—Una posible pista que nos llevaría al doctor Bryant. No nos revela gran cosa, pero tampoco hemos de abandonar esta línea de investigación.
—Esta tarea corresponde, desde luego, al inspector Japp.
—Y a mí —intervino Poirot—. Yo también tengo una vela en ese entierro.
—«MR 24. Antigüedades falsificadas» —leyó Fournier—. Aunque remotamente, esto bien podría relacionarse con los Dupont, aunque no acabo de creerlo. Monsieur Dupont es un arqueólogo de prestigio mundial. Goza de inmejorable fama.
—Eso no haría más que allanarles el camino —observó Poirot—. Piense, mi querido Fournier, la gran fama de que han gozado, los buenos sentimientos que han puesto de manifiesto durante toda su vida casi todos los estafadores famosos, antes de ser descubiertos.
—Cierto, muy cierto —asintió Fournier con un suspiro.
—Una buena reputación —señaló Poirot— es lo primero que necesita un estafador que se precie. El tema es interesante, pero volvamos a nuestra lista.
—XVB 724. Es muy ambiguo. «Inglés. Estafa.»
—De poco nos servirá —convino Poirot—. ¿Qué estafa? ¿Un administrador? ¿Un empleado de banco? Cualquier hombre de confianza en una empresa comercial, pero raramente un escritor, un dentista o un médico. El señor James Ryder es nuestro único representante comercial. Él puede haber malversado fondos, él puede haber recibido dinero prestado de Giselle para que no se descubriese el robo. En cuanto al último apunte: «GF 45. Asesinato frustrado. Inglés», nos ofrece un amplio campo de acción. El escritor, el dentista, el médico, el comerciante, el camarero, la peluquera, la dama de linaje o la joven provinciana, todos pueden ser GF 45. Solo quedan excluidos los Dupont a causa de su nacionalidad.
Con un ademán, llamó al mozo y le pidió la cuenta.
—¿Y ahora, amigo mío? —preguntó Poirot.
—A la Sûreté. Tal vez tengan alguna noticia para mí.
—Bueno, le acompañaré. Después tengo que hacer una pequeña investigación en la que tal vez pueda usted ayudarme.
En la Sûreté, Poirot renovó sus relaciones con el jefe de detectives, a quien había conocido muchos años antes a causa de uno de sus casos. Monsieur Gilles era afable y cortés.
—Encantado de saber que se interesa usted por este asunto, monsieur Poirot.
—¿Cómo no he de interesarme, monsieur Gilles, si sucedió todo delante de mis narices? ¡Es una vergüenza, ¿no le parece?, que Hércules Poirot duerma a pierna suelta mientras a su lado se comete un crimen!
Monsieur Gilles meneó la cabeza en tono conciliador.
—¡Esos aviones! Si el tiempo es malo, el aparato no hace más que tambalearse. Yo también me he sentido indispuesto alguna vez.
—Parece que todo un ejército le patee a uno el estómago —se lamentó Poirot—. ¿Por qué tendrá que haber esa relación tan estrecha entre las sacudidas del aparato volador y el aparato digestivo? Cuando me acomete el
mal de mer
, Hércules Poirot es un hombre sin células grises, sin orden ni método. ¡No es más que un individuo vulgar de la raza humana, y por debajo del nivel medio! Y hablando de esto último, ¿cómo está mi excelente amigo Giraud?
Fingiendo no haber oídos las palabras «hablando de esto último», monsieur Gilles replicó que Giraud seguía progresando en su carrera.
—Es muy entusiasta. Infatigable.
—Siempre ha sido así —señaló Poirot—. Siempre está corriendo de un lado para otro. Está al lado de uno y de pronto se halla Dios sabe dónde. No hay modo de que se detenga a reflexionar.
—¡Ah, monsieur Poirot! Ese es su punto flaco. Los hombres con el carácter de Fournier se avienen mejor con usted. Él pertenece a la nueva escuela que todo lo basa en la psicología. Ese debería gustarle.
—Me gusta, me gusta.
—Habla muy bien el inglés. Por eso lo mandamos a Croydon, a colaborar en ese asunto. Es un caso interesantísimo, monsieur Poirot. Madame Giselle era muy conocida en París. ¡Y las circunstancias de su muerte son extraordinarias! Un dardo de cerbatana envenenado y en pleno vuelo. ¡Figúrese! ¿Cómo es posible que sucedan tales cosas?
—Eso, eso. Ha puesto usted el dedo en la llaga. ¡Ah! Aquí está nuestro buen amigo Fournier. Ya veo que trae usted noticias.
El normalmente melancólico Fournier daba muestras de agitación.
