbitamente cansada de esta reunión tan poco satisfactoria—, ¿me llamará cuando de verdad pueda hacer algo?

Sid Matt asintió; al hacerlo, sus carrillos se agitaron con un leve temblor. Lo incomodaba. Era evidente que se alegraba de poder alejarse de mí.

El abogado se fue en su camioneta, tras incrustarse un sombrero de vaquero cuando aún lo tenía al alcance de la vista.

Cuando hubo oscurecido por completo, salí a ver qué tal se encontraba Bubba. Lo encontré sentado bajo un roble de los pantanos, con varias botellas de sangre alineadas en torno suyo: a un lado, las llenas y, al otro, las vacías.

Yo llevaba una linterna, y aunque sabía que el vampiro estaba allí, no pude evitar asustarme un poco al enfocarlo. Sacudí la cabeza. Definitivamente, algo había ido muy mal cuando Bubba «resucitó». Me alegré mucho de no poder leerle los pensamientos; tenía la mirada de un demente.

—Eh, monada —dijo con un acento sureño tan denso como el almíbar—. ¿Qué tal te va? ¿Vienes a hacerme compañía?

—Sólo quería asegurarme de que estuvieras cómodo —le dije.

—Bueno, se me ocurren otros sitios en los que estaría más cómodo, pero como eres la chica de Bill, no voy a mencionártelos.

—Mejor —dije con firmeza.

—¿Hay algún gato por aquí? Estoy empezando a hartarme del rollo embotellado este.

—No hay. Seguro que Bill vuelve pronto y entonces podrás irte a casa —me di la vuelta y comencé a caminar de regreso. No me sentía lo suficientemente cómoda en presencia de Bubba para prolongar la conversación, si es que aquello se podía llamar así. Me preguntaba qué pensamientos asaltarían a Bubba durante sus largas noches como centinela. ¿Recordaría su pasado?

—¿Y qué me dices del perro? —preguntó desde lejos.

—Ha vuelto con su dueño —contesté, girando la cabeza.

—Qué pena —dijo Bubba para sí, tan bajo que casi no lo oí.

Me preparé para irme a la cama. Intenté ver un rato la tele, me serví algo de helado, y hasta le eché algo de chocolate líquido por encima. Aquella noche parecía que ninguna de las cosas que habitualmente me tranquilizaban funcionaba. Mi hermano estaba en la cárcel; mi novio, en Nueva Orleans; mi abuela, muerta; y alguien había asesinado a mi gata. Me sentí sola e inmensamente desgraciada.

Aveces no queda más remedio que recrearse en tales pensamientos.

Bill no me devolvía la llamada.

Eso añadía más leña al fuego. Seguro que había encontrado alguna furcia complaciente en Nueva Orleans, o alguna «colmillera» de las que rodeaban el hotel todas las noches con la esperanza de conseguir una «cita» con un vampiro.

Si le pegara a la botella, me habría emborrachado. Si tuviera algo de promiscua, habría llamado al adorable J.B. du Roñe y me habría acostado con él. Pero no soy tan dramática ni tan drástica, así que me limité a comer helado y ver películas antiguas en la tele. Por alguna siniestra coincidencia, estaban echando una de Elvis,
Amor en Hawai.

Al final me fui a la cama alrededor de medianoche.

Un chillido al otro lado de la ventana de mi habitación me despertó. Me incorporé de un respingo. Oía golpes y ruidos sordos. Por último, una voz que enseguida reconocí como la de Bubba, gritó:

—¡Vuelve aquí, capullo!

Tras un par de minutos de absoluto silencio, me puse un albornoz y me dirigí a la puerta principal. A la luz del alumbrado de emergencia, el jardín se veía vacío. Entonces, atisbé movimiento a la izquierda, y cuando asomé la cabeza por la puerta divisé a Bubba, que se arrastraba cansinamente de vuelta a su escondrijo.

—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté en voz baja. Bubba cambió de dirección y se acercó cabizbajo hacia el porche.

—Pues que algún hijoputa, si se me permite, estaba rondando la casa —me explicó. Sus ojos castaños brillaban y se parecía más a su antiguo ser—. Lo he oído varios minutos antes de que llegara, y pensé que lo tenía, pero ha llegado a la carretera atajando por el bosque, donde tenía aparcada la camioneta.

—¿Lo has visto?

—No lo suficiente para poder describirlo —dijo Bubba con pesar—. Conducía una camioneta, pero ni siquiera podría decir de qué color era; oscuro.

—Aun así, me has salvado —le dije, confiando en que la sincera gratitud que sentía se revelara en mi voz. Experimenté una oleada de cariño hacia Bill, que se había encargado de mi protección. Hasta me parecía que Bubba tenía mejor aspecto—. Gracias, Bubba.

—No ha sido nada —dijo, gentil, y por un momento se irguió, echó hacia atrás la cabeza, y puso esa sonrisa soñolienta... Era él. Abrí la boca para pronunciar su nombre, pero recordé la advertencia de Bill, y la cerré.

