—
Nom d'un nom d'un nom!
Sus compañeros lo miraron con sorpresa.
—Monsieur Poirot —exclamó Jane—. ¿Qué sucede?
—Es que de pronto he recordado por qué me resultaba familiar Anne Morisot —señaló Poirot—. ¡Como que la había visto antes... en el avión... el día del asesinato! Lady Horbury mandó a buscarla para pedirle una lima para las uñas. Anne Morisot era la doncella de lady Horbury.
Tan inesperada revelación produjo una honda impresión en los tres comensales. Abría una nueva perspectiva para el caso.
Lejos de ser una persona ajena por completo a la tragedia, Anne Morisot estuvo presente en la escena del crimen. Los tres tardaron unos instantes en reponerse del efecto que aquello les causó.
Poirot agitaba frenéticamente las manos, con los ojos cerrados, como para ahuyentar una visión horrible.
—Un momento, un momento —rogó—. Necesito reflexionar, necesito ver cómo afecta esto a las ideas que tenía. Tengo que repasarlo. Debo recordar. ¡Maldito mil veces mi desgraciado estómago! ¡Solo me preocupaban las sensaciones internas!
—¿De modo que ella estaba en el avión? —preguntó Fournier —. Por fin, por fin empiezo a comprender.
—Recuerdo —señaló Jane— a una muchacha alta y morena. —Y cerró los ojos en un esfuerzo para refrescar su memoria—. Madeleine, la llamó lady Horbury.
—Eso es, Madeleine —confirmó Poirot—. Lady Horbury la mandó al fondo del avión a buscar un maletín, un neceser rojo.
—¿Quiere usted decir que esa muchacha pasó por detrás del asiento de su madre? —preguntó Fournier con vivo interés.
—Así fue.
—Ya tenemos el móvil y la ocasión —afirmó el inspector con un gran suspiro—. Sí, lo tenemos todo.
Luego, con una vehemencia que contrastaba con su carácter comedido y melancólico, descargó un puñetazo sobre la mesa, y exclamó:
—
Parbleu!
¿Por qué nadie mencionó eso antes? ¿Por qué no se la incluyó entre los sospechosos?
—Ya se lo he dicho, amigo mío, ya se lo he dicho. Mi desgraciado estómago es el culpable.
—Sí, sí, eso se comprende, pero es que hay otros estómagos sanos: los camareros, los demás pasajeros...
—Tal vez se debiera —observó Jane— a que eso sucedió al principio, cuando apenas habíamos salido de Le Bourget, y Giselle se hallaba viva casi una hora después. Todo hace suponer que la mataron mucho después.
—Es curioso —comentó Fournier pensativo—. ¿No puede haber un efecto retardado del veneno? A veces esas cosas pasan.
Poirot dejó caer la cabeza entre sus manos.
—Tengo que pensar, debo pensar —gruñó—. ¿Es posible que todo lo que he imaginado hasta ahora sea un completo error?
—
Mon vieux
—le compadeció Fournier—, esas cosas suelen suceder. Me han pasado a mí. También es posible que le pasen a usted. A veces no hay más remedio que tragarse el propio orgullo y rectificar las ideas.
—Es cierto —aceptó Poirot—. Tal vez le haya dado demasiada importancia a algo que no la tenía. Esperaba hallar cierta pista y, al hallarla, lo articulé todo alrededor de ella. Pero si he estado equivocado desde el principio, si aquello estaba donde estaba solo por mero accidente, en ese caso, sí, tendré que admitir que estaba enteramente equivocado.
—No podemos cerrar los ojos al nuevo giro que toman ahora las cosas —observó Fournier—.Tenemos el móvil y la ocasión. ¿Qué más quiere?
—Nada. Debe de ser como usted dice. La acción retardada del veneno es sin duda algo tan extraordinario que, en la práctica, podríamos calificarla de imposible. Pero en cuestión de venenos, hasta lo imposible puede suceder. Hay que tener en cuenta la idiosincrasia de cada uno.
