—¿Los norteamericanos? —preguntó Fournier.
—Sí, aquel tipo era norteamericano.
—Descríbanoslo.
—Era alto, encorvado, de cabello gris, gafas con montura de concha y perilla.
—¿Reservó también él un asiento?
—Sí, señor, el número uno, al lado del que había de reservar para madame Giselle.
—¿Con qué nombre?
—El de Silas... Silas Harper.
—No había ningún viajero con ese nombre y nadie ocupó el asiento número uno.
Poirot meneó la cabeza lentamente.
—Ya vi en los periódicos que faltaba ese nombre. Por eso pensé que ya no hacía falta explicar el hecho, puesto que aquel hombre no tomó ese avión.
Fournier le lanzó una mirada fría.
—Retuvo usted una información de gran valor para la policía. Eso es muy serio.
Él y Poirot salieron de la oficina, dejando a Jules Perrot mirándoles con cara de espanto.
Ya fuera, Fournier se quitó el sombrero y se inclinó ante su amigo.
—Le felicito, monsieur Poirot. ¿Cómo se le ha ocurrido esa idea?
—Dos frases sueltas. Esta mañana he oído decir a uno de los pasajeros que el primer vuelo de aquel día iba casi vacío. La otra frase fue la de Elise, al decir que encargó una reserva para el primer vuelo y le contestaron que no había plazas. Estos dos puntos no concordaban. Recordé haberle oído decir al camarero del Prometheus que había visto algunas veces a madame Giselle en el primer vuelo, de lo que deduje que la prestamista solía viajar en el avión de las ocho cuarenta y cinco. Pero alguien tenía interés en que hiciera el viaje a mediodía, alguien que también viajaba en el Prometheus. ¿Por qué dijo el empleado que el primer vuelo estaba completo? ¿Fue una equivocación o una mentira deliberada? Sospeché lo segundo y no me equivoqué.
—Este caso se va haciendo por momentos más interesante —comentó Fournier—. Al principio, parecía que seguíamos la pista de una mujer. Ahora resulta que es un hombre. Un norteamericano.
Calló para mirar a Poirot. Éste asintió lentamente.
—Sí, amigo mío, ¡es fácil hacerse pasar por norteamericano aquí, en París! Basta tener un acento nasal y mascar chicle. Y si uno lleva gafas con montura de concha y una perilla, ya es el prototipo del turista norteamericano.
Sacó del bolsillo la página arrancada del
Sketch
.
—¿Qué mira usted? —preguntó Fournier.
—Una condesa en traje de baño.
—¿Usted cree que...? Pero no, es pequeña, encantadora, frágil, no puede presentarse como un norteamericano alto y encorvado. Ha sido actriz, sí, pero no podría representar semejante papel. No, amigo mío. La idea no encaja.
—Nunca he dicho que encajase —replicó Hércules Poirot.
Siguió examinando muy serio la fotografía.
Junto al bufet, lord Horbury se servía distraído un plato de riñones. Stephen Horbury era un joven de veintisiete años, cabeza estrecha y barbilla prominente. Parecía exactamente lo que era: un joven deportista con nada que destacar en cuanto a cerebro, pero de buen corazón, algo mojigato, muy leal y obstinado como el que más.
Cuando hubo llenado el plato, volvió a la mesa y empezó a comer. Abrió un periódico, pero enseguida frunció el entrecejo y lo apartó a un lado. También apartó el plato inacabado, tomó unos sorbos de café y se levantó. Permaneció un momento indeciso y luego, asintiendo ligeramente, salió del comedor, cruzó el espacioso vestíbulo y subió al piso superior. Llamó a una puerta y esperó. Del interior le llegó una voz atiplada invitándole a entrar:
—Adelante.
Lord Horbury entró. Era un bello dormitorio espacioso que daba al sur. Cicely Horbury estaba en la cama, un mueble isabelino de roble tallado. Envuelta en gasas rosadas y con los dorados rizos de su rubio cabello, producía un efecto encantador. En una mesita había una bandeja con los restos del desayuno. En aquel momento, abría su correspondencia, mientras su doncella se movía de un lado a otro.
