Read Muerto hasta el anochecer Online
Authors: Charlaine Harris
—¿Necesitas un empujón? —preguntó, esperanzado.
—Creo que ya estoy—contesté, intentando no sonreír.
Permanecimos en silencio durante todo el trayecto hasta el Centro Social que se encontraba en la parte más antigua de Bon Temps, la anterior a la Guerra. La estructura actual no era de aquel período, pero se sabía que en ese mismo emplazamiento había existido un edificio que fue destruido en la Guerra, aunque su propósito original no estaba documentado en ningún registro.
Los Descendientes de los Muertos Gloriosos constituían un grupo muy variopinto. En él se daba cabida a frágiles y vetustos ancianitos, a otros miembros no tan mayores y muy activos, e incluso a alguna que otra persona de mediana edad. Pero no contaba con un solo joven entre sus listas, de lo que mi abuela se lamentaba a menudo, mientras me dirigía expresivas miradas.
El señor Sterling Norris, viejo amigo de mi abuela y alcalde de Bon Temps, se ocupaba de recibir a los asistentes, y permanecía a la puerta estrechando manos e intercambiando unas palabras con todo el que llegaba.
—Querida Sookie, cada día estás más guapa —me dijo—. ¡Y Sam! Hacía una eternidad que no le veíamos por aquí. Sookie, ¿es cierto que el vampiro es amigo tuyo?
—Sí, señor.
—¿Podrías asegurar que esta noche estaremos todos a salvo?
—Sin ningún tipo de duda. Es una... persona muy agradable —¿Qué decir si no? ¿Un ser? ¿Una entidad? ¿Si te gustan los no muertos, te va a encantar?
—Si tú lo dices —dijo el señor Norris, no muy convencido—. En mis tiempos una cosa así sólo aparecía en los cuentos.
—Bueno, señor Norris, éstos aún son sus tiempos —dije, con la alegre sonrisa que se esperaba de mí. El rió y nos invitó a pasar, que era lo que se esperaba de Sterling Norris. Sam me cogió de la mano y prácticamente dirigió mis pasos hasta la penúltima fila de sillas metálicas. Saludé con la mano a mi abuela mientras nos sentábamos. La sesión estaba a punto de comenzar y la sala acogía a unas cuarenta personas, todo un éxito de convocatoria, para tratarse de Bon Temps. Pero no veía a Bill por sitio ninguno.
Justo en ese momento, la presidenta de los Descendientes, la fornida y oronda Maxine Fortenberry, subió al estrado.
—¡Buenas noches! ¡Buenas noches a todos! —su voz retumbó por todas las esquinas—. Nuestro invitado de honor acaba de llamar para informarnos de que ha tenido un pequeño problema con su automóvil y llegará con unos minutos de retraso. Así que vamos a adelantar la junta ordinaria para cubrir este espacio de tiempo.
El grupo se puso manos a la obra, y no nos quedó más remedio que soportar el desarrollo de una infinidad de tediosos asuntos. Sam estaba a mi lado, con los brazos cruzados y la pierna derecha apoyada en la izquierda a la altura del tobillo. Yo estaba poniendo especial atención en mantener la guardia alta y sonreír, por lo que me sentí como si me tiraran un jarro de agua fría encima cuando Sam se inclinó hacia mí y me susurró:
—Puedes relajarte.
—Pensé que ya lo había hecho —contesté en voz baja.
—Me parece que no sabes cómo hacerlo.
Lo miré arqueando las cejas. Iba a tener que decirle unas cuantas cosas al señor Merlotte después de la sesión.