Su voz se apagó.
—Tenemos que trazar un plan de acción —propuso Fournier—. Por ahora, creo que sería imprudente despertar las sospechas de Anne Morisot. Ignora por completo que usted la ha reconocido. Hemos aceptado su buena fe. Sabemos en qué hotel se hospeda y podemos ponernos en contacto con ella por mediación de Thibault. Las formalidades legales pueden diferirse. Tenemos dos puntos bien establecidos: ocasión y móvil. Aún hay que probar que Anne Morisot dispusiese de veneno de serpiente. Está además la cuestión del norteamericano que compró la cerbatana y sobornó a Jules Perrot. Podría muy bien ser el marido, Richards. Solo sabemos que está en Canadá porque ella así lo afirma.
—Como usted dice, el marido, sí, el marido. ¡Ah! ¡Espere, espere!
Poirot se oprimió las sienes con las manos.
—Todo está mal. No empleo adecuadamente mis células grises —murmuró—. No hago más que dar saltos hacia conclusiones. Acabo por creer, quizá, en lo que me gustaría creer. Y me vuelvo a equivocar. Si mi idea original era buena, no debo dejarme influir.
Se interrumpió.
—¿Cómo dice? —preguntó Jane.
Poirot no respondió durante unos instantes. Luego, apartó las manos de sus sienes, se irguió en su asiento y cambió de lugar dos tenedores y un salero que molestaban su sentido de la simetría.
—Razonemos —dijo por fin—: Anne Morisot es culpable del crimen o es inocente. Si es inocente, ¿por qué ha mentido? ¿Por qué ha ocultado el hecho de que era la doncella de lady Horbury?
—Sí, ¿por qué? —preguntó Fournier.
—De modo que diremos que Anne Morisot es culpable porque ha mentido. Pero espere. Supongamos que mi primera suposición fuese correcta. ¿Cuadraría eso con la culpabilidad de Anne Morisot, con el hecho de que mintiera? Sí, podría cuadrar, si damos por sentada una premisa. Pero en este caso y si la premisa es correcta,
Anne Morisot no debería haberse hallado en el avión bajo ningún concepto.
Sus compañeros de mesa lo contemplaban cortésmente, pero con un interés más bien superficial.
Ahora comprendo lo que afirma el inglés Japp, pensaba Fournier. Este viejo lo complica todo. Está tratando de complicar un asunto que se presenta muy sencillo. Se resiste a aceptar una solución clara, cuando se contradice con sus ideas preconcebidas.
No comprendo nada de lo que dice, pensaba Jane. ¿Por qué no debía estar esa chica en el avión? Tenía que ir a donde lady Horbury la mandase. Realmente, me parece que es un charlatán.
De pronto, Poirot inspiró a pleno pulmón.
—Pues claro —exclamó—. Es una posibilidad, y debería ser muy sencillo comprobarlo.
Se levantó.
—¿Y ahora qué, amigo mío? —le preguntó Fournier.
—Otra vez al teléfono —explicó Poirot.
—¿Una llamada transatlántica a Quebec?
—Esta vez es una mera llamada a Londres.
—¿A Scotland Yard?
—No, a casa de lord Horbury, en Grosvenor Square. Ojalá tenga la suerte de que lady Horbury se encuentre en casa.
—Cuidado, amigo mío, que si Anne Morisot sospecha que es el blanco de nuestras investigaciones, se nos va a estropear el negocio. Sobre todo no la pongamos en guardia.
—No tema. Seré discreto. Solo pienso hacer una pregunta sin importancia, la pregunta más inofensiva. ¿Quiere usted venir conmigo?
—No, no.
—Insisto.
Los dos hombres salieron, dejando a Jane sola.
Tardaron en ponerlos en comunicación, pero Poirot estuvo de suerte. Lady Horbury se hallaba almorzando en casa.
