—¡Qué cierto es esto! —exclamó Norman Gale con énfasis.
—¡Si lo sabremos nosotros! —remachó Jane.
Poirot les observó en silencio.
—Comprendo. Ya lo han descubierto por ustedes mismos.
De pronto, mostró cierta impaciencia.
—Vamos, que tengo mucho que hacer. Ya que los tres nos proponemos lo mismo, podríamos combinar nuestras fuerzas. Ahora iba a visitar a nuestro ilustre amigo, el señor Clancy, y quisiera proponer a mademoiselle que me acompañe en calidad de secretaria. Aquí tiene, mademoiselle, un cuaderno y un lápiz para la taquigrafía.
—Yo no sé taquigrafía —contestó Jane.
—Me lo figuro. Pero tiene usted lo más importante: es lista y puede fingir que sabe, garabateando cualquier cosa en su cuaderno, ¿no? Bueno. En cuanto al señor Gale, propongo que se reúna con nosotros dentro de una hora. ¿Dónde quedamos? ¿En el Monseigneur, arriba?
Bon!
Allí compararemos nuestras notas.
Adelantándose sin más, tocó el timbre.
Un tanto perpleja, Jane le siguió, sujetando el cuaderno bajo el brazo.
Gale abrió la boca para protestar, pero enseguida cambió de idea.
—De acuerdo. Dentro de una hora en el Monseigneur.
Y se marchó.
Vestida de riguroso luto, una señora de mediana edad, de aspecto vulgar, les abrió la puerta.
—¿El señor Clancy? —preguntó Poirot.
La mujer dio un paso atrás y Poirot y Jane entraron.
—¿A quién anuncio, señor?
—El señor Hércules Poirot.
La severa mujer los condujo escaleras arriba hasta una salita del primer piso.
—El señor Erkule Prott —anunció.
Poirot comprendió enseguida que estaba justificada la declaración prestada por el señor Clancy en Croydon, de que no era un hombre muy organizado. La sala, muy espaciosa, con tres ventanas en una de las paredes y anaqueles y librerías en las demás, era un caos. Había papeles esparcidos por todas partes, carpetas, plátanos, botellas de cerveza, libros abiertos, cojines, un trombón, varias porcelanas, litografías y un verdadero arsenal de estilográficas.
En medio de esta confusión, el señor Clancy se afanaba en manipular una cámara y un carrete de película.
—¡Caramba! —exclamó, levantando la cabeza cuando le anunciaron la visita. Al dejar la cámara a un lado, la película rodó por los suelos desenrollándose por completo, mientras el dueño se adelantaba con la mano extendida—. Encantado de verles. Entren ustedes.
—Supongo que me recuerda —comenzó Poirot—. Le presento a mi secretaria, señorita Grey.
—¿Cómo está usted, señorita Grey? —estrechó la mano de la muchacha y luego se volvió a mirar a Poirot—. Vaya, pues claro que le recuerdo. ¿Dónde nos vimos la ultima vez? ¿En el Club de la Calavera?
—Fuimos compañeros de viaje en un vuelo de París a Londres, en cierta ocasión fatal.
—¡Pues claro! ¡Y la señorita Grey también! Pero no sabía yo que fuese su secretaria. Es decir, que me parecía haber oído que estaba empleada en un salón de belleza o algo por el estilo.
Jane miró con aprensión a Poirot.
Este último se mostró a la altura de las circunstancias.
—Y está en lo cierto. Como eficiente secretaria que es, la señorita Grey ha de dedicarse de vez en cuando a trabajos de otra índole, ¿comprende usted?
