Read Muerto hasta el anochecer Online
Authors: Charlaine Harris
Gimió y se agitó bruscamente. Empezó a moverse con una especie de frenesí que me dejó algo aturdida al principio. Luego, poco a poco, comencé a entender y adecuarme al ritmo. Le excitó mucho mi respuesta e intuí que algo estaba a punto de pasar, algo grande y bueno.
—¡Por favor, Bill, por favor! —jadeé y le clavé las uñas en las caderas. Era por ahí, casi ahí... Entonces, un leve cambio de postura le permitió apretarse aún más profundamente contra mí, y antes de poder evitarlo estaba volando. Me sentía flotar; tenía la mente en blanco y sólo veía pequeños destellos dorados. Noté el roce de sus dientes sobre mi cuello y dije: «Sí». Los colmillos penetraron la piel. Fue un pequeño pinchazo, muy excitante. Mientras se corría dentro de mí, Bill aspiró la herida.
Nos quedamos así un buen rato, temblando de vez en cuando, como en pequeñas réplicas. Nunca en la vida me podré olvidar de su olor y su sabor, de lo que sentí teniéndolo dentro por primera vez —mi primera vez—. Ni del placer que me había descubierto.
Finalmente, Bill se retiró y se tumbó a mi lado. Apoyó la cabeza sobre una mano, y con la otra me acarició el vientre.
—Soy el primero.
—Sí.
—Sookie —se inclinó para besarme. Sus labios recorrieron la línea de mi garganta.
—Está claro que no sé casi nada —dije, tímida—, pero ¿ha estado bien para ti? Quiero decir, ¿al menos a la altura de otras mujeres? Puedo mejorar.
—Podrás adquirir más experiencia, Sookie... pero no hay forma de que puedas ser mejor —me dio un beso en la mejilla—. Ha sido increíble.
—¿Estaré dolorida algún tiempo?
—Ya sé que te parecerá raro, pero no lo recuerdo. La única virgen con la que había estado hasta ahora era mi esposa, y eso fue hace un siglo y medio... Espera, si no me acuerdo mal, estarás algo incómoda después. No podremos volver a hacer el amor durante un par de días.
—Tu sangre cura —señalé tras una breve pausa, sonrojándome.
A la luz de la luna aprecié cómo se daba la vuelta para mirarme a los ojos.
—Así es —dijo—. ¿Eso es lo que quieres?
—Claro. ¿Tú no?
—Sí —dijo en voz baja. Se mordió el brazo.
Fue tan repentino que solté un grito. Con toda naturalidad, él frotó su dedo por la herida y, antes de que me diera tiempo a estar tensa, lo deslizó dentro de mí. Comenzó a moverlo suavemente y, en efecto, el dolor desapareció al instante.
—Gracias —le dije—. Ya estoy mejor.
Pero no apartó el dedo.
—Ah —musité—, ¿te apetece volverlo a hacer tan pronto? ¿Puedes? —y mientras él aumentaba el ritmo, comencé a desear que así fuera.
—Espera y verás —respondió, con un matiz divertido en su dulce y profunda voz.
Casi sin poder reconocerme a mí misma, le susurré:
—Dime qué quieres que haga.
Y eso es lo que hizo.
Al día siguiente volví a trabajar. Por grandes que fueran los poderes curativos de la sangre de Bill, aún me encontraba algo incómoda. Eso sí, me sentía poderosa. Era una emoción nueva por completo para mí. Me costó horrores no estar exultante y ponerme a alardear de mi nueva hazaña.
Por supuesto, en el bar tuve que enfrentarme a los mismos problemas de siempre: aquella cacofonía de voces, su zumbido, su persistencia... Pero de algún modo me resultó más sencillo acallarlas y arrinconarlas en una esquina. Podía mantener alta la guardia con mayor facilidad y, por tanto, mostrarme más relajada. O quizá como estaba más relajada —y vaya que si lo estaba—, me resultase más fácil protegerme. No lo sé, pero lo cierto es que me sentía mejor y fui capaz de recibir el pésame de los clientes con serenidad, sin derramar una sola lágrima.