—Bueno. Dígale usted a lady Horbury que monsieur Hércules Poirot desea hablarle desde París —Hubo una pausa—. ¿Es usted, lady Horbury...? No, no, todo va bien. Le aseguro a usted que todo va bien... No se trata de eso. Deseo que me conteste a una pregunta. ¿Cuando usted vuela de París a Inglaterra, siempre suele acompañarla su doncella o ella va en tren...? En tren. De modo que en aquella ocasión... Comprendo... ¿Está segura? ¡Ah! ¿Se ha despedido? ¿La dejó de repente al recibir una noticia...?
Mais oui
, qué ingratitud... Es cierto. ¡Son un atajo de ingratas...! Sí, sí, exacto... No, no es preciso que se moleste.
Au revoir
. Gracias.
Dejó el aparato y se volvió hacia Fournier con ojos brillantes.
—Escuche esto, amigo mío: la doncella de lady Horbury acostumbraba a viajar en tren y en barco. El día que mataron a Giselle, lady Horbury decidió a última hora que Madeleine hiciese el viaje también en avión.
Cogió al francés del brazo.
—Pronto, amigo mío. Hemos de ir corriendo a su hotel. Si no me equivoco, y mucho me temo que no, no hay tiempo que perder.
Fournier se quedó sorprendido, pero no tuvo tiempo de formular ni una pregunta, porque Poirot ya había cruzado la puerta giratoria que daba a la calle.
Fournier corrió tras él.
—Pero no acabo de comprenderlo. ¿Qué pasa?
El inspector abrió la portezuela de un taxi. Tras subirse, a él, Poirot le dio al chófer las señas del hotel de Anne Morisot.
—Y a toda velocidad, pero que a toda velocidad.
Fournier se apresuró a entrar tras él.
—¿Qué mosca le ha picado? ¿Por qué estas prisas?
—Porque, amigo mío, si no me equivoco, Anne Morisot está en inminente peligro.
—¿Usted cree?
Fournier no pudo disimular un tono de escepticismo.
—Tengo miedo —exclamó Hércules Poirot—. Miedo.
Bon Dieu
, ¡qué despacio va este coche!
El taxi en aquel momento corría a más de 60 por hora zigzagueando entre el tráfico, saliendo milagrosamente indemne gracias a la excelente pericia del conductor.
—Va tan despacio que, en cualquier instante, podemos sufrir un accidente —comentó secamente Fournier—. Y hemos dejado plantada a mademoiselle Grey, que estará esperando a que regresemos del teléfono, y sin una palabra de excusa. Eso no es muy cortés.
—¿Qué importa la cortesía o descortesía en una cuestión de vida o muerte?
—¿Vida o muerte? —murmuró Fournier encogiéndose de hombros y pensó: Bueno, este loco lo echará todo a perder. En cuanto la muchacha huela que le seguimos el rastro...
Entonces intentó un tono más persuasivo:
—Sea usted razonable, monsieur Poirot. Tenemos que proceder con cautela.
—Usted no comprende. Tengo miedo... miedo...
El taxi se detuvo chirriando ante el hotel en que se hospedaba Anne Morisot.
Poirot saltó a la acera y casi se tropezó con un hombre joven que salía del hotel.
Poirot se quedó de piedra al verlo.
—Otra cara conocida. Pero ¿dónde le he visto yo... ? ¡Ah! Ya recuerdo, ese es el actor Raymond Barraclough.
Al ir a entrar en el hotel, Fournier le detuvo, sujetándole por un brazo.
—Monsieur Poirot, siento un gran respeto, una honda admiración por sus métodos, pero creo firmemente que no hemos de precipitarnos. En Francia soy yo el responsable de la dirección de este caso.
Poirot le interrumpió.
—Me hago cargo de su ansiedad, pero no hay ninguna precipitación por mi parte. Preguntaremos al conserje. Si madame Richards está aquí y todo va bien, nada habremos perdido y podremos discutir con calma nuestro futuro plan de conducta. ¿Tiene usted algo que objetar a esto?
