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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (8 page)

BOOK: Muerto hasta el anochecer
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Me encogí de hombros. ¿Quién era yo para recelar de algo fuera de lo común? Pareció comprender porque, tras una breve pausa en que retomamos nuestro paseo, dijo:

—¿Ha sido siempre tan duro para ti?

—Sí, la verdad —no podía decir otra cosa, aunque no quería empezar a quejarme—. Lo peor fue cuando era muy pequeña porque no sabía cómo protegerme y escuchaba pensamientos que, por supuesto, nadie esperaba que oyera, y los repetía. Eso es lo que hacen los niños, claro. Mis padres no sabían qué hacer conmigo; sobre todo, mi padre. Al final, mi madre me llevó a una psicóloga infantil, que sabía perfectamente lo que yo era, pero se negaba a aceptarlo y les decía a mis padres que yo era muy observadora y podía interpretar su lenguaje corporal, por lo que tenía motivos para creer que podía leer en sus mentes. Por supuesto, ella no podía admitir que yo estuviera literalmente
escuchando los pensamientos de la gente
, porque algo así no encajaba en su concepción del mundo.

»También me fue muy mal en el colegio porque me resultaba imposible concentrarme cuando había tan pocos compañeros que lo hicieran. Sin embargo, cuando había examen, obtenía muy buenos resultados porque los otros niños le prestaban toda su atención... Eso me daba algo de margen. A veces, mis padres pensaban que era una vaga y no me esforzaba en clase. Mis profesores llegaron a pensar que tenía algún trastorno del aprendizaje; en fin, no puedes ni imaginarte la cantidad de teorías al respecto. Me examinaban los ojos y los oídos cada dos meses, me sometían a escáneres cerebrales... Dios. Mis pobres padres se gastaron un dineral, pero nunca fueron capaces de aceptar la realidad. Bueno, al menos abiertamente.

—En su interior, lo sabían.

—Sí. Me acuerdo que una vez mi padre no sabía si avalar a un hombre que quería abrir un establecimiento de repuestos para automóviles, así que me pidió que me sentara a su lado cuando el hombre viniese a hablar con él. Cuando se hubo marchado, mi padre me llevó afuera, apartó la vista y me preguntó: «Sookie, ¿está diciendo la verdad?». Es el momento más extraño que recuerdo.

—¿Cuántos años tenías?

—No llegaba a los siete, porque murieron cuando estaba en segundo de primaria.

—¿Cómo?

—Una riada. Estaban cruzando el puente que está al oeste.

Bill no dijo nada. Supuse que a lo largo de su existencia había visto multitud de muertes.

—¿Mentía aquel hombre? —preguntó al cabo de unos segundos.

—Oh, sí. Tenía pensado coger el dinero y largarse.

—Tienes un don.

—Sí, claro, un don —sentí descender las comisuras de mi labios.

—Te hace distinta al resto de los humanos.

—No me digas —caminamos en silencio durante unos minutos más—. ¿Entonces, no te consideras humano?

—Llevo mucho tiempo sin hacerlo.

—¿Realmente crees que has perdido el alma? —eso era lo que la iglesia católica predicaba.

—No hay modo de saberlo —contestó Bill, como si tal cosa. Era evidente que le había dado tantas vueltas a esa cuestión que ya era un tema corriente para él—. En mi opinión, no. Hay algo en mí que no es cruel ni asesino, incluso después de todos estos años. Aunque puedo ser ambas cosas.

—No es culpa tuya haberte infectado con el virus —Bill bufó, pero era elegante hasta para esto.

—Desde que hay vampiros se han inventado miles de teorías. A lo mejor ésa es la verdadera —pareció arrepentirse de haberlo dicho—. Si se trata de un virus —continuó, sin tanta gravedad—, es un virus muy selectivo.

—¿Cómo se convierte uno en vampiro? —había leído todo tipo cosas, pero ahora me iba a enterar de primera mano.

—Tendría que desangrarte, de una vez o durante un par de días, hasta la muerte; y, luego, darte mi sangre. Yacerías como un cadáver durante unas cuarenta y ocho horas, a veces durante tres días, para luego levantarte y andar en la noche. Y tendrías mucha hambre.

La forma en que dijo «hambre» me hizo temblar.

—¿No hay ningún otro modo?

—Algunos vampiros me han dicho que los humanos a los que muerden con frecuencia, un día tras otro, pueden convertirse en vampiros súbitamente. Pero claro, eso requiere mordidas profundas y consecutivas. Otra gente sencillamente se vuelve anémica. Y, bueno, si la persona está próxima a morir por la razón que sea, un accidente de coche o una sobredosis, por ejemplo, el proceso puede acabar realmente mal.

Estaba empezando a aterrorizarme.

—Cambiemos de tema. ¿Qué tienes pensado hacer con la propiedad Compton?

—Quiero vivir allí mientras pueda. Estoy cansado de vagar de ciudad en ciudad. Crecí en el campo y, ahora que se reconoce legalmente mi derecho a existir y puedo ir a Monroe, Shreveport o Nueva Orleans a por sangre sintética o prostitutas especializadas, me quiero quedar aquí. O por lo menos, intentarlo. Llevo décadas dando tumbos por ahí.

—¿En qué condiciones está la casa?

—Bastante malas —admitió—. He estado tratando de limpiarla por las noches, pero necesito obreros para hacer algunas reparaciones. No se me da mal la carpintería, pero no tengo ni idea de electricidad —«Obviamente», pensé—. Me da la impresión de que hay que renovar el cableado —continuó Bill, con la misma preocupación de un propietario normal y corriente.

—¿Tienes teléfono?

—Pues claro —contestó, sorprendido.

—Entonces, ¿qué problema hay con los obreros?

—Es difícil localizarlos por la noche y conseguir concertar una cita con ellos para explicarles lo que hay que hacer. Se asustan o piensan que es una broma —la frustración era patente en su voz, aunque no podía verle la cara.

Me reí.

—Si quieres, los puedo llamar yo —me ofrecí—. A mí me conocen y, aunque todo el mundo piensa que estoy loca, saben que se pueden fiar de mí.

—Me harías un gran favor —dijo Bill, tras pensárselo unos instantes—. Podrían trabajar durante el día, una vez que hayamos discutido las obras y el precio.

—Qué cantidad de inconvenientes tiene que tener no poder salir durante el día —dije sin pensar. La verdad es que nunca me lo había planteado antes.

—Muchos —confirmó Bill secamente.

—Y tener que ocultar tu lugar de descanso —continué. Cuando noté el silencio de Bill, me disculpé—. Lo siento —dije. Si no hubiera estado todo tan oscuro, me habría visto enrojecer.

—El lugar de descanso de un vampiro es su secreto mejor guardado —dijo rígidamente.

—Lo siento mucho.

—Disculpa aceptada —dijo, tras un rato en que lo pasé fatal.

Llegamos a la carretera y miramos a ambos lados como si estuviésemos esperando un taxi. Podía verle con toda claridad a la luz de la luna ahora que nos habíamos alejado de los árboles. El también me podía ver. Me miró de arriba abajo.

—Tu vestido es del color de tus ojos. Muy conjuntado.

—Gracias —desde luego yo no le veía con
tanta
claridad.

—No es que haya mucho, por otro lado.

—¿Cómo?

—Me cuesta acostumbrarme a que las chicas jóvenes lleven tan poca ropa —dijo Bill.

—Pues has tenido unas cuantas décadas para hacerte a la idea —le espeté—. ¡Vamos, Bill! ¡Hace cuarenta años que se llevan los vestidos cortos!

—A mí me gustaban las faldas largas —dijo, con nostalgia—. Y todo lo que se ponían las mujeres bajo la ropa. Aquellas enaguas.

Resoplé despectivamente.

—¿Por lo menos llevas enaguas? —preguntó.

—Lo que llevo es una preciosa braguita de nailon beis con encaje —le respondí, indignada—. ¡Y si fueras humano, pensaría que estás tratando de que te hable de mi ropa interior!

Se rió con esa carcajada profunda y un poco oxidada que tanto me afectaba.

—¿De verdad la llevas, Sookie?

Le saqué la lengua porque sabía que me podía ver. Tiré del vestido un poco hacia arriba, dejando al descubierto parte del encaje y unos cuantos centímetros de mi Piel morena.

—¿Contento? —le pregunté.

—Tienes unas piernas preciosas, pero sigo prefiriendo los vestidos largos.

—Eres un cabezota —le dije.

—Eso es lo que mi mujer solía decirme.

—Así que estuviste casado.

—Sí. Me convertí en vampiro a los treinta años. Tenía mujer y cinco hijos. Mi hermana, Sarah, vivía con nosotros. Nunca se casó, su prometido murió en la Guerra.

—¿En la Guerra Civil?

—Sí. Yo conseguí regresar del frente. Fui uno de los pocos afortunados; por lo menos, eso era lo que yo pensaba.

—Luchaste en el bando del Ejército Confederado —dije, meditabunda—. Si conservases el uniforme y te lo pusieras para asistir a la charla, las señoras se desmayarían de ilusión.

—Hacia el final de la Guerra, aquello no podía llamarse uniforme —dijo con amargura—. Nos cubríamos con harapos y nos moríamos de hambre —pareció sacudirse aquel recuerdo—. Todo aquello dejó de tener sentido cuando me convertí en vampiro —dijo Bill, recuperando su tono frío y distante.

—He mencionado algo que te apena —le dije—. Lo siento. ¿De qué podemos hablar? —nos volvimos y caminamos de regreso a la casa.

—De tu vida —contestó—. Dime qué haces por las mañanas, cuando te despiertas.

—Me levanto. Hago enseguida la cama. Desayuno: tostadas, a veces cereales, otras huevos, y café. Luego me lavo los dientes, me ducho y me visto. De vez en cuando, me depilo y todo eso. Si tengo turno de día, voy para allá. Si no trabajo hasta la noche, me voy de compras, llevo a la abuela a la tienda, alquilo una peli o tomo el sol. Y leo un montón. Tengo suerte de que la abuela se mantenga activa. Ella es la que lava y plancha la ropa, y, por lo general, se ocupa de cocinar.

—¿Y qué me cuentas de chicos?

—Bueno, ya te lo dije. Es imposible.

—¿Y qué vas a hacer, Sookie? —preguntó con dulzura.

—Pues envejecer y morir —dije secamente. Tocaba con demasiada frecuencia mi punto débil.

Para mi sorpresa, Bill se acercó y me cogió la mano. Ahora que ambos nos habíamos molestado un poco cuando la otra persona había tocado algún tema delicado, todo parecía más claro. La noche estaba serena y una leve brisa mecía mi cabello.

—¿Podrías quitarte el pasador? —preguntó Bill.

No había motivo para negarse. Solté su mano y me lo quité. Sacudí la cabeza para que el pelo terminara de soltarse. Luego, metí el pasador en su bolsillo, ya que el vestido no tenía. Como si fuera lo más normal del mundo, Bill comenzó a pasar los dedos por mi pelo, extendiéndolo sobre mis hombros.

Como parecía que el contacto físico estaba permitido, acaricié sus patillas.

—Son largas —comenté.

—Era la moda —me aseguró—. Tengo suerte de no haber llevado barba, como tantos hombres, o la habría tenido para toda la eternidad.

—Entonces, ¿nunca te afeitas?

—No, por suerte me acababa de afeitar —parecía estar fascinado con mi pelo—. A la luz de la luna parece plata —dijo muy bajito.

—Bueno, ¿y a ti qué te gusta hacer?

Pude ver el esbozo de una sonrisa en la oscuridad.

—A mí también me gusta leer —reflexionó un poco—. Me gusta el cine, por supuesto, he seguido toda su evolución. Me gusta estar con gente que tiene una vida normal. A veces, añoro la compañía de otros vampiros, aunque la mayoría lleva una vida muy distinta a la mía.

Caminamos un poco más en silencio.

—¿Te gusta la tele?

—La veo de vez en cuando —confesó—. Durante una época grababa las telenovelas y las veía por la noche. Fue cuando pensaba que estaba olvidando cómo era ser humano. Luego dejé de hacerlo porque, a juzgar por lo que veía en las series, la humanidad no era algo que mereciera ser recordado —me reí.

Llegamos al círculo de luz que rodea la casa. Una parte de mí esperaba que la abuela estuviera esperándonos sentada en el columpio del porche, pero no fue así. Sólo había una bombilla encendida en el salón. «De verdad, abuela», pensé, exasperada. Era como si un chico me llevara a casa después de nuestra primera cita. De hecho, me preguntaba si Bill intentaría besarme. Dadas sus ideas sobre la longitud de los vestidos, probablemente lo consideraría inapropiado. Pero, por estúpido que parezca querer besar a un vampiro, me di cuenta de que eso era lo único que deseaba con todas mis fuerzas.

Sentía cierta tirantez en el pecho, amargura ante otra cosa más que se me negaba. Y pensé, ¿por qué no?

Tiré suavemente de su mano para que se detuviera. Me puse de puntillas y posé los labios sobre su reluciente mejilla. Aspiré su aroma: normal, con un ligero matiz salado. Noté un rastro de colonia.

Sentí que él temblaba. Giró su cabeza hasta que sus labios rozaron los míos. Tras un breve momento, pasé mis brazos alrededor de su cuello. Su beso se hizo más intenso y separé los labios. Nunca me habían besado así. Seguimos hasta que sentí que no había nada más en el mundo que aquel beso. Mi respiración se aceleró y comencé a desear que sucedieran más cosas.

De pronto, Bill se retiró. Parecía agitado, lo que me satisfizo sobremanera.

—Buenas noches, Sookie —dijo, acariciando mi pelo una última vez.

—Buenas noches, Bill —respondí. Mi voz también sonaba temblorosa—. Mañana trataré de llamar a los electricistas. Ya te diré qué contestan.

—¿Te pasas por mi casa mañana por la noche? No tienes que trabajar, ¿no?

—Vale —dije, aún tratando de reponerme.

—Hasta entonces. Gracias, Sookie —dijo, y se adentró en el bosque en dirección a su casa. Una vez se alejó de la zona iluminada, dejé de verlo.

Me quedé mirando como una tonta, hasta que volví en mí y entré en la casa para acostarme.

Ya tumbada en la cama, me pasé las horas muertas pensando si los no muertos podrían realmente hacerlo. También me preguntaba si sería posible mantener una conversación franca con Bill sobre ese tema. Unas veces parecía demasiado chapado a la antigua; otras, el típico vecino de enfrente. Bueno, no del todo, pero sí bastante normal.

El hecho de que la única criatura conocida en años con la que me apetecía acostarme fuera un no muerto resultaba patético y maravilloso a la vez. La telepatía había restringido enormemente mi campo de opciones. Desde luego, había tenido sexo por tenerlo; pero había estado esperando poder disfrutar de ello alguna vez.

¿Qué pasaría si lo hacíamos y, después de tantos años, descubría que no tenía ningún talento para ello? O quizá no sintiese placer. A lo mejor todos los libros y las películas lo mitificaban un poco. Bueno, Arlene también. No parecía entender que su vida sexual no me interesaba en absoluto.

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