A cualquier hombre se le hubiera acelerado la respiración ante tanta hermosura, pero la imagen de su encantadora mujer no afectó para nada a lord Horbury.
Hubo un tiempo, tres años atrás, en que la impresionante belleza de su Cicely le hacía perder la cabeza. La amaba apasionadamente, con verdadera locura. Todo aquello había acabado. Había perdido el juicio, pero lo había recobrado.
Fingiéndose sorprendida, lady Horbury preguntó:
—¿Qué hay, Stephen?
—Quiero hablarte a solas —señaló él con aspereza.
—Madeleine —pidió lady Horbury, dirigiéndose a su doncella—. Deja todo eso y retírate.
—
Tres bien, milady
—respondió la muchacha. Y tras una mirada de reojo a lord Horbury, salió del dormitorio.
Lord Horbury aguardó a que hubiese cerrado la puerta.
—Me gustaría saber, Cicely, qué significa la idea de presentarte aquí.
Lady Horbury encogió sus hermosos hombros.
—¿Y por qué no?
—¿Por qué no? Me parece a mí que hay muy buenas razones.
—¡Oh! Razones... —murmuró su mujer.
—Sí, razones. Recordarás que, tal como se habían puesto las cosas entre nosotros, convinimos en no seguir con la farsa de vivir juntos. Tú debías quedarte en la casa de la ciudad y tendrías una espléndida pensión, exageradamente espléndida. Y podrías llevar tu propia vida, dentro de ciertos límites. ¿Por qué este repentino regreso?
De nuevo Cicely se encogió de hombros.
—Me pareció conveniente.
—Supongo que será por una cuestión de dinero, ¿no es así?
—¡Dios mío! —exclamó su mujer—. ¡Qué odioso eres! ¡No hay hombre más mezquino que tú!
—¿Mezquino? ¿Mezquino dices, cuando por tus insensatas extravagancias pesa una hipoteca sobre Horbury?
—¡Horbury, Horbury! ¡Esto es cuanto te interesa! Los caballos, la caza, las cosechas y esos fastidiosos granjeros. ¡Vaya vida para una mujer!
—Algunas estarían muy satisfechas con ella.
—Sí, mujeres como Venetia Kerr, que parece una yegua. Tenías que haberte casado con una mujer así.
Lord Horbury se acercó a la ventana.
—Es demasiado tarde para eso. Me casé contigo.
—Y no puedes divorciarte —señaló Cicely. Y su risa sonó maliciosa y triunfante—. Te gustaría librarte de mí, pero no puedes.
—¿Para qué hablar de eso?
—Te lo prohíbe Dios y estás chapado a la antigua. ¡Lo que se ríen mis amigos cuando les cuento las cosas que dices!
—Que se rían cuanto quieran. ¿Podemos volver al origen de nuestra conversación? Discutíamos la razón por la que has venido.
Pero su mujer no se dejó llevar hacia donde él quería.
—Anunciaste en la prensa que no te harías responsable de mis deudas. ¿Te parece eso propio de un caballero?
—Siento haber tenido que dar ese paso. Recordarás que te lo advertí hace tiempo. Pagué por ti dos veces. Pero todo tiene un límite. Tu insensata pasión por el juego... bueno, ¿para qué discutir? Pero quiero saber por qué, de pronto, vienes a Horbury. Siempre odiaste esta casa, te aburría a morir.
—Pues ahora me siento mejor aquí —afirmó ella con expresión hosca.
—¿Mejor justo ahora? —repitió él pensativamente. Y le espetó esta pregunta—: ¿Habías pedido dinero a esa vieja prestamista francesa, Cicely?
—¿Quién? No sé qué quieres decir.