Jason vino a la hora de comer y se tomó un par de cervezas con la hamburguesa, lo que no constituía su dieta habitual. Por lo general, nunca bebía durante la jornada laboral. Sabía que se pondría furioso si mencionaba abiertamente el tema, así que me limité a preguntarle si todo iba bien.
—El jefe de policía me ha vuelto a citar hoy —dijo en voz baja. Miró alrededor para asegurarse de que nadie estuviera escuchando, aunque el bar estaba medio vacío porque aquel día se celebraba una reunión del Club Rotario en el Centro Social.
—¿Qué te ha estado preguntando? —dije, también en bajo.
—Que cada cuánto veía a Maudette, que si siempre iba a por gasolina al Grabbit... Una y otra vez; como si no hubiera respondido ya unas setenta y cinco veces a esas mismas preguntas. Mi jefe está al límite de su paciencia, Sookie, y no lo culpo. Ya he faltado a trabajar por lo menos dos días, puede que tres, con todas las visitas que he tenido que hacer a la comisaría.
—Tal vez deberías buscarte un abogado —le aconsejé, preocupada.
—Eso es lo que dice Rene.
Entonces, Rene Lenier y yo coincidíamos.
—¿Qué te parece Sid Matt Lancaster? —a Sidney Matthew Lancaster, destacado sureño y gran aficionado al whisky sour, se le consideraba el abogado criminalista más agresivo de la parroquia. Me gustaba porque siempre me trataba con respeto cuando venía por el bar.
—Supongo que ésa sería la mejor opción —Jason parecía tan malhumorado y adusto como alguien encantador puede llegar a parecerlo. Intercambiamos una mirada. Ambos sabíamos que el abogado de la abuela era demasiado anciano para poder encargarse del caso si alguna vez, Dios no lo quisiera, llegaban a arrestar a Jason.
Jason estaba demasiado absorto en sus propios problemas para detectar algo diferente en mí, pero yo llevaba puesto un polo blanco —en lugar de la habitual camiseta de cuello redondo— para taparme el cuello. Arlene fue algo más observadora que mi hermano. Se pasó toda la mañana mirándome de reojo y, para cuando llegó la pausa de las tres de la tarde, se sentía segura de haberme pillado.
—¿Qué, cielo? —me dijo—, ¿has estado pasándolo bien?
Me puse más colorada que un tomate. «Pasándolo bien» convertía mi relación con Bill en algo más ligera de lo que en realidad era pero, por otro lado, resultaba un término bastante preciso para definir lo que había sucedido. No sabía si ir a por todas y contestarle: «No, haciendo el amor»; o mantener la boca cerrada; o decirle que no era asunto suyo; o, sencillamente, gritar: «¡Sí!».
—Vaya, vaya, Sookie, ¿y quién es él?
Oh, oh.
—Hum, bueno, él no...
—¿No es de por aquí? ¿Te estás viendo con uno de esos obreros de Bossier City?
—No —respondí, vacilante.
—¿Sam, entonces? He visto cómo te mira.
—No.
—Entonces, ¿quién?
Estaba actuando como si me avergonzara. «La cabeza bien alta, Sookie Stackhouse», me dije con firmeza. «Afronta las consecuencias.»
—Bill —dije. Deseaba con todas mis fuerzas que ella se limitara a responder: «Ah, claro».
—Bill —pronunció Arlene, sin comprender. Me fijé en que Sam se había ido acercando discretamente, y estaba escuchando. Lo mismo que Charlsie Tooten. Hasta Lafayette había sacado la cabeza por la ventanilla.
—Bill —repetí, tratando de sonar segura de mí misma—. Ya sabes qué Bill.
—¿Bill Auberjunois?
—No.
—¿Bill...?
—Bill Compton —intervino Sam, rotundo, justo cuando yo abría la boca para decir lo mismo—. Bill, el vampiro.
