Muerto hasta el anochecer (23 page)

Read Muerto hasta el anochecer Online

Authors: Charlaine Harris

BOOK: Muerto hasta el anochecer
11.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡No podemos, Bill!

Respiró con pesadez.

—Claro que no, nos estamos separando —dijo en voz baja. Pero no sonaba como si se estuviera tomando en serio lo que le decía—. Bajo ningún concepto deberíamos estar besándonos. Y mucho menos aún debería tenderte sobre el suelo de este porche y follarte hasta que pierdas el sentido...

Me temblaban las piernas. Con ese lenguaje deliberadamente vulgar, y su dulce y fría voz, acrecentó mi deseo hasta hacerlo casi irresistible. Me hizo falta toda mi fuerza de voluntad, cada brizna de autocontrol, para conseguir ponerme en pie y entrar en casa.

Pero lo conseguí.

Durante la siguiente semana comencé a organizar mi vida diaria sin la abuela y sin Bill. Me tocó el turno de noche y trabajé duro. Por primera vez en toda mi vida, estuve muy pendiente de las cerraduras y de todo lo que concerniese a mi seguridad. Ahí fuera había un asesino, y yo ya no contaba con mi poderoso protector. Consideré comprarme un perro, pero no sabía qué raza elegir. Toda la protección que mi gata,
Tina
, podía ofrecerme se limitaba a unos cuantos maullidos cuando alguien se aproximaba a la casa.

De vez en cuando, me llamaba el abogado de la abuela, informándome de los progresos en la ejecución del testamento. También recibí una llamada del abogado del tío Bartlett. Mi tío abuelo me había dejado veinte mil dólares, una gran suma para él. A punto estuve de renunciar a ella, pero luego lo pensé mejor. Doné el dinero al centro local de salud mental, destinándolo al tratamiento de niños víctimas de agresión sexual y de violación.

Se alegraron mucho de recibirlo.

Tomé toneladas de vitaminas porque estaba un poco anémica. También ingerí muchos líquidos y me atiborré a proteínas.

Y comí tanto ajo como me vino en gana, algo que Bill nunca había sido capaz de soportar. Una noche que había tomado pan de ajo para acompañar unos espaguetis a la boloñesa, llegó a decirme que el olor emanaba por cada uno de mis poros.

Dormí, dormí y dormí. Las noches en que no había dormido después del turno de trabajo me habían dejado falta de descanso.

Después de tres días me sentí totalmente restablecida. De hecho, me parecía que estaba un poco más fuerte que antes.

Comencé a fijarme en lo que sucedía a mi alrededor.

Lo primero que noté fue que mis paisanos estaban hasta la coronilla de los vampiros de Monroe. Diane, Liam y Malcolm habían hecho apariciones estelares por muchos bares de la zona, al parecer tratando de complicarle la vida a cualquier vampiro que quisiera integrarse. Su comportamiento había sido escandaloso y ofensivo. Los tres vampiros hacían que las correrías de los estudiantes de la Universidad de Luisiana resultaran simples travesuras de patio de colegio.

Ni siquiera parecían darse cuenta de que ellos mismos se estaban poniendo en peligro. El derecho a «salir del ataúd» se les había subido a la cabeza. El reconocimiento legal de su existencia había pulverizado todos sus límites, su prudencia y su cuidado. Malcolm había mordido a una camarera en Bogaloosas; Diane había bailado desnuda en Farmerville, y Liam se había liado con una menor, y con su madre, en Shongaloo. Tomó sangre de ambas. Ni siquiera se molestó en «modificarles» la memoria a ninguna de las dos.

Un jueves por la noche en el Merlotte's, Rene estaba hablando con Mike Spencer, el director de la funeraria, y noté que se callaban en cuanto me acercaba. Por supuesto, este hecho despertó mi curiosidad por lo que decidí leerle la mente a Mike. Un grupo de hombres de la zona estaba planeando quemar a los vampiros de Monroe.

