Read Muerto hasta el anochecer Online
Authors: Charlaine Harris
Lo miré de cerca; parecía igual que siempre. Pero no había forma de entrar en su cabeza. ¿Cómo lo hacía? Aquello sólo me pasaba con Bill, y se debía a su naturaleza de vampiro; estaba claro que ése no era el caso de Sam.
—Es sólo que echo de menos a Bill —dije a propósito. ¿Me largaría un sermón sobre los peligros de salir con un vampiro?
—Es de día; no creo que se encontrara muy bien aquí —repuso.
—Claro que no —dije, muy tiesa. Estuve a punto de añadir: «Se ha ido unos días», pero me planteé si sería juicioso contarle eso cuando albergaba ciertas sospechas, por remotas que fueran, sobre mi jefe. Salí del despacho con tal brusquedad que Sam se me quedó mirando con aire perplejo.
Cuando algo más tarde ese mismo día, vi a Arlene y a Sam enfrascados en una larga conversación, no me cupo la menor duda de que el tema central era yo. Sam volvió a su despacho aparentando estar más preocupado que nunca. No cruzamos más palabras durante el resto del día.
Aquella noche me resultó duro regresar a casa porque sabía que estaría sola hasta el amanecer. Otras noches que no pasábamos juntos me tranquilizaba saber que Bill estaba sólo a una llamada telefónica de distancia. Pero ya no. Traté de consolarme con la idea de que estaría protegida en cuanto oscureciera y Bubba saliera del agujero en el que dormía, pero no lo conseguí.
Llamé a Jason, pero no estaba en casa. Entonces, llamé al Merlotte's con la esperanza de encontrarlo allí, pero Terry Bellefleur me cogió el teléfono y me dijo que Jason no había aparecido.
Me pregunté qué estaría haciendo Sam aquella noche. ¿Por qué nunca parecía salir con nadie? Por lo que había podido observar en numerosas ocasiones, no era por falta de oportunidades.
Dawn lo había intentado con especial empeño.
Aquella noche no lograba pensar en nada agradable.
Comencé a preguntarme si Bubba habría sido el sicario al que Bill había recurrido para liquidar al tío Bartlett. Me extrañaba que Bill hubiera elegido a una criatura tan corta de entendederas para protegerme.
Todos los libros que cogía parecían de uno u otro modo inadecuados, y cada programa de televisión que empezaba a ver me parecía aún más ridículo que el anterior. Intenté leer mi ejemplar del
Time
, y me indignó el impulso suicida que gobernaba tantas naciones. Arrojé la revista al otro lado de la habitación.
Mi cabeza daba vueltas como una ardilla que tratase de escapar de su jaula. No lograba concentrarme en nada ni sentirme cómoda en ningún sitio.
Cuando sonó el teléfono me puse en pie de un salto.
—¿Sí? —dije con aspereza.
—Ya ha llegado Jason —me informó Terry Bellefleur—. Quiere invitarte a una copa.
Consideré con cierta inquietud los inconvenientes de salir a por el coche, ahora que ya había oscurecido, y regresar más tarde a una casa vacía. Bueno, a una casa que ojalá estuviera vacía. Pero me reprendí a mí misma porque, al fin y al cabo, habría alguien vigilándola, alguien muy fuerte. Aunque también un poco descerebrado.
—De acuerdo, estaré ahí en un minuto —dije.
Terry se limitó a colgar. ¡Qué locuacidad la de aquel hombre!
Me puse una falda vaquera y una camiseta amarilla y, mirando en todas direcciones, crucé el jardín hasta llegar al coche. Dejé encendidas todas las luces de fuera. Abrí el coche y me metí dentro como una exhalación. Una vez acomodada en el interior, eché el seguro.
Aquélla no era forma de vivir.
De manera casi mecánica, dejé el coche en el aparcamiento para empleados del Merlotte's. Había un perro escarbando en el contenedor, y le acaricié la cabeza antes de entrar. Teníamos que llamar a la perrera casi cada semana para que vinieran a llevarse unos cuantos animales perdidos o abandonados. En muchos casos se trataba de perras preñadas, lo que me ponía enferma.
Terry estaba detrás de la barra.
—Hola —dije, echando un vistazo alrededor—. ¿Dónde está Jason?
—No ha venido por aquí —contestó Terry—. No lo he visto en toda la noche. Ya te lo he dicho por teléfono.
Lo miré boquiabierta.
—Pero después me has vuelto a llamar y me has dicho que ya había llegado.
—No, yo no he hecho tal cosa.
Nos miramos el uno al otro fijamente. Terry tenía una de sus malas noches, de eso no había duda. Su cabeza bullía con los tortuosos recuerdos de su servicio en el ejército y su lucha contra el alcohol y las drogas. Por fuera se le veía congestionado y sudoroso a pesar del aire acondicionado, y sus movimientos eran torpes y bruscos. Pobre Terry.
—¿Lo dices en serio? —pregunté, con un tono lo más neutral posible.
—Eso he dicho, ¿no? —su voz resultaba beligerante.