—Sabes perfectamente a quién me refiero. Hablo de la mujer asesinada en el avión procedente de París en el que volviste.
—No, claro que no. ¡Qué ocurrencia!
—No bromees con eso, Cicely. Si esa mujer te prestó dinero, mejor será que lo digas. Ten presente que ese asunto aún no ha terminado. El jurado emitió veredicto de asesinato cometido por personas desconocidas, y la policía de los dos países está trabajando en ello. Que descubran la verdad solo es cuestión de tiempo. Esa mujer debió de dejar anotados los préstamos que concedía. Si se descubre que tuviste alguna relación con ella, sería mejor que estuviésemos preparados, que nos aconsejásemos con Foulkes que nos ha asesorado desde hace generaciones.
—¿Es que no declaré ya ante aquel maldito tribunal? ¿No juré que no sabía nada de aquella mujer?
—No creo que eso pruebe nada —replicó su marido secamente—. Si tuviste tratos con Giselle, puedes estar segura de que la policía lo descubrirá.
Cicely se sentó apesadumbrada en el lecho.
—¿Serías capaz de creer que la maté yo? ¿Que me levanté del asiento del avión y le arrojé un dardo con una cerbatana? ¡Qué locura!
—Sí, parece cosa de locos —convino él pensativamente—. Pero hazte cargo de tu situación.
—¿Qué situación? No hay situación que valga. No crees una palabra de cuanto te digo. ¿Por qué de pronto tienes que mostrarte tan intranquilo con respecto a mí? Como si te importase mucho lo que pueda sucederme. Me odias y te alegrarías de mi muerte. ¿A qué viene esa comedia?
—¿No exageras un poco? Aunque me creas muy anticuado, aún me preocupa el buen nombre de mi familia, un sentimiento que tú seguramente desprecias. Pero ahí está.
Girando sobre sus talones, salió del dormitorio.
Las sienes le latían con violencia. Los pensamientos se atropellaban en su mente.
¿Antipatía? ¿Odio? Sí, es cierto. ¿Me alegraría su muerte? ¡Dios mío! Sí. Me sentiría como un recién salido de la cárcel. ¡Qué fastidiosa es la vida! ¡Cuando la conocí en el
Do It Now
, qué muchacha tan adorable me pareció! ¡Tan guapa, tan encantadora! ¡Locuras de juventud! Me volví loco, me sorbió el seso. Me parecía ver en ella reunidas todas las prendas que adornan a una mujer y, no obstante, ya era lo que es ahora: rencorosa, vulgar, viciosa, tonta... ni guapa me parece ya.
Silbó a un spaniel, el cual levantó la cabeza para mirarle con adoración.
—Mi buena Betsy —exclamó Horbury, frotándole las orejas. Y pensó: No es justo llamar perra a una mujer. Una perrita como tú, Betsy, vale más que todas las mujeres que he conocido.
Embutiéndose en la cabeza un viejo sombrero de pescador, salió de la casa en compañía de su perra Betsy.
Un paseo por su vasta propiedad le calmó poco a poco los nervios. Cariñosamente, palmeó a su caballo preferido en el cuello, cruzó unas palabras con un mozo de cuadra, llegó a la granja y estuvo un rato charlando con la mujer del granjero. Caminaba por un sendero estrecho con Betsy tras sus talones, cuando se topó con Venetia Kerr a caballo de su yegua baya.
Montando, Venetia parecía aún más atractiva. Lord Horbury la contempló con admiración y afecto y con un vivo sentimiento de familiaridad.
—¡Hola, Venetia!
—¡Hola, Stephen!
—¿De dónde sales? ¿Paseando a la yegua?
—Sí, ¿no te parece que se está poniendo muy hermosa?
—De primera. ¿Has visto la potranca que compré en la feria de Chattisley? —Estuvieron hablando un buen rato de caballos y luego, él comentó—: Cicely está aquí.
—¿Aquí, en Horbury?