No sabía qué hacer. Los tres eran, si no amigos de Bill, al menos una especie de correligionarios suyos. Aunque yo detestaba a Malcolm, Diane y Liam tanto como el que más... Por otro lado —y siempre hay otro lado, ¿verdad?—, no iba mucho conmigo eso de enterarme de que alguien planeaba un asesinato y quedarme tan tranquila, con los brazos cruzados.

Puede que aquello no fuera más que una fanfarronada de borrachos. Para cerciorarme, me sumergí en las cabezas de la gente que tenía a mi alrededor. Descubrí con consternación que muchos de ellos estaban pensando en prender fuego al nido de vampiros. Sin embargo, no pude rastrear la procedencia de la idea. Parecía como si el veneno se hubiera vertido desde un cerebro, contagiando al resto.

No había ninguna prueba, ninguna en absoluto, de que Maudette, Dawn y mi abuela hubieran sido asesinadas por un vampiro. De hecho, los rumores apuntaban a que el informe del juez de instrucción demostraría lo contrario. Pero los tres vampiros estaban comportándose de tal manera que la gente necesitaba culparlos de algo; querían deshacerse de ellos. Y como Maudette y Dawn habían presentado señales de mordiscos en sus cadáveres y ambas eran asiduas a cierto tipo de bares... Bueno, pues la gente había atado cabos para encontrar a un culpable.

Bill se pasó por el bar a la séptima noche de estar separados. Apareció en su mesa de repente, y no estaba solo.

Había un chico con él que aparentaba tener unos quince años. También era vampiro.

—Sookie, éste es Harlen Ivés, de Minneapolis —dijo Bill, como si se tratara de una presentación normal y corriente.

—Harlen —repetí, asintiendo con la cabeza—, encantada de conocerte.

—Sookie —él también me hizo un gesto con la cabeza.

—Harlen está aquí de camino a Nueva Orleans —explicó Bill, que parecía estar muy hablador esa noche.

—Voy de vacaciones —dijo Harlen—. Llevo años queriendo visitar Nueva Orleans. Es una especie de meca para nosotros, como ya sabrás.

—Ah... claro —dije, tratando de resultar natural.

—Hay un número de teléfono al que podemos llamar... —prosiguió Harlen—, para alojarnos con un anfitrión local o alquilar un...

—¿Ataúd? —sugerí con agudeza.

—Justo.

—¡Qué bien! —le dije, forzando la sonrisa de oreja a oreja—. ¿Qué va a ser? Me parece que Sam ya ha recibido las existencias de sangre, Bill, ¿te apetece? La tenemos con sabor a «A negativo» o a «0 positivo».

—Ah... pues creo que de «Anegativo» —dijo Bill, después de comunicarse sin mediar palabra con Harlen.

—¡Ahora mismo! —me apresuré hacia el refrigerador de detrás de la barra y saqué dos botellas con sabor a «A negativo», les quité el tapón y las puse en una bandeja. Como siempre, no paraba de sonreír.

—¿Te encuentras bien, Sookie? —me preguntó Bill con un tono algo más natural en cuanto les puse las bebidas delante.

—Claro, Bill —dije en tono alegre. Me daban ganas de estamparle la botella en la cabeza. Así que Harlen, ¿eh? A pasar la noche... Sí, hombre, ya...

—Después, Harlen quiere acercarse a visitar a Malcolm —dijo Bill cuando me acerqué a recoger las botellas vacías y preguntarles si querían otra.

—Estoy segura de que a Malcolm le va a encantar conocer a Harlen —contesté, tratando de disimular la mala uva.

—¿Sí? Pues conocer a Bill ha estado genial —dijo Harlen, con una sonrisa que dejaba asomar sus colmillos. Vale, aquel «niñato» de edad dudosa también tenía muy mala leche—, pero Malcolm es una auténtica leyenda.

—Ten cuidado —le dije a Bill. Quería contarle el peligro que corrían los tres vampiros del nido, pero no había necesidad de precipitarse. Y no me apetecía nada tener que darle muchos detalles con Harlen allí delante, que no hacía más que lanzarme miraditas con sus ojitos azules y parpadear como si fuera un ídolo de quinceañeras—. La gente no anda muy contenta con esos tres —añadí tras una pausa. Aquello no podía considerarse una advertencia seria.