—No, no, claro que no.
—Está bien.
Poirot empujó la puerta giratoria y se encaminó hacia el encargado de recepción, seguido de Fournier.
—Creo que se hospeda aquí una tal señora Richards.
—No, monsieur. Estaba aquí, pero se ha ido hoy.
—¿Se ha ido? —preguntó Fournier.
—Sí, monsieur.
—¿Cuándo?
—Hará una media hora.
—¿Ha sido una marcha improvisada? ¿Adonde ha ido?
El empleado se irguió ante esta pregunta y parecía poco dispuesto a contestar, pero cuando Fournier le mostró sus credenciales, cambió de actitud y prometió prestar cuanta ayuda estuviese a su alcance.
No, la señora no había dejado señas. Pensó que su marcha se debía a un súbito cambio de planes. Al llegar dijo que se proponía pasar una semana.
Más preguntas. Se interrogó al portero, a los mozos de los equipajes, a los encargados del ascensor.
Según el portero, un caballero había preguntado por ella durante su ausencia, la esperó y almorzó con ella. ¿Qué tipo de caballero? Un norteamericano... muy norteamericano. Ella pareció sorprendida al verle. Después del almuerzo, la señora pidió que le bajasen el equipaje y se fue en un taxi.
¿Que adonde se había dirigido? A la Gare du Nord, al menos esa fue la orden que dio al taxista. ¿Y se fue con ella el norteamericano?
—No, se fue sola.
—La Gare du Nord —observó Fournier—. Es la ruta hacia Inglaterra. El expreso de las dos. Pero también puede haber querido despistar. Hay que telefonear a Boulogne e intentar que detengan el ferry.
Se diría que el miedo de Poirot se había contagiado a Fournier.
El rostro del francés reflejaba una viva ansiedad.
Con gran rapidez y eficacia puso en movimiento la maquinaria policial.
Eran las cinco cuando Jane, que esperaba en el salón con un libro abierto en sus manos, levantó la cabeza y vio entrar a Poirot.
Quiso protestar, pero las palabras se le helaron en la boca al ver la cara que ponía su jefe.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?
Poirot le cogió las manos.
—La vida es algo terrible, mademoiselle.
El tono con que pronunció estas palabras hizo estremecer a Jane.
—Pero ¿qué pasa? —volvió a preguntar.
Poirot habló lentamente.
—Cuando el tren llegó a Boulogne, se encontró a una mujer en un compartimiento de primera... muerta.
Jane palideció.
—¿Anne Morisot?
—Anne Morisot. Tenía en la mano un frasco azul que contenía cianuro.
—¡Oh! —exclamó Jane—. ¿Un suicidio?
Poirot tardó en contestar. Luego, como quien escoge con prudencia las palabras, contestó:
—Sí, la policía cree que se trata de un suicidio.
—¿Y usted?
Poirot extendió los brazos en actitud muy expresiva.
—¿Qué otra cosa se puede creer?
—¿Por qué se suicidaría? ¿Por remordimiento o por miedo a ser detenida?
Poirot meneó la cabeza pensativo:
—¡Qué cosas más horribles tiene la vida! Se necesita mucho valor.
—¿Para matarse? Sí, supongo que sí.
—Y para vivir —remachó Poirot—, también para vivir se necesita valor.
Al día siguiente, Poirot dejó París. Jane se quedó allí con una lista de encargos que cumplir, la mayor parte de los cuales no tenían para ella el menor sentido, aunque procuró hacerlos lo mejor que pudo. Vio a Jean Dupont dos veces. Él le habló de la expedición en que ella debía tomar parte y Jane no osó desengañarle sin hablar antes con Poirot, de modo que siguió la charla lo mejor que supo, hasta poder cambiar de tema. Cinco días después, un telegrama la reclamó a Inglaterra.