—Claro —respondió el señor Clancy—. Se me olvidaba. Es usted un detective, y de los buenos. No como los de Scotland Yard. Investigador privado. Siéntese, señorita Grey. No, ahí, no. Creo haber visto rastros de zumo de naranja en esa silla. Si quito esta carpeta... ¡Vaya! Todo se cae en esta casa. No importa. Siéntese usted aquí, monsieur Poirot. ¿No me equivoco? ¿Poirot? El respaldo no está roto. Solo cruje un poco cuando uno se apoya en él. Bien, acaso sea prudente no forzarlo mucho. Sí, un investigador privado como mi Wilbraham Rice. El público está entusiasmado con Wilbraham Rice, un tipo que se muerde las uñas y come un montón de plátanos. No sé por qué hice que se mordiera las uñas al principio, es de bastante mal gusto, pero ya está. Empezó por morderse las uñas y ahora ha de continuar así en todos mis libros. Siempre lo mismo. Los plátanos no están mal, se prestan a escribir algunas bromas divertidas: criminales que resbalan con las pieles. Yo también como plátanos, por eso los tengo en la cabeza. Pero no me muerdo las uñas. ¿Un poco de cerveza?
—No, gracias.
El señor Clancy suspiró, tomó asiento a su vez y se quedó mirando con seriedad a Poirot.
—Supongo que debo su visita al asesinato de Giselle. Ese caso me ha hecho reflexionar mucho. Diga usted lo que quiera, pero para mí es asombroso. Dardos envenenados lanzados con cerbatana en un avión. Una idea que yo había explotado, como le dije, para un libro y para un cuento. Fue una coincidencia muy chocante, pero he de confesarle, monsieur Poirot, que me dejó impresionado, hondamente impresionado.
—No es extraño que el crimen le intrigase a usted desde el punto de vista profesional, señor Clancy.
Los ojos del señor Clancy fulguraron.
—Exacto. Cualquiera diría que hasta la policía tendría que comprenderlo. Pues nada de eso. No he cosechado más que sospechas, tanto del inspector como en la encuesta. Hago cuanto puedo para ayudar a la justicia y, por todo agradecimiento por las molestias, se obstinan en sospechar de mí.
—De todos modos —observó Poirot sonriendo—, no parece que eso le afecte mucho.
—¡Ah! —exclamó el señor Clancy—. Pero ha de saber usted que tengo mis métodos, Watson. Perdóneme si le llamo Watson. No lo hago con ánimo de ofenderlo. Es muy interesante ver cómo ha resistido la técnica del amigo bobo. Personalmente, pienso que las novelas de Sherlock Holmes han sido enormemente sobrevaloradas. Hay que ver las falacias... las asombrosas falacias que hay en esas historias. Pero ¿qué estaba diciendo?
—Decía que tiene usted sus métodos.
—¡Ah, sí! Voy a poner a ese inspector... ¿cómo se llama. .. ? ¿Japp? Sí, voy a ponerlo en mi próximo libro. Ya verá cómo lo trata Wilbraham Rice.
—Entre plátano y plátano, como quien dice.
—Entre plátano y plátano. Eso está muy bien —confirmó el señor Clancy riendo entre dientes.
—Tiene usted una gran ventaja como escritor, monsieur —observó Poirot—. Puede desahogar sus sentimientos con la palabra escrita. Tiene usted la fuerza de su pluma contra sus adversarios.
El señor Clancy se acomodó suavemente en su silla.
—¿Sabe usted que empiezo a creer que este asesinato va a ser una suerte para mí? Estoy escribiendo todo exactamente como pasó, aunque en forma de novela, claro está, y lo titularé
El caso del avión de pasajeros
. Con retratos perfectos de todos ellos. Se venderá como churros, si consigo sacarlo a tiempo.
—¿No será perseguido por calumnias o algo así? —preguntó Jane.
El señor Clancy le dirigió una mirada sonriente.
—No, no, mi querida señorita. Claro que si atribuyese el asesinato a uno de los pasajeros, podría verme perseguido por daños y perjuicios. Pero eso será precisamente la parte más interesante: la más inesperada solución se dará en el último capítulo.
Poirot se inclinó hacia delante, muy interesado.