Bill se limitó a mirarme, confundido; giré sobre mis talones y me alejé.

Llegué a lamentar aquel momento, a lamentarlo amargamente.

Después de que Bill y Harlen se hubieron marchado, todo el bar empezó a bullir con la misma conversación que había escuchado a Rene y Mike Spencer. Me daba la sensación de que alguien había estado avivando el fuego, echando leña a la hoguera para alentar la rabia. Por más que me esforcé fui incapaz de descubrir de quién se trataba, aunque hice algunas escuchas al azar, tanto mentales como acústicas. Entonces, Jason entró en el bar y nos saludamos, pero poco más. No me había perdonado todavía mi reacción ante la muerte del tío Bartlett.

Ya se le pasaría. Al menos él no estaba pensando en quemar nada, como no fuera calentarle un poco la cama a Liz Barrett. Liz, que era más joven que yo, tenía el pelo castaño, corto y ondulado; sus grandes ojos eran de color miel, y desprendía un inesperado aire de sensatez que me hizo pensar que tal vez Jason hubiera encontrado la horma de su zapato. Me despedí de ellos cuando, una vez acabaron la jarra de cerveza, me di cuenta de que el nivel de furia del bar se estaba disparando y de que los hombres estaban pensando en hacer algo en serio.

Cada vez estaba más nerviosa.

A medida que avanzaba la velada, la actividad del bar se iba haciendo más frenética. Cada vez veía menos mujeres y más hombres; a más gente que se movía de mesa en mesa. Más alcohol. Los hombres se quedaban de pie, en lugar de sentarse. No era fácil de distinguir, puesto que en realidad no se trataba de una algarada en sí. Consistía, más bien, en murmullos transmitidos boca a boca, en susurros pronunciados al oído. Nadie saltaba encima de la barra y gritaba: «¿Qué decís, chicos? ¿Vamos a consentir que esos monstruos sigan entre nosotros? ¡Al castillo!» o algo por el estilo. Sencillamente, después de un rato, todos fueron saliendo y formando corrillos en el aparcamiento. Los contemplé por una de las ventanas, mientras sacudía la cabeza. Aquello no pintaba bien.

Sam también estaba intranquilo.

—¿Qué te parece? —le pregunté. Me di cuenta de que era la primera vez que le dirigía la palabra en toda la noche para decirle algo distinto a: «Pásame la jarra» o «ponme otra margarita».

—Me parece que estamos ante un escuadrón de linchamiento —contestó—. Pero no creo que salgan ya para Monroe. Los vampiros estarán vivitos y coleando hasta el alba.

—¿Dónde viven, Sam?

—Según me han dicho, a las afueras de Monroe, hacia el oeste. En otras palabras, del lado que queda más cerca de aquí —me dijo—. Aunque no estoy del todo seguro.

Después de cerrar me fui a casa, casi deseando que Bill me estuviera acechando a la entrada para poder avisarlo de lo que aquellos hombres tramaban.

No lo vi, y no pretendía ir a su casa. Después de darle muchas vueltas, me decidí a marcar su número de teléfono, pero saltó el contestador automático. Le dejé un mensaje. No tenía ni idea de bajo qué nombre aparecería el número del nido de los tres vampiros en la guía telefónica. Eso si es que tenían alguno.

Recuerdo que mientras me despojaba de los zapatos y las joyas —todas de plata, ¡fastídiate, Bill!—, estaba preocupada. Aunque no lo suficiente. Me metí en la cama y enseguida me quedé dormida en la habitación que ahora era mía. La luz de la luna se colaba a través de los estores, formando extrañas sombras en el suelo. Las contemplé durante unos pocos instantes. Bill no me despertó aquella noche para devolverme la llamada.

Muy temprano por la mañana, sonó el teléfono. Acababa de amanecer.