Aunque Venetia se esforzó en no mostrarse sorprendida, no logró esconder cierta turbación que se reveló en su tono.
—Sí. Llegó anoche.
Se produjo un silencio embarazoso. Luego Stephen comentó:
—Oye, tú estuviste también en la encuesta judicial, ¿no? ¿Cómo... cómo fue?
Tras un momento de reflexión, Venetia contestó:
—Bueno, nadie dijo gran cosa.
—¿No sacó nada en limpio la policía?
—No.
—Debió de ser un asunto bastante desagradable para ti.
—No puedo decir que me gustase, pero tampoco tengo motivos para quejarme. El juez se portó con mucha amabilidad.
Stephen pasó distraídamente la mano por el seto, al añadir:
—Oye, Venetia: tú no sabrás... ¿no tendrás alguna idea de quién fue el autor?
Venetia Kerr meneó la cabeza dulcemente.
—No —Enmudeció, buscando la mejor manera de exponer sus pensamientos. Acabó soltando una risita—. De todos modos, sé que no fuimos ni Cicely ni yo. Ella me hubiera visto o yo a ella.
Stephen también se echó a reír.
—Eso me tranquiliza —exclamó alegremente.
Lo dijo bromeando, pero ella notó el alivio en su voz. De modo que él estaba preocupado.
Se abstuvo de expresar su pensamiento.
—Venetia —observó Stephen—, hace mucho tiempo que nos conocemos, ¿verdad?
—Sí, mucho. ¿Recuerdas cuando íbamos a aquellas clases de baile cuando éramos niños?
—¿Cómo no iba a acordarme? Por eso creo que puedo hablarte sinceramente.
—Claro que puedes. —reconoció ella. Y después de una ligera vacilación, añadió fingiendo indiferencia—: ¿Quieres hablarme de Cicely?
—Sí. Mira, Venetia: ¿estaba Cicely complicada con esa Giselle de algún modo?
Venetia contestó lentamente:
—No lo sé. Recuerda que he estado en el sur de Francia. No sé lo que se rumoreaba en Le Pinet.
—¿Pero tú qué crees?
—Bueno, sinceramente, no me sorprendería.
Stephen meneó la cabeza pensativo. Venetia comentó, conciliadora:
—¿Por qué tendría que inquietarte? ¿No vivís prácticamente separados? Ese asunto sería exclusivamente cosa suya, no tuya.
—Mientras sea mi mujer, también a mí me concierne.
—¿Y no podrías pedir el divorcio?
—¿Dar un escándalo? No sé si ella aceptaría.
—¿Te divorciarías si se te presentase una oportunidad?
—Si tuviera motivo, sin duda alguna —aseguró él ceñudo.
—Supongo —planteó Venetia pensativa— que ella lo sabe.
—Sí.
Guardaron silencio.
¡Esa mujer tiene menos moral que un gato!, pensó Venetia. La conozco muy bien. Pero se anda con mucho cuidado. Ella las mata callando.
—¿De modo que no hay nada que hacer? —añadió en voz alta.
Él meneó la cabeza.
—Si estuviera libre, Venetia, ¿te casarías conmigo?
Mirando fijamente ante sí por entre las orejas de la yegua, Venetia contestó con acento de fingida indiferencia:
—Supongo que sí.
¡Stephen! Siempre había amado a Stephen, desde que iban juntos a las clases de danza infantiles y a buscar nidos. Y Stephen siempre la había querido, pero no lo bastante como para impedirle enamorarse perdidamente, locamente, salvajemente de aquella gata calculadora, de aquella corista.
—¡Qué maravilloso sería vivir juntos tú y yo! —insinuó Stephen.
Por su imaginación pasó un cuadro maravilloso: té con pastas, cacerías, olor a heno y a tierra mojada, hijos. Todo lo que Cicely no le daría jamás, que evitaría siempre compartir con él. Se le humedecieron los ojos de ternura. Luego oyó que Venetia le decía con aquella voz exenta de emoción: