—¿Se me permite una pregunta, señoría?
—Claro, diga.
—Nos han dicho ustedes que la cerbatana se encontró bajo uno de los cojines de un asiento. ¿Quién se sentaba en él?
El juez consultó sus notas. El sargento Wilson se acercó al miembro del jurado y explicó:
—¡Ah, sí! El asiento de que se trata era el número 9, ocupado por monsieur Hércules Poirot. Monsieur Poirot es un detective privado muy conocido y respetable que ha colaborado muchas veces con Scotland Yard.
El miembro del jurado dirigió su mirada a Hércules Poirot y su rostro mostró la escasa aceptación que los bigotes de este le producían.
¡Extranjeros!, dijeron sus ojos. No hay que fiarse de los extranjeros, aunque sean colaboradores de la policía.
Añadió en voz alta:
—¿No fue ese monsieur Poirot quien encontró el dardo?
—Sí.
El jurado se retiró a deliberar. Al cabo de poco tiempo volvió, y el presidente entregó una papeleta al juez.
—¿Pero qué es esto? —murmuró ceñudo este al leerlo—. ¡Tonterías! No puedo aceptar un veredicto en estos términos.
Al poco rato, el veredicto volvió debidamente enmendado:
«Dictaminamos que la víctima murió envenenada, aunque no haya pruebas que demuestren de forma irrebatible quién administró el veneno».
Al salir del tribunal, una vez emitido el veredicto, Jane encontró a Norman Gale a su lado.
—Me gustaría saber qué decía aquel papel que el juez no quiso aceptar bajo ningún concepto —comentó Gale.
—Creo que puedo satisfacer su deseo —dijo una voz detrás de ellos.
La pareja se volvió para encontrarse con la mirada vivaracha de monsieur Hércules Poirot.
—Era un veredicto de culpabilidad de asesinato contra mí.
—¡Oh! ¿Es posible? —exclamó Jane.
Poirot asintió satisfecho.
—
Mais oui
. Al salir he oído que un hombre le comentaba a otro: «Ese extranjero, fíjese bien en lo que le digo. ¡Es el autor del crimen!». Los del jurado piensan lo mismo.
Jane no sabía si condolerse o echarse a reír. Se decidió por lo último y Poirot rió también contagiado por su risa.
—Comprenderán que debo ponerme a trabajar sin pérdida de tiempo para probar mi inocencia.
Se despidió con una inclinación y una sonrisa.
Jane y Norman siguieron con la mirada al extraño personaje que se alejaba.
—¡Qué tipo tan estrafalario! —comentó Gale—. Se hace llamar detective. No sé qué puede descubrir un hombre así. Cualquier delincuente lo reconocería a kilómetros de distancia. No comprendo cómo puede disfrazarse.
—¿No tiene usted una idea muy anticuada de los detectives? —preguntó Jane—. Las pelucas y barbas postizas ya no están de moda. Hoy día, los detectives se sientan a una mesa y estudian los casos en su aspecto psicológico.
—Mucho menos cansado.
—Tal vez en su aspecto físico. Pero, de todos modos, necesitan un cerebro frío y calculador.
—Claro. Un atolondrado no daría pie con bola.
Los dos rieron.
—Oiga... —Gale tartamudeaba y se ruborizó ligeramente—... le importaría... quiero decir si sería usted tan amable... es un poco tarde, pero ¿me acompañaría a tomar el té? He pensado que, como compañeros de infortunio, podríamos también...
Conteniéndose, se dijo: ¿Qué te pasa, tontaina? ¿No puedes invitar a una muchacha sin tartamudear, enrojecer y hablar como un patán? ¿Qué pensará de ti la chica?
La confusión de Gale tuvo la virtud de acentuar la serenidad y el dominio de Jane.
—Muchas gracias —contestó—. Me encantará aceptar ese té.
Entraron en un establecimiento y una camarera de modales desdeñosos recibió sus peticiones con aire de duda, como si pensara: Perdonen si salen decepcionados. Dicen que aquí se sirve té, pero yo nunca he visto nada que se le parezca aquí.
El establecimiento estaba casi desierto, pero esta falta de clientela enfatizaba la intimidad de aquel té. Jane se quitó los guantes y dirigió una mirada a su compañero. Era muy atractivo, con aquellos ojos azules y aquella sonrisa. Muy agradable.
—¡Qué caso más raro el de ese asesinato! —comentó Gale, apresurándose a entrar en conversación. Todavía no se había librado por completo del ridículo sentimiento de embarazo.
—Lo sé —corroboró Jane—, y me tiene preocupada desde el punto de vista de mi empleo. No sé cómo se lo tomarán.
—Es cierto. No había pensado en eso.
—Quizá a Antoine no le guste conservar a una empleada complicada en un caso de asesinato y que tiene que prestar declaración y lo que eso supone.
—La gente es muy rara —afirmó Norman Gale pensativamente—. La vida es... es tan injusta. Una cosa como esta en que, además, no tiene culpa alguna —Y frunció el ceño airado—. ¡Es indignante!