Jason salió en libertad bajo fianza al día siguiente.

Costó una fortuna. Firmé todo lo que me indicó Sid Matt, aunque la mayor parte del aval se cubrió con la casa de Jason, su camioneta y su bote de pesca. Si lo hubieran arrestado antes una sola vez, aunque fuera por imprudencia al cruzar la calle, no creo que le hubieran permitido salir bajo fianza.

Lo esperé en las escaleras de entrada a los juzgados, ataviada con un horrible y sobrio traje de color azul marino, bajo el calor de la mañana. El sudor me caía por la cara y se colaba entre mis labios de un modo tan desagradable que deseé lanzarme de cabeza a la ducha. Jason se detuvo frente a mí. No estaba segura de que fuera a decirme algo; su rostro parecía haber envejecido años. Por fin se enfrentaba a problemas serios, a problemas graves que no desaparecerían o se irían desvaneciendo con el paso del tiempo, como la tristeza.

—No hace falta que hable contigo de esto —dijo, en un tono de voz tan bajo que apenas era audible—. Sabes que no he sido yo. Nunca he sido violento, ni he ido más allá de tener una pelea o dos en algún aparcamiento por alguna chica.

Le toqué el hombro, pero dejé caer la mano al ver que no reaccionaba.

—Nunca he pensado que fueras tú, y nunca lo haré. Siento haber sido tan tonta como para llamar ayer a la ambulancia. Si me hubiera dado cuenta de que no era tu sangre, te habría llevado a la caravana de Sam para limpiarte y quemar la cinta. Pero me daba tanto miedo que te hubieran herido...

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas, pero no era momento de llorar, así que contuve el llanto. Noté que se me endurecía el gesto. La mente de Jason era un caos, una especie de pocilga mental. Allí se cocía una mezcla poco saludable de remordimientos, bochorno porque sus hábitos sexuales salieran a la luz, culpa por no sentirse peor por la muerte de Amy, horror ante la idea de que cualquiera del pueblo pudiera creer que había matado a su propia abuela mientras acechaba a su hermana...

—Saldremos de ésta —dije, impotente.

—Saldremos de ésta —repitió él, tratando de que su voz sonara firme y segura. Pero yo pensaba que iba a tener que pasar mucho tiempo antes de que la seguridad de Jason, esa dorada confianza en sí mismo que lo había hecho irresistible, regresara a su rostro, a su gesto y a su tono de voz.

Tal vez nunca lo hiciera.

Nos separamos allí, en los juzgados. No teníamos nada más que decirnos.

Me pasé todo el día sentada en el bar, mirando a los hombres que entraban, leyéndoles la mente. Ninguno de ellos estaba pensando en cómo había matado a cuatro mujeres y había conseguido salir impune. A la hora de comer, Hoyt y Rene cruzaron la puerta, pero se marcharon al verme allí sentada. Era demasiado embarazoso para ellos, supongo.

Al final, Sam me obligó a marcharme. Me dijo que resultaba tan siniestra que estaba espantando a cualquier cliente que pudiera proporcionarme información de utilidad.

Me arrastré hacia la puerta y salí al exterior, donde brillaba un sol cegador. Estaba a punto de ponerse. Pensé en Bubba, en Bill, en todas esas criaturas que estaban despertando de su profundo letargo para caminar sobre la tierra de nuevo.

Me pasé por el Grabbit Kwik para comprar algo de leche para los cereales del desayuno. El nuevo dependiente era un chico con acné y una enorme nuez que me contempló con avidez, como si quisiera fijar una imagen mental de lo que, a su entender, era la hermana de un asesino. Sabía que apenas podía esperar a que yo saliera de la tienda para llamar por teléfono a su novia. Estaba deseando que hubiera alguna forma de ver las marcas de colmillos de mi cuello, y se preguntaba si habría algún modo de averiguar cómo se lo montaban los vampiros.

Esa era la clase de basura que tenía que «escuchar» día tras día. No importaba lo que me esforzara en pensar en otra cosa, lo alta que mantuviera mi guardia o lo amplia que fuese mi sonrisa, siempre acababa teniendo que enterarme de estas cosas.

Llegué a casa justo cuando anochecía.

Tras sacar la leche de la bolsa y quitarme el uniforme, me puse unos pantalones cortos y una camiseta negra de Garth Brooks, y traté de pensar en algo con lo que entretenerme aquella noche. No era capaz de tranquilizarme lo suficiente como para ponerme a leer; y, de todos modos, antes tendría que pasar por la biblioteca para devolver los libros y sacar otros, lo que, dadas las circunstancias, iba a suponer un auténtico trauma. No ponían nada decente en la televisión, por lo menos aquella noche. Se me ocurrió que podría volver a ver
Braveheart,
mirar a Mel Gibson con falda escocesa siempre levanta la moral, pero era una película demasiado sangrienta para el estado de ánimo en que me encontraba. No podría soportar que le cortaran otra vez la garganta a aquella chica, incluso aunque ya sabía cuándo había que taparse los ojos.