Mejor sería que ninguno de los clientes del bar le diera problemas a Terry aquella noche. Me retiré con una sonrisa conciliadora. El perro seguía en la puerta de atrás. Gimoteó al verme.
—¿Tienes hambre, cosa guapa? —le dije.
Vino directo hacia mí, sin una brizna de la desconfianza que los perros extraviados solían mostrar. A la luz de las farolas, llegué a la conclusión de que aquel perro había sido abandonado recientemente, al menos por lo que se deducía de su lustroso pelaje. Era un collie, aunque no de pura raza. Pensé en volver a entrar al bar para preguntarle al cocinero de turno si teníamos algunas sobras para mi nuevo amigo, pero en ese momento tuve una idea mejor.
—Ya sé que el viejo y malo Bubba está cerca de casa, pero tal vez puedas entrar conmigo —dije con esa voz infantil que uso con los animales cuando creo que nadie me escucha—. ¿Podrías hacer pipí fuera, para no ensuciar la casa? ¿Qué me dices?
Como si me hubiera entendido, el collie se puso a marcar la esquina del contenedor.
—¡Buen chico! ¿Quieres dar una vuelta? —abrí la puerta del coche, esperando que no ensuciara demasiado los asientos. El animal vaciló—. Vamos, bonito. Ya verás qué plato tan rico te daré cuando lleguemos a casa —el soborno no tiene por qué ser necesariamente algo malo.
Tras un par de miradas más y un olfateo a fondo de mis manos, el perro saltó al asiento de los pasajeros y se sentó mirando por la ventanilla como si él mismo se hubiera apuntado a aquella aventura.
Le dije cuánto se lo agradecía y le rasqué las orejas. Arranqué el motor y quedó claro que el perro estaba acostumbrado a ir en coche.
—Ahora, en cuanto lleguemos a casa —le dije con seriedad al collie—, vamos a ir directos a la puerta delantera, ¿está claro? Hay un ogro en el bosque al que le encantaría devorarte.
El perro emitió un ladrido de excitación.
—Bueno, no va a tener ni media oportunidad —le dije para tranquilizarlo. Era agradable tener alguien a quien hablar. Era incluso bonito que no pudiera responderme, al menos por ahora. Y no hacía falta levantar la guardia porque no era humano. Muy relajante—. Vamos a darnos prisa.
—¡Guau! —asintió mi compañero.
—Tendré que ponerte algún nombre —dije—, ¿qué te parece... Buffy?
El perro gruñó.
—Vale,vale... ¿Y
Rover?
Gemido.
—Tampoco te gusta, ¿eh? Humm... —llegamos a la entrada de casa.
—¿Puede que ya tengas un nombre? —le pregunté—. Deja que te mire el cuello.
Tras apagar el motor pasé los dedos a través de su grueso pescuezo. No llevaba siquiera un collar antipulgas.
—Alguien te ha estado cuidando bastante mal, cariño —dije—. Pero eso ya se acabó. Yo seré una buena mamá.
Con esa última estupidez agarré la llave de la casa y abrí la puerta del coche. Como una centella, el perro me adelantó y se quedó en el jardín, mirando a su alrededor, alerta. Olfateó el aire y lanzó un profundo gruñido.
—Es un vampiro bueno, cielo. Está protegiendo la casa. Vamos adentro —me tuve que valer de mil trucos para lograr que entrara en casa. Cerré de inmediato la puerta detrás de nosotros.
El perro caminó sin hacer ruido alrededor del salón, olisqueando y mirándolo todo. Después de vigilarlo durante un minuto, para asegurarme de que no iba a morder nada ni levantar la pata, fui a la cocina para encontrarle algo de comer. Llené un cuenco grande de agua. Cogí otro de plástico en el que la abuela guardaba la lechuga y puse en él los restos de la comida para gatos de
Tina
y algo de carne para tacos. Me supuse que, si estabas muriéndote de hambre, algo así resultaría aceptable. Al final, el perro encontró el camino a la cocina y fue directo a ambos cuencos. Olfateó la comida y alzó la cabeza para mirarme durante un buen rato.
—Lo siento, no tengo comida para perros. Es lo mejor que he podido encontrar. Si quieres quedarte conmigo, te conseguiré algo más apropiado.
El perro me miró durante algunos segundos más, y entonces agachó la cabeza hacia el cuenco. Comió un poco de carne, bebió y volvió a mirarme, expectante.
—¿Puedo llamarte
Rex?
Pequeño gruñido.
—¿Y qué tal
Dean
? —pregunté—.
Dean
es un nombre bonito —un chico muy majo que me había ayudado en una librería de Shreveport se llamaba Dean. Sus ojos se parecían a los de este collie, observadores e inteligentes. Y
Dean
era algo diferente. Nunca había conocido a un perro llamado
Dean.
—Apuesto a que eres más listo que Bubba —dije, pensativa, y el perro soltó un corto y agudo ladrido—. Estupendo, vamos,
Dean.
Vamos a prepararnos para dormir —añadí, encantada de poder mantener algo parecido a una conversación.
El perro me siguió en silencio hasta el dormitorio, estudiando todo el mobiliario con suma atención. Me quité la falda y la camiseta, y las dejé a un lado. Me bajé las braguitas y me desabroché el sujetador. El perro me contempló con gran atención mientras cogía un camisón limpio y me metía en el baño para ducharme. Cuando salí, limpia y relajada,
Dean
estaba sentado junto a la puerta, con la cabeza ladeada.
—Para limpiarse, a la gente le gusta darse una ducha —le expliqué—. Ya sé que a los perros no; supongo que se trata de algo humano —me lavé los dientes y me puse el camisón—. ¿Listo para dormir,
Dean?
En respuesta, el perro saltó a la cama, dio unas cuantas vueltas sobre sí mismo y se tumbó.
—¡Eh, espera un momento! —desde luego, yo misma me lo había buscado. A la abuela le habría dado un ataque de llegar a saber que había un perro en su cama. Ella pensaba que los animales estaban muy bien siempre que no pasaran la noche en casa. Su regla era: humanos dentro, animales fuera. Bueno, ahora tenía un vampiro fuera y un collie en la cama.
—¡Baja de ahí! —dije, señalando la alfombra.
El collie, con lentitud y cierta renuencia, bajó a donde le indicaba. Me lanzó una mirada de reproche mientras se sentaba en la alfombra.
—¡Quédate ahí! —dije con firmeza antes de meterme en la cama. Me sentía muy cansada, y ahora que tenía al perro ya no estaba tan nerviosa, aunque no sabía qué ayuda podía esperar de él en caso de que apareciera un intruso, ya que no me conocía lo suficiente como para serme fiel. No me quedaba más remedio que conformarme con el más mínimo consuelo que pudiera encontrar, así que comencé a abandonarme al sueño. Justo mientras me quedaba adormilada noté que la cama se combaba bajo el peso del collie. Una lengua estrecha me raspó la mejilla. El perro se acomodó cerca de mí. Me volví y lo acaricié. Era agradable tenerlo cerca.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba amaneciendo. Desde fuera llegaba una algarabía de pájaros gorjeando. Resultaba muy agradable acurrucarse en la cama. Sentí la calidez del perro a través del camisón; debía de haber sentido calor por la noche, y me había quitado la sábana de encima. Lo acaricié con torpeza en la cabeza y comencé a rascarle el pelo, pasando las manos distraídamente por entre su espeso pelaje. Se me acercó aún más, me olisqueó la cara y me rodeó con su brazo.
¿Con su «brazo»?
Con un solo movimiento, salté al suelo y me puse a chillar.
Encima de la cama, Sam estaba boca arriba apoyado sobre los codos y mirándome con aire divertido.
—¡Dios mío, Sam! ¿Cómo has llegado aquí? ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde está
Dean
? —me tapé la cara con las manos y me di la vuelta, pero ya había visto todo lo que había que ver de Sam.
—¡Guau! —ladró Sam con la garganta de un humano. La verdad me cayó encima como un jarro de agua fría.
Me di la vuelta para mirarlo, absolutamente furiosa.
—¡Anoche me viste desnudarme, maldito..., maldito perro!
—Sookie —dijo con tono persuasivo—. Escúchame.
Otra idea se me vino a la cabeza.
—Sam, Bill te va a matar —me senté en la butaca que había junto a la puerta del baño. Puse los codos sobre las rodillas y dejé caer la cabeza—. ¡Oh, no! No, no, no.
El se arrodilló delante de mí. Tenía el mismo pelo rubio rojizo y áspero de la cabeza en el pecho y le bajaba en una línea hasta su... Volví a cerrar los ojos.
—Sookie, me preocupé cuando Arlene me contó que ibas a estar sola —comenzó a explicarme.
—¿No te habló de Bubba?
—¿Bubba?
—El vampiro que Bill ha dejado a cargo de vigilar la
casa.
—¡Ah, sí! Me contó que le recordaba a un cantante.
—Bueno, pues se llama Bubba. Y disfruta desangrando animales.
Al menos, tuve la satisfacción de verlo palidecer, aunque fuera por entre los dedos de mis manos.
—Bueno, entonces ha sido toda una suerte que me dejaras entrar —dijo finalmente.
Al recordar su apariencia de la noche anterior, pregunté:
—¿Qué eres, Sam?
—Soy un cambiante. Pensé que ya era hora de que lo supieras.
—¿Y no había otro modo de hacerlo?
—En realidad —dijo, avergonzado— tenía pensado despertar y marcharme antes de que abrieras los ojos. Pero me he quedado dormido. Correr a cuatro patas es agotador.
Creía que la gente sólo podía transformarse en lobo.
—No, yo puedo adoptar cualquier forma —aquello resultaba tan interesante que dejé caer las manos y traté de mirarle sólo la cara.
—¿Cada cuánto? —inquirí—. ¿Puedes escoger?
—Cuando hay luna llena no me queda más remedio —me explicó—. En otras ocasiones puedo hacerlo a voluntad, aunque es más difícil y tardo más tiempo. Me convierto en cualquier animal que vea antes de cambiar, así que siempre tengo un libro de perros sobre la mesilla, abierto por la página en que hay una foto de un collie. Los collies son grandes, pero no resultan amenazadores.