—Bueno, aún no ha pasado nada —le recordó Jane—. ¿Por qué inquietarse por algo que no ha sucedido todavía? Después de todo, podría tener un buen fundamento. ¡Podría ser yo quien la hubiera asesinado! Y a un asesino se le supone capaz de matar a otros, y a nadie le gustaría confiar su cabellera a alguien así.
—Basta con mirarla para saber que es usted incapaz de matar a nadie —declaró Norman mirándola con devoción.
—Yo no estaría tan segura sobre eso —advirtió Jane—. A veces, de buena gana mataría a alguna de mis clientas si supiera que no me iban a descubrir. Especialmente, a una que tiene una agria voz de loro y que gruñe por todo. A veces pienso que matarla sería una buena acción y no un crimen. Ya ve pues que mentalmente soy una asesina.
—Quizá, pero no cometió usted ese asesinato. Lo juraría.
—Yo también juraría que no lo cometió usted —aseguró Jane—. Pero de nada le serviría que yo lo jurase, si sus pacientes se lo atribuyesen.
—Mis pacientes, sí... —Gale parecía pensativo—. Supongo que tiene usted razón. No había caído en eso. Un dentista con manías homicidas. Realmente, no es una propaganda muy atractiva. —Como obedeciendo a un súbito impulso, añadió—: ¿No le disgusta saber que soy un dentista?
Jane arqueó las cejas.
—¿Disgustarme? ¿A mí?
—Lo digo porque para la gente los dentistas son algo cómico. No es una profesión romántica, que digamos. A un médico todo el mundo le toma en serio.
—No se preocupe. Un dentista siempre estará a mayor nivel que una auxiliar de peluquería.
Rieron ambos y Gale observó:
—Me parece que vamos a ser buenos amigos, ¿verdad?
—Sí, eso creo.
—¿Querría usted cenar una noche conmigo? Luego podríamos ir al teatro.
—Sí, claro.
Tras una pausa, Gale preguntó:
—¿Lo pasó usted bien en Le Pinet?
—Mucho.
—¿Había estado ya allí?
—No, verá usted...
Sintiéndose de pronto comunicativa, Jane le contó la historia del billete de lotería. Ambos estuvieron de acuerdo en que los sorteos eran románticos y agradables, y deploraron que el gobierno británico fuera, en eso, tan poco comprensivo.
Su charla fue interrumpida por un joven de traje castaño que llevaba un buen rato remoloneando por aquel lugar sin que ellos lo notaran.
Por fin se decidió a acercarse y, descubriéndose, se dirigió a Jane con gran aplomo:
—¿Señorita Jane Grey?
—Sí.
—Represento al
Weekly Howl
, señorita Grey. ¿Aceptaría usted el encargo de escribirnos un artículo sobre ese asesinato aéreo que han vivido ustedes? Podría exponer el punto de vista de uno de los viajeros...
—Me temo que no, gracias.
—¡Oh! ¡Vamos, señorita Grey! Se lo pagaríamos estupendamente.
—¿Cuánto?
—Cincuenta libras. Oh, bueno, tal vez algo más. Pongamos sesenta.
—No. No creo que me fuera posible. No sabría qué contar.
—Está bien —se apresuró a decir el muchacho—. No es necesario realmente que usted escriba el artículo. Uno de nuestros redactores la visitará para hacerle algunas preguntas y escribirá el texto de acuerdo con sus respuestas. No tendrá usted ni la más mínima molestia.
—Da lo mismo —respondió Jane—. Prefiero no hacerlo.
—¿Qué le parecerían cien libras? Mire, estoy dispuesto a darle esas cien si nos facilita usted una fotografía suya.
—No, no me gusta la idea.
—¡Déjelo ya! —intervino Norman Gale—. La señorita Grey no quiere que se la moleste más.
—No, no me gusta la idea.
El joven se dirigió a él esperanzado.
—¿No es usted el señor Gale? Oiga, por favor: ya que a la señorita Grey no acaba de gustarle la idea, ¿qué le parece a usted? Quinientas palabras y le ofrezco los mismos honorarios que a la señorita Grey. Es un trato excelente, pues el asesinato de una mujer contado por otra mujer tiene más gancho para los lectores. Es una gran oportunidad lo que le ofrezco.
—No la acepto, ya ve usted. No escribiré una palabra para su periódico.
—Dinero aparte, sería una buena propaganda para su consulta. Mejoraría su situación profesional. Todos sus clientes lo leerían.
—Eso es precisamente lo que más temo —afirmó Norman Gale.
—Ya sabe usted que, en estos tiempos, no se puede hacer nada sin la publicidad.
—Es posible, pero todo depende de la clase de publicidad. Solo me queda la esperanza de que algunos de mis pacientes no lean la prensa y, por lo tanto, ignoren que estoy mezclado en un caso de asesinato. Bueno, ya le hemos contestado a usted los dos. ¿Se va usted por las buenas o no?
—No he dicho nada para molestarles —replicó el reportero sin turbarse ante aquel tono violento—. Buenas tardes. Pueden llamarme a la redacción si cambian de parecer. Aquí tienen mi tarjeta.
Salió alegremente del establecimiento, pensando para sí: No me ha ido del todo mal. Será una entrevista bastante decente.
Efectivamente, la siguiente edición del
Weekly Howl
dedicaba una columna a relatar el punto de vista de dos testigos presenciales del misterioso crimen del aire. La señorita Jane Grey declaraba que se sentía demasiado apenada para hablar del asunto. Había sido un golpe muy duro para ella y detestaba recordarlo. El señor Norman Gale se había extendido en consideraciones sobre el efecto que produciría en la carrera de un profesional verse mezclado en un asunto criminal, a pesar de ser inocente. El señor Gale había expresado la esperanza de que algunos de sus clientes solo leyesen la sección de modas y se sentaran en su silla de dentista sin la menor sospecha.
Cuando el muchacho se hubo ido, Jane preguntó:
—¿Por qué no hará esas proposiciones a personas más importantes?
—Seguramente deja eso para reporteros más cualificados —contestó Gale, ceñudo—. Tal vez lo ha intentado ya y le han mandado a paseo. Jane... ¿Me permites que te tutee? ¿Quién crees tú que mató a esa mujer, a Giselle?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿Has pensado en eso? ¿En eso precisamente?
—No, a decir verdad, en eso no había pensado. Solo me preocupaba la idea de estar mezclada. Pero no se me había ocurrido pensar seriamente que alguno de los demás tuvo que hacerlo. Hasta este momento no había caído en la cuenta de que uno de ellos tuvo que ser forzosamente el autor.
—Sí, el juez lo expuso con toda claridad. Sé que no fui yo y sé que no fuiste tú, porque... bueno, porque te estuve contemplando casi todo el tiempo que permanecimos en el aire.
—Sí —admitió Jane—. A mí me consta que no fuiste tú por la misma razón. ¡Y desde luego, sé que tampoco fui yo! De modo que debió ser alguno de los otros, pero no sé quién fue. No tengo la menor idea. ¿Y tú?
—Pues no.
Norman Gale parecía muy pensativo, como si quisiera llegar a una conclusión a toda costa. Jane prosiguió:
—No sé cómo vamos a adivinarlo. Por mi parte, al menos yo no vi nada. ¿Notaste tú alguna cosa?
Gale meneó la cabeza.
—Nada en absoluto.
—Eso es lo más raro del caso. Me atrevería a jurar que no pudiste ver nada porque no estabas de cara a los hechos. Pero yo sí estaba mirando precisamente allí y hubiera debido ver...
Jane se detuvo, ruborizándose. Recordaba que su mirada se había mantenido fija en su jersey y que su mente, lejos de recoger las sensaciones externas, se había cerrado a todo lo que no tuviese relación directa con la persona que llevaba aquel dichoso pullover.
Me gustaría saber por qué se ruboriza así, se decía Norman Gale. Es encantadora. Voy a casarme con ella. Sí, me casaré. Pero no hay que correr demasiado. Tengo que hallar algún pretexto para frecuentarla. Podría aprovechar este asunto del crimen. Funcionará tan bien como cualquier otra cosa. Además, creo realmente que sería bueno hacer algo. Ese maldito reportero con su publicidad...
—Concentrémonos en eso —expuso en voz alta—. ¿Quién la mató? Tengamos en cuenta a todos los que estaban allí. ¿Quizá uno de los camareros?
—No —rechazó Jane.
—Conforme. ¿Las señoras que estaban sentadas al otro lado del pasillo?
—No creo que una dama como lady Horbury haya matado a nadie. Y la otra, la señorita Kerr es demasiado «señora». Jamás mataría a una anciana francesa, estoy segura.
—Me parece que no te equivocas, Jane. Tenemos a ese hombrecillo de los bigotes. Aunque, según el jurado, sea el más sospechoso, tenemos que descartarlo. ¿Y el médico? Tampoco parece muy probable que tenga nada que ver.
—Si la hubiese querido matar, lo hubiese hecho sin dejar huellas y nadie le hubiera descubierto.
—Sí, claro —admitió Norman dubitativo—. Esos venenos inodoros e insípidos que no dejan huellas son más apropiados, aunque dudo de que existan. ¿Qué te parece ese escritor, el que confesó poseer una cerbatana?
—Es bastante sospechoso. Pero me parece buena persona y no necesitaba confesar que poseía uno de esos chismes, de modo que no creo que fuese él.
—Así pues, nos queda Jameson. No, ¿cómo se llama...? ¿Ryder?
—Sí. Pudo ser él.
—¿Y los franceses?
—Son los más probables. Han viajado a extraños lugares y pueden tener motivos que nosotros desconocemos por completo. El más joven me parece una persona desdichada y preocupada.
—También tú estarías inquieta si hubieras cometido un crimen —afirmó Norman lúgubre.
—Parecía muy agradable —insistió Jane—, y su padre un hombre encantador. Confío en que no sean ellos.
—No parece que progresemos mucho.
—No sé cómo vamos a llegar a una conclusión, desconociendo tantas cosas acerca de la mujer asesinada: qué enemigos tenía, quién la va a heredar y todo eso.