—El doctor le recibirá ahora.
Japp entró en el despacho del doctor Bryant, una sala al fondo del piso, con una gran ventana. El médico se levantó para recibirle, estrechándole la mano. Ofrecía un aspecto fatigado, pero no manifestó la menor sorpresa por la visita del inspector.
—¿En qué puedo servirle, señor inspector? —preguntó, volviendo a sentarse detrás de su mesa e indicándole al otro una butaca.
—Ante todo, he de rogarle que me perdone si he venido a molestarle en horas de consulta, pero no le entretendré mucho tiempo.
—Perfectamente. Supongo que viene por lo de la muerte en el avión.
—Ni más ni menos, señor. Aún estamos trabajando en el caso.
—¿Algún resultado?
—No avanzamos tanto como sería de desear. He venido a hacerle algunas preguntas sobre el método empleado. Es el asunto ese del veneno de serpiente lo que no llego a descifrar, por más que lo intento.
—Ya sabe usted que yo no soy toxicólogo —puntualizó el doctor Bryant, sonriendo—. No entiendo de esas cosas. Consulte a Winterspoon.
—¡Ah! Pero vea usted, doctor, lo que ocurre. Winterspoon es un técnico, y ya sabe usted lo que son los técnicos. Hablan de un modo que los profanos no pueden entender. Pero, según tengo entendido, hay una rama de la medicina dedicada a estas materias. ¿Es cierto que a veces a los epilépticos se les inyecta veneno de serpiente?
—Tampoco soy especialista en epilepsia, pero sé que en el tratamiento de esa enfermedad se ha inyectado a los pacientes veneno de cobra con excelentes resultados. Aunque ya le he dicho que no es este mi campo.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero el caso es que usted se ha interesado mucho en el asunto por encontrarse en el avión y he pensado que, a lo mejor, podría sugerirme alguna idea aprovechable. ¿De qué sirve ir a un técnico si no sabe uno lo que debe preguntarle?
El doctor Bryant sonrió.
—Algo hay de cierto en lo que usted dice, inspector. Probablemente, no hay nadie capaz de permanecer indiferente después de haberse visto involucrado en un asesinato. Confieso que me interesa todo este asunto y que le he dedicado largas reflexiones.
—¿Y qué piensa usted, señor?
—Me parece una cosa tan inverosímil, si me permite decirlo así, que me hallo confuso y trastornado. ¡Vaya procedimiento más asombroso para un crimen! No había ni una probabilidad entre cien de que el criminal pasara inadvertido. Debe ser una persona que desconoce la sensación de peligro.
—Muy cierto, señor.
—Y el uso del veneno es igual de sorprendente. ¿Cómo pudo conseguir el asesino algo así?
—Lo sé, parece increíble. No puedo imaginar que ni siquiera el uno por mil de los hombres haya oído hablar de una cosa tan rara como el
boomslang
, y mucho menos de la manera de utilizar el veneno. Ni creo que usted, que es médico, haya manipulado nunca esa sustancia.
—No hay muchas ocasiones de hacerlo. Tengo un amigo que se dedica al estudio de enfermedades tropicales. En su laboratorio tiene varias clases de venenos mortales, el de cobra, por ejemplo, pero no recuerdo que tenga el
boomslang
.
—Tal vez pueda usted ayudarme —sugirió Japp, entregando al médico un pedazo de papel—. Winterspoon escribió esos tres nombres y me dijo que ellos podrían informarme. ¿Los conoce usted?
—Conozco al profesor Kennedy superficialmente. A Heidler lo conozco mucho. Basta que pronuncie mi nombre y estoy seguro de que hará por usted cuanto pueda. Carmichael es de Edimburgo. No le conozco personalmente, pero he oído decir que está haciendo un buen trabajo allí.
—Gracias, doctor, y perdone las molestias. No le entretengo más.
Japp salió a la calle sonriendo satisfecho.
«No hay nada como la diplomacia, se dijo. Con ella se consigue todo. Juraría que no se enteró del objeto de mi visita. Bueno, algo es algo.»
Cuando el inspector Japp volvió a Scotland Yard, le dijeron que Poirot le esperaba.
Japp saludó a su amigo efusivamente.
—Hola, Poirot. ¿Qué le trae a usted por aquí? ¿Tiene alguna novedad?
—He venido a ver qué novedades tenía usted, mi buen Japp.
—¡Eso es nuevo en usted! Bueno, la verdad es que no hay gran cosa. Nuestro colega de París ha identificado la cerbatana. ¿Sabe usted que Fournier me está amargando la vida desde París con su dichoso
moment psychologique
? He interrogado a los camareros hasta perder el aliento y no he podido arrancarles una palabra que nos proporcione ni un solo indicio sobre ese
moment psychologique
. Durante el viaje no sucedió nada anormal.