Arlene se quedó pasmada, Charlsie Tooten soltó un espontáneo gritito y a Lafayette casi se le desencaja la mandíbula inferior.
—Cielo, ¿no podrías buscarte un chico «normalito»? ¿Alguien más... humano? —inquirió Arlene cuando recuperó la voz.
—Es que no me ha pedido salir ningún chico humano «normalito» —sentí que se me encendía la cara. Me quedé allí, con la espalda bien tiesa, sintiéndome desafiante y, sin lugar a dudas, pareciéndolo.
—Pero cariño —musitó Charlsie Tooten con su voz aniñada—, cielo... Bill, eh..., tiene el virus ese.
—Ya lo sé —dije, consciente de la crispación que se reflejaba en mi voz.
—Pensaba que ibas a decir que salías con un negro, pero has conseguido algo mejor, ¿eh, reina? —dijo Lafayette mientras se rascaba el esmalte de uñas.
Sam no dijo nada. Se quedó de pie, apoyado contra la barra, con la boca apretada como si estuviera mordiéndose los labios por dentro.
Los miré uno por uno, obligándolos a tragar con ello o soltar lo que tuvieran que decir.
Arlene fue la primera en pasar la prueba.
—Si eso es lo que quieres... ¡Más vale que te trate bien o tendremos que sacar la estaca!
Esto los hizo reír a todos, aunque sólo fuera un poco.
—¡Lo que te vas a ahorrar en comida! —señaló Lafayette.
Pero entonces, con un solo gesto, Sam lo fastidió todo, justo cuando empezaban a aceptarlo. De repente, dio un paso al frente y tiró del cuello de mi polo hacia abajo.
El silencio fue tal que se podía cortar con cuchillo.
—Mierda —dijo Lafayette, en voz muy baja.
Miré a Sam a los ojos, pensando que nunca lo perdonaría por hacerme aquello.
—No me vuelvas a tocar la ropa —le dije, alejándome de él y volviendo a colocar el cuello en su sitio—. Ni te metas en mi vida.
—Tengo miedo por ti... Me preocupas, Sookie —dijo, mientras Arlene y Charlsie buscaban a toda prisa algo que hacer.
—No, eso no es cierto; por lo menos, no del todo. Lo que te pasa es que estás cabreado. Muy bien, pues escúchame, amiguito: haberte puesto a la cola.
Me alejé de allí rauda y veloz, y me puse a limpiar la fórmica de una de las mesas. Después, recogí todos los saleros y los rellené. Cuando acabé, comprobé los pimenteros y los botes de pimentón picante de cada una de las mesas y reservados, y también los de salsa de tabasco. Me dediqué a seguir trabajando y mantener la vista concentrada en lo que hacía. Poco a poco, el ambiente se fue relajando.
Sam se había ido al despacho, a hacer algún papeleo o lo que fuera; me daba igual, con tal de que se reservara sus opiniones para sí mismo. Aún me sentía como si al descubrir mi cuello hubiera invadido una parte muy privada de mi vida, y no lo había perdonado por ello. Pero Arlene y Charlsie se habían mantenido tan ocupadas como yo, y para cuando llegó la clientela que salía de trabajar, ya habíamos conseguido recuperar la normalidad.
Arlene me acompañó al servicio de mujeres.
—Oye, Sookie, tengo que hacerte una pregunta. ¿Los vampiros son todo lo que la gente asegura que son... como amantes?
Me limité a sonreír.
Bill vino al bar esa noche, justo después del anochecer. Me había quedado hasta tarde porque una de las camareras del turno de noche había tenido un problema con el coche. Entró como una exhalación: no estaba allí, y al instante siguiente sí, avanzando más despacio para que pudiera verlo aproximarse. Si Bill albergaba algún tipo de duda acerca de exhibir nuestra relación en público, desde luego no lo demostró. Me cogió la mano y la besó en un gesto que, en cualquier otro, habría resultado más falso que Judas. Sentí el tacto de sus labios en el dorso de la mano y un dulce hormigueo me recorrió todo el cuerpo hasta llegarme a la punta de los pies. Se dio perfecta cuenta de ello.