Justo en ese momento apareció Bill. Durante unos instantes reinó un silencio absoluto hasta que quienes nunca lo habían visto se acostumbraron a su presencia. Lleva algún tiempo hacerlo si es la primera vez que ves un vampiro. Bajo aquellos focos fluorescentes, Bill parecía aún más inhumano que a la tenue luz del Merlotte's o de su propia casa. No había forma de que pasara por ser un tipo normal y corriente. Por supuesto, aquella iluminación acentuaba su palidez, y las profundas simas que eran sus ojos resultaban todavía más gélidas y oscuras de lo habitual. Llevaba un traje en tono azulón de tejido ligero —por consejo de la abuela, casi con toda seguridad—. Estaba imponente. El señorial arco de sus cejas, la elegante curva de su soberbia nariz, esos labios esculpidos con cincel, sus blancas manos de largos dedos y uñas arregladas con esmero... Estaba intercambiando unas palabras con la presidenta, que parecía tan hechizada ante la media sonrisa de Bill como para estar a punto de perder la faja.
Ignoro si Bill estaba lanzando su glamour por toda la sala, o si todos los allí presentes estaban predispuestos a sentirse interesados, pero el resultado fue que se impuso un expectante silencio en el lugar.
Entonces él me vio. Juro solemnemente que parpadeó. Luego, me dirigió una pequeña reverencia a la que yo respondí con un leve asentimiento de cabeza, incapaz de sonreírle. Incluso entre aquella multitud pude sentir el profundo abismo de su silencio.
La señora Fortenberry hizo la presentación, aunque no recuerdo lo que dijo o cómo eludió la cuestión de que Bill fuese una criatura «diferente».
Entonces Bill comenzó a hablar. Observé con sorpresa que había traído notas consigo. Sam estaba inclinado hacia delante, con los ojos fijos en la cara de Bill.
—... Ya no había mantas y apenas quedaba comida —decía Bill, sereno—. Muchos desertaban.
Aquel dato no era muy del agradó de los Descendientes, pero algunos de ellos movieron la cabeza en señal de asentimiento. El relato debía de encajar con lo que habían averiguado en el curso de sus estudios.
Un anciano de la primera fila levantó la mano.
—Señor, ¿no conocería por casualidad a mi bisabuelo, Tolliver Humphries?
—Sí —respondió Bill tras unos instantes. Su rostro era inescrutable—. Tolliver era amigo mío.
Y durante un breve instante percibí algo tan trágico en su voz que tuve que cerrar los ojos.
—¿Cómo era? —preguntó el hombre con voz temblorosa.
—Pues era... temerario. Por eso murió —dijo Bill con cierta ironía en su sonrisa—. Era valiente. En toda su vida ganó un céntimo que no malgastara.
—¿Cómo murió? ¿Estaba usted allí?
—Sí, así es —contestó Bill con abatimiento—. Vi cómo le disparaba un francotirador del Norte en una zona boscosa a unos treinta kilómetros de aquí. Avanzaba con lentitud porque estaba muy desnutrido. Todos lo estábamos. A media mañana de un día muy frío, Tolliver presenció cómo un muchacho de nuestra compañía, que estaba a descubierto en mitad del campo de batalla, recibía un disparo. No había muerto, pero estaba malherido. Durante toda la mañana nos estuvo llamando para que fuéramos a auxiliarlo. Sabía que, de lo contrario, moriría.
En la sala se hizo tal silencio que habría sido posible escuchar hasta el sonido de un alfiler al caer.
—Chillaba y sollozaba. A punto estuve de dispararle yo mismo para hacerlo callar porque sabía que cualquier intento de rescate habría sido un suicidio. Sin embargo, no fui capaz de hacerlo. Eso sería cometer asesinato, no un acto de guerra, pensé. Pero más tarde deseé con todas mis fuerzas haberlo hecho. Tolliver tenía menos capacidad que yo para resistirse a las súplicas del muchacho. Después de dos largas horas soportando aquella agonía, me dijo que tenía la intención de ir a rescatarlo. Intenté disuadirlo pero me aseguró que Dios quería que lo intentara. Había estado rezando todo aquel tiempo sobre el duro suelo del bosque.
»Aunque le dije que dudaba mucho de que Dios quisiera que malgastara su vida tan inútilmente, que tenía una esposa e hijos rezando para que volviera sano y salvo a casa, Tolliver me pidió que distrajese al enemigo mientras él lo intentaba. Salió corriendo al campo como si fuera primavera y estuviera en perfecta forma. Consiguió alcanzar la posición del muchacho, pero entonces sonó un disparo... y Tolliver cayó muerto. Después de algún tiempo, el chico comenzó a gritar de nuevo.
—¿Qué fue de él?
—Sobrevivió —contestó Bill. Algo en el tono de su voz me hizo sentir escalofríos—. Logró aguantar con vida hasta que cayó el sol y pudimos recogerlo.
De algún modo, aquellas personas habían vuelto a la vida con el relato de Bill. Aquel anciano de la primera fila ahora podía atesorar el recuerdo del honorable comportamiento de su antepasado.
No creo que ninguno de los presentes en la charla de aquella noche estuviera preparado para el impacto de escuchar hablar sobre la Guerra Civil a un superviviente. Los había cautivado... e impresionado.
Una vez que Bill respondió a todas las preguntas, los aplausos fueron atronadores. Bueno, tan atronadores como puedan ser unos aplausos si los dan cuarenta personas. Incluso Sam, que no es precisamente el mayor fan de Bill, batió sus palmas.
Después, todos querían hablar un rato con Bill a solas. Todos menos Sam y yo. Mientras el inusitado orador despachaba a la concurrencia con aire reacio, Sam y yo nos escabullimos hasta la camioneta. Fuimos al Crawdad Diner, todo un antro que, sorprendentemente, ofrecía buena comida. Yo no tenía hambre, pero Sam tomó tarta de lima con su café.
—Ha sido interesante —dijo, cauteloso.
—¿La ponencia de Bill? Sí, ha estado bien —respondí, con la misma cautela.
—¿Sientes algo por él?
Después de tantos rodeos, Sam había decidido coger el toro por los cuernos.
—Sí —contesté.
—Sookie —repuso él—, no tienes futuro con él.
—Pues lleva ya unos años por aquí... Y tiene toda la pinta de irse a quedar unos cuantos siglos más.
—Nunca se sabe lo que puede ocurrirle a un vampiro.
Eso no podía discutírselo pero, como me encargué de señalarle a Sam, tampoco había medio de saber qué iba a sucederme a mí, que era humana.
Mantuvimos un largo tira y afloja sobre el asunto hasta que, irritada, le pregunté:
—¿Y a ti qué más te da, Sam?
Aún más colorado de lo que era habitual en él, clavó sus brillantes ojos azules en los míos.
—Me gustas, Sookie. Como amiga o quizá algo más en su momento...
—¿Eh?
—Es sólo que no me gustaría que te equivocaras.
Lo miré. Podía sentir cómo se me iba formando una mueca de escepticismo en el rostro. Era la de siempre: ceño fruncido y labios forzados hacia arriba.
—Ya —le dije. Me salió una voz muy a juego con la cara.
—Siempre me has gustado.
—¿Tanto que has tenido que esperar a que alguien más se interesase por mí para mencionarlo?
—Me lo merezco —parecía estarle dando vueltas a algo. Como si quisiera decirlo pero no se atreviera. Fuera lo que fuera, se le quedó atascado, o eso al menos es lo que me pareció.
—¿Nos vamos? —le dije. Me imaginé que iba a ser difícil reconducir la conversación. Mejor irse a casa.
El trayecto de vuelta fue un tanto extraño. Cada vez que Sam parecía a punto de decir algo, sacudía la cabeza y se quedaba callado. Me estaba sacando tanto de quicio que me daban ganas de matarlo.
Llegamos a casa más tarde de lo que yo había pensado. La luz del dormitorio de la abuela estaba encendida, pero el resto de la casa estaba a oscuras. No se veía el coche, así que me imaginé que lo habría aparcado en la parte de atrás para descargar las sobras directamente a la cocina. Me había dejado la luz del porche encendida.
Sam rodeó la camioneta para abrirme la puerta. Todo estaba tan oscuro que, al bajar, me tropecé con el estribo y casi me caigo. Sam me agarró. Primero me cogió por los brazos para sujetarme... y luego me abrazó. Y me besó.
Supuse que no iría más allá de un simple pico de buenas noches, pero su boca no terminaba de apartarse. La verdad es que la sensación era algo más que agradable, pero, de repente, el pequeño censor que llevo dentro dijo: «Es tu jefe».
Me solté con delicadeza. De inmediato, él se dio cuenta de que me estaba retirando y, con mucha suavidad, deslizó sus palmas por mis brazos hasta darme la mano. Caminamos hasta la puerta en silencio.
—Me lo he pasado bien —le dije, con voz queda. No quería despertar a la abuela ni resultar exagerada.
—Yo también. Podríamos repetirlo.
—Ya veremos —le contesté. No tenía muy claro qué sentía por él.
Esperé hasta oír que la camioneta se alejaba para apagar la luz del porche y entrar en casa. Me fui desabotonando la blusa de camino a la habitación. Estaba cansada y con ganas de meterme en la cama.
Algo iba mal.
Me detuve en mitad de la sala de estar y miré alrededor.
Todo parecía en su sitio, ¿no?
Sí. Todo estaba como siempre.
Era el olor.
Como a metal.
Un olor a cobre, penetrante y salado.
El olor de la sangre.
Y estaba allí abajo, a mi alrededor; no en el piso superior, donde se encontraban las habitaciones de invitados.
—¿Abuela? —llamé. Odié que me temblara la voz.
Tenía que moverme. Me obligué a avanzar hasta la puerta de su habitación; estaba intacta. Recorrí la casa encendiendo las luces de cada estancia.
Mi habitación estaba tal como la había dejado.
El baño estaba desierto.
El cuarto de aseo también.
Encendí la última luz. La cocina...
Grité, una y otra vez. Mis manos se agitaban sin propósito alguno en el aire, temblando más con cada alarido. Oí un estrépito detrás de mí, pero era incapaz de reaccionar. Entonces, unas manos enormes me agarraron y elevaron. Alguien se interpuso entre mi cuerpo y lo que había visto en el suelo de la cocina. Al principio no lo reconocí, pero fue Bill quien me alzó para llevarme al salón, donde ya no pudiera ver aquello.
—Sookie, ¡cállate! ¡No sirve para nada! —me dijo con dureza. De lo contrario, habría seguido gritando.
—Lo siento —dije, aún fuera de mí—. Me estoy comportando como aquel muchacho —me miró sin comprender—. El de tu historia —añadí, aturdida.
—Tenemos que llamar a la policía.
—Claro.
—Hay que marcar el número de teléfono.
—Espera, ¿cómo has entrado aquí?
—Tu abuela se ofreció a llevarme a casa, pero yo insistí en pasar primero por aquí para ayudarla a descargar el coche.
—¿Y por qué sigues aquí?
—Te estaba esperando.
—Entonces, ¿sabes quién la ha matado?
—No. Crucé el cementerio para pasar por casa a cambiarme.
Llevaba unos vaqueros y una camiseta de los Grateful Dead
6
. Solté una risa nerviosa.
—Es para partirse —dije, entre carcajadas incontenibles. Y de repente, me puse a llorar. Cogí el teléfono y marqué el 911.
Andy Bellefleur llegó en cinco minutos.
Jason vino en cuanto lo localicé. Lo había llamado a cuatro o cinco sitios, y al final lo encontré en el Merlotte's. Terry Bellefleur estaba a cargo del bar esa noche, y cuando volvió a ponerse al teléfono para anunciarme que ya había avisado a Jason, le pedí que le dijera a Sam que faltaría a trabajar unos días porque me había surgido un problema.