—Pudo ocurrir cuando los dos estaban en el compartimiento delantero del avión.
—También he interrogado a los viajeros. No pueden haberse puesto todos de acuerdo para mentir.
—En uno de mis casos, todo el mundo mentía.
—¡Usted y sus casos! A decir verdad, Poirot, no estoy satisfecho. Cuanto más examino las cosas, más oscuras las veo. El jefe empieza a tratarme con frialdad. Pero ¿qué puedo hacer? Menos mal que es un asunto medio extranjero. Siempre podremos cargárselo a los franceses que tomaron parte en el vuelo; y en París se excusan diciendo que el asesino debe de ser inglés y que es asunto nuestro.
—¿Cree usted realmente que lo hicieron los franceses?
—Hablando con franqueza, no lo creo. Bien mirado, los arqueólogos son gente inofensiva: no piensan más que en remover tierra y en discurrir acerca de lo que sucedió hace miles de años. Y me gustaría saber cómo lo saben. ¡Pero cualquiera les contradice! Si se empeñan en que una sarta de abalorios tiene cinco mil trescientos veintidós años, ¿quién va a decirles lo contrario? ¡Bah! Tal vez sean unos embusteros, aunque parecen creer en sus mentiras, las cuales, después de todo, son inofensivas. El otro día tuve aquí a un tipo a quien habían robado un escarabajo sagrado. Estaba destrozado, pobre chico, pero desesperado como un niño de pecho. Entre nosotros, ni por un momento he creído que esos dos tengan nada que ver en el asunto.
—¿Quién cree usted que lo hizo?
—Podría ser Clancy. Se comporta de un modo muy raro. Habla consigo mismo por la calle. Algo lleva en la cabeza.
—La trama de otra novela, quizá.
—Tal vez sea por eso, pero también puede ser otra cosa. Aunque, por más que pienso, no consigo encontrar un motivo. Aún sigo creyendo que el CL 52 del librito negro se refiere a lady Horbury, pero no he podido sacarle nada en limpio. Una mujer dura, se lo aseguro.
Poirot sonrió para sus adentros.
—Sobre los camareros —prosiguió Japp—, no encuentro en ellos nada que los relacione con Giselle.
—¿El doctor Bryant?
—Creo que ahí puede haber algo. Corren ciertos rumores sobre él y una paciente: una hermosa mujer, casada con un hombre de dudosa reputación, que toma drogas o algo por el estilo. Si no va con cuidado, le expulsarán del Colegio de Médicos. Todo eso encaja con el RT 362 muy bien, y no le ocultaré que tengo una buena idea de dónde pudo conseguir el veneno de serpiente. He ido a verle y se ha ido de la lengua. Después de todo, no son más que conjeturas que no se basan en hechos. No es fácil llegar a establecer hechos en este caso. Ryder parece un hombre honrado. Dice que fue a París a por un préstamo que no consiguió. Ha dado nombres y direcciones: todo comprobado. He averiguado que hace un par de semanas su empresa se hallaba al borde de la quiebra, pero parece haber salido bien del trance. Ya ve usted, nada es satisfactorio. Todo es un embrollo.
—No hay tal embrollo. El caso se presenta poco claro, pero la confusión solo existe en las mentes desordenadas.
—Diga lo que quiera, el resultado es el mismo. Fournier también está atascado. Supongo que usted lo ha desentrañado prácticamente todo, pero considera inoportuno hablar.
—No se burle. Aún no lo he descubierto todo. Voy paso a paso, con orden y método, pero aún me falta mucho camino.
—Pues crea que me alegro muchísimo, pero veamos qué pasos ha dado.
Poirot sonrió.
—He confeccionado también un pequeño cuadro —comentó, sacando un papel del bolsillo—. He aquí mi idea: el asesinato es una acción realizada para obtener un resultado determinado.
—Repita eso despacio.
—No es difícil de entender.
—Es posible que no, pero tal como lo dice usted, lo parece.
—No, no, es muy sencillo. Por ejemplo: usted necesita dinero y sabe que lo tendrá cuando muera una tía suya. Bien: realiza una acción, es decir, mata a su tía, y obtiene el resultado: hereda el dinero.
—Me gustaría tener alguna tía de esas —suspiró Japp—. Siga, ya comprendo su idea. Quiere decir que tiene que haber un motivo.
—Prefiero explicarlo a mi manera. Se ha llevado a cabo una acción consistente en asesinar a una persona. ¿Cuáles son los resultados? Examinando los diversos efectos que hemos observado podemos contestar al acertijo. Los resultados pueden ser muy distintos, ya que la acción en cuestión afecta a diferentes personas.
Eh bien
, yo estudio hoy, tres semanas después del crimen, los resultados obtenidos en once casos diferentes.