Fui al baño para lavarme la cara, tenía el maquillaje corrido por el sudor. Entonces, ahogado por el ruido del agua corriente, me pareció oír una especie de aullido en el exterior.

Cerré el grifo y me erguí. Estaba escuchando con tanta atención que casi pude sentir cómo se me desplegaba la antena. ¿Qué...? Las gotas de agua caían desde mi rostro a la camiseta.

Ni un solo ruido, ni uno en absoluto. Me arrastré hasta la puerta principal, porque era la más cercana a la atalaya de Bubba entre los árboles.

Entorné un poco la puerta. Grité:

—¿Bubba?

No hubo respuesta. Lo volví a intentar.

Daba la impresión de que hasta las langostas y los sapos contenían el aliento. La noche era tan silenciosa que podía reservar cualquier cosa. Algo merodeaba ahí fuera, en la oscuridad.

Traté de reflexionar, pero mi corazón palpitaba con tanta fuerza que interfería en el proceso.

Antes de nada, llama a la policía.

Descubrí que ésa ya no era una opción. El teléfono no daba señal.

Así pues, podía esperar en casa a que llegaran los problemas, o podía lanzarme al bosque.

Era una decisión complicada. Me mordía el labio mientras recorría toda la casa apagando las luces, tratando de trazar un plan de acción. La casa procuraba cierta protección: cerrojos, muros, rincones y ranuras. Pero sabía que cualquier persona que se lo propusiera podría entrar, y, en tal caso, no tendría escapatoria.

Vale, ¿cómo podía salir al exterior sin que me vieran? Para empezar, apagué las luces de fuera. La puerta trasera estaba más cerca de los árboles, así que era la mejor elección. Conocía el bosque bastante bien, debería ser capaz de esconderme allí hasta que amaneciera. Podría intentar llegar a casa de Bill; estaba segura de que su teléfono funcionaría, y tenía una copia de su llave.

O podría tratar de llegar a mi coche y arrancarlo. Pero eso me retendría en un punto concreto durante varios segundos. No, el bosque parecía la mejor opción.

Me metí en uno de los bolsillos la llave de Bill y una navaja de mi abuelo, que la abuela guardaba en un cajón de la mesa del salón para abrir paquetes. En el otro bolsillo me metí como pude una linterna pequeña. Además, la abuela tenía un viejo rifle en el armario ropero, junto a la puerta principal. Había pertenecido a mi padre cuando era pequeño, y ella sobre todo lo había usado para matar serpientes. Bueno, ahora yo también tenía una serpiente que matar. Odiaba el maldito rifle, odiaba la idea de tener que usarlo, pero parecía ser el momento adecuado.

No estaba.

No me podía creer lo que veían mis ojos. Rebusqué por todo el armario.

¡El había estado en casa!

Pero no había ninguna puerta forzada. Tenía que ser alguien a quien yo hubiera invitado. ¿Quién había estado allí? Traté de repasar mentalmente a todos mientras me acercaba a la puerta trasera, con las zapatillas bien atadas para que no pudiera pisarme los cordones en ningún momento. A toda prisa me recogí el pelo en una coleta, casi con una sola mano, para que no me molestara, y lo sujeté con una cinta de goma. Pero no podía dejar de pensar en el robo del rifle.

¿Quién había estado en casa? Bill, Jason, Arlene, Rene, los niños, Andy Bellefleur, Sam, Sid Matt... Estaba segura de que todos se habían quedado solos durante al menos un par de minutos, quizá suficientes para lanzar el rifle fuera y recogerlo más tarde.

Entonces me acordé del día del funeral. Casi todas las personas a las que conocíamos habían estado entrando y saliendo de la casa, y no podía recordar si había visto el arma desde entonces. Pero habría sido complicado pasar inadvertido al salir de una casa tan atestada de gente con un rifle entre las manos. Además, pensé que si hubiera desaparecido entonces, probablemente ya habría descubierto su ausencia; de hecho estaba casi segura de ello.

Tuve que dejar eso a un lado por el momento, y concentrarme en ser más lista que quien estuviera ahí fuera, al acecho.

Abrí la puerta de atrás. Salí agachándome tanto como pude, y entorné con suavidad la puerta tras de mí. En lugar de pisar los escalones, alargué una pierna y la apoyé en el suelo mientras me estiraba sobre el porche. Cargué mi peso sobre ella y retiré la otra pierna. Volví a agazaparme. Me recordó a cuando jugaba al escondite con Jason entre los árboles, cuando éramos niños.

Recé para que en esta ocasión mi compañero de juegos no fuera él.

En primer lugar, me oculté tras la jardinera que había colocado la abuela, y después me arrastré hasta su coche, mi segundo objetivo. Miré al cielo; había luna llena, pero como la noche estaba despejada, se veían las estrellas.

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