—¿Qué tal va la noche? —susurró. Me hizo temblar.
—Un poco... —no me salían las palabras.
—Ya me lo dirás después —sugirió—. ¿A qué hora sales?
—En cuanto llegue Susie.
—Vente a casa.
—Vale —le sonreí, entre radiante y algo mareada.
Bill me devolvió la sonrisa; pero como sus colmillos estaban asomando —supongo que mi proximidad también le había afectado—, me imagino que cualquiera que contemplara la escena la encontraría algo... inquietante.
Se inclinó para darme un beso, apenas un suave roce en la mejilla, y se volvió para marcharse. Pero, justo en ese preciso momento, se fue todo al infierno.
Malcolm y Diane irrumpieron en el bar, abriendo la puerta de golpe, conscientes de su aparición estelar. Me pregunté dónde estaría Liam. Probablemente aparcando el coche. Era demasiado esperar que lo hubieran dejado en casa.
La gente de Bon Temps empezaba a acostumbrarse a la presencia de Bill, pero la exuberancia y vistosidad de Malcolm y Diane causaron un auténtico revuelo. Mi primer pensamiento fue que esto no nos iba a poner las cosas nada fáciles a Bill y a mí.
Malcolm llevaba unos pantalones de cuero y una especie de camisa como de cota de malla. Parecía recién salido de la carátula de un disco de rock. Por su parte, Diane «lucía» un ajustado body de una sola pieza en color verde lima, hecho de licra o de cualquier otro tejido elástico y muy fino. Con toda seguridad, habría podido contarle los pelos del pubis de habérmelo propuesto. La población afroamericana de Bon Temps no solía frecuentar el Merlotte's, pero si había una negra que estuviera por completo a salvo allí, ésa era Diane. Desde la ventanilla, Lafayette la contemplaba de hito en hito con franca admiración y una pizca de miedo.
Los dos vampiros empezaron a lanzar alaridos de fingida sorpresa al ver a Bill, como un par de borrachos embrutecidos. Hasta donde me alcanzaba el entendimiento, no parecía que Bill se sintiera muy feliz con la presencia de ninguno de ellos, pero decidió afrontar la invasión con mucha serenidad, como hacía casi con todo.
Malcolm besó a Bill en la boca, al igual que Diane. Era difícil saber cuál de los dos saludos horrorizó más a los clientes del bar. Bill debería mostrar desagrado, y cuanto antes, pensé, si quería que los habitantes humanos de Bon Temps conservaran una buena opinión de él.
Bill, que no era tonto, dio un paso atrás y me rodeó con el brazo, separándose así de los vampiros y alineándose con los humanos.
—Así que tu querida humanita sigue con vida —le espetó Diane. Su nítida voz se escuchó en todo el bar—. Asombroso.
—Asesinaron a su abuela la semana pasada —dijo Bill con serenidad, tratando de aplacar a Diane en su innegable voluntad de montar un numerito.
Fijó su preciosa —y desquiciada— mirada castaña en mí, y sentí un escalofrío.
—¿No me digas? —dijo, riéndose.
Se acabó. Nadie podría perdonarla nunca eso. Si Bill había estado buscando un modo de consolidar su posición en nuestra comunidad, no se me habría ocurrido una ocasión mejor. Por otro lado, la indignación que se palpaba en los clientes del local iba a provocar una reacción en contra de aquellos renegados que bien podría salpicar a Bill.
Claro que..., para Diane y sus amigos, el renegado era Bill.
—¿Y tú cuándo te vas a dejar matar, ricura? —me pasó una uña por la barbilla, y le aparté la mano de un plumazo.
Se me hubiera lanzado encima de no ser porque Malcolm le agarró la muñeca con cierta pereza, como sin hacer esfuerzo. Pero sus músculos se tensaron ferozmente mientras la sostenía.