—¿Cómo? —pregunté, aturdida, mientras apretaba el auricular contra mi oreja. Eché un vistazo al reloj. Eran las siete y media.

—Han quemado la casa de los vampiros —me explicó Jason—. Espero que el tuyo no estuviera dentro.

—¿Cómo? —volví a preguntar, con pánico en la voz.

—Han prendido fuego a la casa de los vampiros de Monroe. Con la primera luz del sol. En la calle Callista, al oeste de Archer.

Recordé que Bill me había dicho que a lo mejor llevaba a Harlen hasta allí. ¿Se habría quedado?

—No —dije, tratando de convencerme a mí misma.

—Sí.

—Me tengo que ir —anuncié mientras colgaba el teléfono.

Los rescoldos seguían ardiendo bajo la resplandeciente luz del sol. Infinitas volutas de humo ascendían en un juego de espirales hacia el despejado azul del cielo. Los restos de la madera carbonizada se asemejaban a la piel de un caimán. A diestro y siniestro, los camiones de bomberos y los vehículos de la policía se amontonaban delante del edificio de dos plantas. Un grupo de curiosos se agolpaba tras el precinto de seguridad.

Los restos de cuatro ataúdes se alineaban sobre la chamuscada hierba. También había una bolsa con un cadáver. Comencé a caminar hacia ellos, pero tenía la sensación de no estar avanzando; era como una de esas pesadillas en las que nunca consigues alcanzar la meta.

Alguien me cogió del brazo e intentó detenerme. No recuerdo qué le dije, pero aún conservo la imagen de un rostro horrorizado. A duras penas, logré abrirme paso por entre los escombros, inhalando el olor a quemado, y a los restos mojados de un devastador incendio. No podría olvidarlo durante el resto de mi vida.

Alcancé el primer ataúd y miré dentro. Lo que quedaba de la tapa dejaba el interior al descubierto. El sol comenzaba a alzarse sobre el cielo estival; en cualquier momento, su luz se derramaría sobre los restos de la terrible criatura que descansaba sobre el empapado revestimiento de seda blanca.

¿Sería Bill? No había forma de saberlo. El cuerpo se desintegraba por momentos ante mi vista. Minúsculos fragmentos se desprendían y revoloteaban arrullados por la brisa, o desaparecían consumidos en pequeños hilillos de humo en cuanto los rayos de sol comenzaron a tocar el cuerpo.

Cada ataúd contenía un horror similar.

Sam se encontraba a mi lado.

—¿Crees que esto es asesinato, Sam?

Sacudió la cabeza.

—No sabría decirlo, Sookie. Según la ley, matar a un vampiro es asesinato. Claro que primero habría que demostrar que el incendio ha sido provocado, aunque no creo que eso sea muy difícil —ambos habíamos detectado el olor a gasolina. Los agentes recorrían los escombros, trepando a un lado y a otro, sin dejar de gritar. No daba la impresión de que estuvieran llevando a cabo una investigación muy seria del escenario del crimen.

—Pero este cuerpo de aquí, Sookie —dijo Sam, señalando la bolsa que reposaba sobre el césped—, era un ser humano, y tendrán que investigarlo. No creo que nadie entre la multitud que llevó a cabo esto se parase a pensar que podía haber una persona dentro; no se plantearon nada, aparte de sus ganas de ajustar cuentas.

—¿Por qué has venido, Sam?

—Por ti —respondió, sencillamente.

—Hasta la noche no sabré si Bill está aquí.

—Lo sé.

—¿Qué voy a hacer durante todo el día? ¿Cómo voy a poder soportar la espera?

Other books

Oathblood by Mercedes Lackey
The End of Sparta: A Novel by Victor Davis Hanson
Disciplining the Duchess by Annabel Joseph
The Book Thief by Markus Zusak
River to Cross, A by Harris, Yvonne
Primal: London Mob Book Two by Michelle St. James
When the Duchess Said Yes by Isabella Bradford
Death by Divorce by Skye, Jaden
A Slow-Burning Dance by Ravenna Tate