Desdobló el papel.
Japp se inclinó con cierto interés y leyó por encima del hombro de Poirot:
—¡Hum! —gruñó Japp, interrumpiendo el escrutinio—. ¿Así que piensa usted que está loca por milord? No sabía que tuviese usted tanto olfato para husmear esos líos amorosos.
Poirot sonrió. Japp continuó leyendo:
—¿Y cree que esto va a servirle de mucho? —preguntó Japp, escéptico—. No veo que poner tras cada nombre «No sé, no sé y no sé», lo haga mucho más fácil.
—Nos da una clasificación muy clara —explicó Poirot—. En cuatro casos, el señor Clancy, la señorita Grey, el señor Ryder, y creo que también lady Horbury, tenemos un resultado en el haber. En los casos del señor Gale y del señor Kerr, tenemos un resultado en el debe. En cuatro casos no hay ningún resultado, que sepamos, y en el del doctor Bryant, o bien no hay resultado o hay una gran ganancia.
—Entonces, ¿qué? —preguntó Japp.
—Entonces, hay que seguir investigando.
—Con bien pocos elementos contamos para eso —afirmó Japp, enfurruñado—. Me parece que poco lograremos mientras no nos manden de París lo que precisamos. Es por la parte de Giselle en donde hay que encontrar la solución. Me parece que yo hubiera obtenido de su doncella más que Fournier.
—Lo dudo, amigo mío. Lo más interesante del caso es la personalidad de la víctima. Una mujer sin amigos, una mujer que en su tiempo fue joven, amó y sufrió, y para quien luego todo se acabó: ni una fotografía, ni un recuerdo, ni una baratija. Marie Morisot se convirtió exclusivamente en madame Giselle: una prestamista.
—¿Cree usted que hay una pista en su pasado?
—Es posible.
—Bien, deberíamos aprovecharla, porque del presente no tenemos ninguna.
—¡Oh! Sí, amigo mío, las hay.
—La cerbatana, desde luego.
—No, la cerbatana no.
—Pues sepamos qué pistas hay en este caso.
—Se las daré como títulos, como los que llevan los libros del señor Clancy: «La pista de la avispa». «La pista de las pertenencias de los viajeros». «La pista de las dos cucharillas de café».
—¿Qué es eso de las cucharillas de café?
—Madame Giselle tenía dos cucharillas en su plato.
—Eso significa boda, según dicen.
—En este caso —afirmó Poirot—, significó entierro.
Cuando Norman Gale, Jane y Poirot se reunieron para cenar la noche del chantaje, Norman se sintió aliviado al confirmarle que ya no se necesitarían más sus servicios como «el señor Robinson».
—El bueno del señor Robinson ha muerto —le aseguró Poirot, levantando la copa—. Brindemos a su memoria.
—
Requiescat in pace
—exclamó Norman, riendo.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Jane a Poirot.
El detective le dirigió una sonrisa.
—Pues que ya sé lo que quería saber.
—¿Estaba relacionado con Giselle?
—Sí.
—Eso se dedujo claramente de mi entrevista con ella.
—No lo niego —reconoció Poirot—, pero yo quería un relato más minucioso.
—¿Y lo obtuvo?
—Lo obtuve.
Los dos le dirigieron una mirada interrogadora, pero Poirot se puso a charlar de una manera provocativa de la relación que existe entre la carrera profesional y la vida.
—No hay tantos tipos que se sientan como peces fuera del agua, como podría creerse. Son muchos los que, a pesar de lo que os digan, eligen la ocupación que les dicta su secreto deseo. Oiréis decir a un oficinista: «Me gustaría ser explorador, vivir emociones en tierras lejanas». Pero descubriréis que lo que le gusta más es leer novelas de aventuras, y que realmente prefiere la seguridad y la comodidad de la silla de su oficina.
—Según su modo de pensar —dedujo Jane—, mi deseo de viajar por el extranjero no es sincero y mi verdadera vocación es peinar a las señoras. Pues bien, eso no es cierto.
Poirot sonrió.
—Usted aún es joven. Claro que uno intenta esto y lo otro y lo de más allá, pero llega el momento en que acomoda su vida a lo que prefiere.
—Supongo que prefiero ser rica.
—¡Ah! Eso ya es más difícil.
—No estoy de acuerdo con usted —objetó Gale—. Yo soy dentista por casualidad, no por vocación. Mi tío era dentista, deseaba que yo trabajara con él, pero yo no pensaba más que en aventuras y en ver mundo. Me burlé de los dentistas y me fui a Sudáfrica, a una granja. Pero, como me faltaba experiencia, aquello no me fue muy bien, y me vi obligado a aceptar el ofrecimiento de mi tío y ponerme a trabajar con él.