—¿Y qué solución piensa usted dar?
El señor Clancy volvió a reír entre dientes.
—Ingeniosa. Ingeniosa y sensacional. Disfrazada de piloto, entra en el avión una muchacha en Le Bourget y logra ocultarse, sin que nadie la vea, bajo el asiento de madame Giselle. Lleva consigo una botella de un nuevo gas. Lo deja escapar y todo el mundo pierde el conocimiento durante tres minutos. Ella sale del escondite, arroja la flecha envenenada y se lanza al espacio con paracaídas por la puerta trasera del avión.
Jane y Poirot pestañearon.
—¿Cómo es que a ella no le hace perder también el conocimiento ese gas? —preguntó Jane.
—Usa careta antigás —explicó el señor Clancy.
—¿Y se tira sobre el canal de la Mancha?
—No es preciso que sea el Canal. La haré descender sobre la costa de Francia.
—Pero, de todos modos, es imposible que nadie se esconda bajo un asiento. No hay bastante espacio.
—En mi avión, lo habrá —aseguró el señor Clancy con firmeza.
—
Épatant!
—exclamó Poirot—. ¿Y el motivo que movió a esa dama?
—Aún no lo tengo bien decidido —explicó Clancy reflexivamente—. Probablemente, la muchacha quiso vengarse de Giselle por haber causado la ruina de su amante, que se suicidó.
—¿Y de dónde sacó el veneno?
—Este punto es el más ingenioso —explicó Clancy—. La muchacha es una encantadora de serpientes y extrae el veneno de su pitón favorita.
—
Mon Dieu!
—exclamó Hércules Poirot—. ¿No cree usted que eso resulta un poco demasiado sensacionalista?
—No puedo escribir nada que sea demasiado sensacionalista —contestó con firmeza el señor Clancy—, y menos después de haberme tropezado con dardos envenenados de los indios sudamericanos. Ya sé que en realidad se utilizó veneno de serpiente, pero en el fondo es lo mismo. Además, no pretenderá usted que en una novela policíaca pasen las cosas exactamente igual que en la vida real. No hay más que leer los periódicos, insípidos hasta que se te caen de las manos.
—Vamos, monsieur, ¿le parece a usted que nuestro asunto se cae de las manos?
—No —convino el señor Clancy—. A veces, hasta pienso que no ha sucedido realmente.
Poirot acercó su crujiente asiento a su anfitrión y le dijo en tono confidencial:
—Monsieur Clancy, es usted un hombre de talento y de imaginación. La policía, como usted dice, le mira con recelo, no ha solicitado su opinión y su consejo. Pero yo, Hércules Poirot, deseo consultarle.
El señor Clancy se ruborizó de satisfacción.
—Es usted muy amable.
—Ha estudiado usted criminología y su opinión será valiosa. Tengo sumo interés en saber quién, en opinión de usted, cometió el crimen.
—Bien. —el señor Clancy vaciló, cogió maquinalmente un plátano y empezó a comérselo. Cuando hubo acabado, meneó la cabeza pensativamente y respondió—: Usted comprenderá, monsieur Poirot, que eso es una cosa completamente distinta. El que escribe puede elegir como autor del crimen a la persona que le convenga, pero en la realidad es una persona determinada y uno no puede barajar los hechos a su capricho. Temo que en la vida real yo sería un pésimo detective.
Meneó la cabeza con tristeza y echó la piel de plátano al fuego.
—¿No le parece que sería entretenido estudiar el caso juntos?
—¡Oh! Eso sí.
—Para empezar, suponiendo que tuviera usted que adivinar el autor del crimen, ¿a quién elegiría?
—¡Ah! Bien, yo creo que a uno de los dos franceses.
—¿Por qué?
—Porque ella era francesa. Y es lo que me parecía más probable. Además, se sentaban al otro lado, muy cerca de la víctima. Pero realmente no lo sé.
—Eso, en gran parte —advirtió con suficiencia Poirot—, depende del motivo.
—Claro, claro. Supongo que habrá usted clasificado científicamente todos los motivos.
—Soy muy anticuado en mis métodos. Me atengo al antiguo adagio: busca a quién beneficia el crimen.
—Eso está muy bien —asintió el señor Clancy—, pero opino que es algo difícil en este caso. Hay una hija que hereda, según tengo entendido. Pero son muchas las personas que iban en el avión que pueden salir beneficiadas con el crimen, todas las que le debiesen un dinero que ya no tendrían que devolver.
—Cierto —aceptó Poirot—. Y aún puedo imaginar otras soluciones. Supongamos que madame Giselle conociera algún secreto, un asesinato frustrado, por ejemplo, cometido por una de esas personas.
—¿Un asesinato frustrado? ¿Por qué eso precisamente? ¡Qué idea tan curiosa!
—En casos tan extraños como este, hay que suponerlo todo.
—¡Ah! Pero no basta suponerlo. Hay que saberlo.
—Tiene usted razón, tiene usted razón. Una advertencia muy justa.
Luego Poirot insinuó a bocajarro:
—Le ruego me disculpe, pero esta cerbatana que usted compró...
—¡Maldita cerbatana! —exclamó el señor Clancy—. ¡Ojalá nunca la hubiera mencionado!
—¿Dijo usted que la compró en una tienda de Charing Cross? ¿Recuerda por casualidad el nombre de la tienda?
—¡Ah! Tal vez sea Absolom o Mitchell & Smith. No me acuerdo. Pero ya le he dicho todo esto a ese inspector latoso. A estas horas, ya debe de haberlo comprobado.
—Bien, pero yo lo pregunto por otra razón. Deseo adquirir un chisme de esos para hacer un experimento.
—¡Ah! Ya comprendo. Pero no creo que encuentre usted lo que busca. Esos objetos no se fabrican en serie, ya sabe usted.
—De todos modos, puedo intentarlo. ¿Será usted tan amable, señorita Grey, de tomar nota de esos dos nombres?
Jane abrió su cuaderno y trazó, con una soltura profesional, unos cuantos signos. Luego, como si se entretuviese con el lápiz, escribió los nombres en el reverso de la hoja, por si le hacía falta recordarlos en caso de que las instrucciones de Poirot fueran sinceras.
—Y ahora —concluyó Poirot—, ya le he robado demasiado tiempo. No tengo más que despedirme, dándole mil gracias por su amabilidad.
—No hay de qué, no hay de qué. Me gustaría que comiesen ustedes un plátano.
—Es usted muy amable.
—Nada de eso. Debo confesarles que estoy muy contento esta noche. Me había atascado en un relato corto que estoy escribiendo. La cosa no marchaba, no encontraba un nombre apropiado para el delincuente. Buscaba algo que tuviera cierto sabor. Pues bien, es cuestión de un poco de suerte, y esta noche encontré lo que buscaba sobre la puerta de una carnicería: Pargiter. Ese es el nombre que me hacía falta. Suena bien al oído y sugiere algo. Además, al cabo de cinco minutos, solucioné otro problema. Siempre hay nudos que desatar en una historia: ¿por qué no habla la muchacha? El chico quiere que hable y ella asegura que tiene los labios sellados. Nunca se encuentra una razón aceptable, claro está, para que una muchacha no lo cuente todo de sopetón, pero uno está obligado a idear algo mejor que una solemne idiotez. ¡Por desgracia, cada vez tiene que ser algo diferente!
Sonrió mirando a Jane.
—¡Las pruebas por las que ha de pasar un escritor!
Se apartó para acercarse a una librería.
—Me permitirán, al menos, que les dé una cosa.
Volvió con un libro en la mano.
—
El caso del pétalo escarlata
. Creo que ya conté en Croydon que este libro trata de flechas indígenas envenenadas.