—Sí, las traigo. Un comerciante de antigüedades griego, Zeropoulos, ha informado de la venta de una cerbatana con sus dardos tres días antes del asesinato. Propongo monsieur —se inclinó respetuosamente ante su jefe—, interrogar a ese hombre.
—¡No faltaba más! —exclamó Gilles—. ¿Quiere acompañarle, monsieur Poirot?
—Si no tiene inconveniente —aceptó Poirot—. Es interesante, muy interesante.
La tienda del señor Zeropoulos estaba en la rue Saint Honoré. Se le consideraba un anticuario de categoría. Había en ella muchas piezas antiguas de cerámica persa, dos o tres bronces de Louristan, abundancia de joyas indias, anaqueles llenos de seda y bordados de muy diversos países, y un surtido abundante de abalorios y objetos baratos de Egipto. Era uno de esos establecimientos en que se puede comprar por un millón un objeto que no vale más que medio, o por diez francos lo que apenas vale cincuenta céntimos. Era muy frecuentada por los turistas norteamericanos y por los entendidos en la materia.
El señor Zeropoulos era un hombre bajito y robusto, de ojos negros. Hablaba mucho y con soltura.
¿Los caballeros pertenecían a la policía? Estaba encantado de conocerlos. ¿Tendrían la bondad de pasar a su despacho? Sí, había vendido una cerbatana con sus dardos, una curiosidad de América del Sur...
—... porque, como ustedes comprenderán, caballeros, yo vendo un poco de todo. Tengo mis especialidades. Me especializo en cosas persas. Monsieur Dupont, el querido monsieur Dupont, se lo confirmará. Siempre viene a ver mi colección, por si he adquirido algo nuevo, para juzgar la autenticidad de ciertas piezas dudosas. ¡Qué hombre! ¡Qué cerebro! ¡Qué ojo! ¡Qué buen juicio! Pero me desvío del asunto. Tengo mi colección, que todos los entendidos conocen, y también tengo... bueno, señores, francamente, llamémosles chismes, chismes exóticos, claro, un poco de todo: de Oceanía, de la India, del Japón, de Borneo... ¡De todas partes! Generalmente no pongo precio fijo a estas cosas. Si veo que le interesan a alguien, hago mis cálculos y pido un precio. Claro que no me dan lo que pido y al fin la cedo por la mitad. Y aun así, he de convenir que la ganancia es buena. Esos objetos los compro casi siempre a los marineros a precios muy bajos.
El señor Zeropoulos tomó aliento y prosiguió, satisfecho de sí mismo y de la importancia y fluidez de su relato.
—Hacía mucho tiempo que tenía esa cerbatana y los dardos, tal vez un par de años. Los tenía en esa bandeja, con un collar de conchas y un penacho de pielroja, unas figuras de madera tallada y algunos abalorios de cuentas de jade. Nadie lo vio, a nadie le llamó la atención hasta que entró un norteamericano y me preguntó qué era.
—¿Un norteamericano? —interrumpió Fournier vivamente.
—Sí, sí, un norteamericano sin la menor duda. No era uno de esos tipos norteamericanos entendidos, sino uno de esos que no saben nada y solo pretenden llevarse algún objeto curioso para la familia. Uno de esos que se dejan engañar en los bazares de Egipto y adquieren los más ridículos escarabajos sagrados que se fabrican en Checoslovaquia. Bien, lo cogí como quien dice al vuelo, le conté las costumbres de ciertas tribus, le hablé de los venenos que usan. Le expliqué que era muy raro que objetos como aquellos aparecieran en el mercado. Me preguntó el precio, y se lo dije, mi precio norteamericano, uno no tan alto como antes (han pasado por la Depresión). Esperaba que regatease, pero me pagó sin chistar. Quedé estupefacto. ¡Lástima! Hubiera podido pedirle más. Le entregué la cerbatana y los dardos en un paquete, y se fue. Pero luego, cuando leí en la prensa lo de ese espantoso asesinato, empecé a pensar. Sí, me dio mucho que pensar, y decidí contárselo a la policía.
—Le estamos muy agradecidos, señor Zeropoulos —reconoció Fournier cortésmente—. ¿Usted cree que podría identificar la cerbatana y los dardos? Ahora están en Londres, pero ya buscaríamos el modo de que los viese.
—La cerbatana era así de larga —mostró el griego, señalando un espacio en el borde de la mesa— y así de gruesa. Miren, como el mango de esta pluma. Era de un color claro. Había cuatro dardos, todos ellos con puntas muy agudas y descoloridas, y con una pelusilla de seda roja cada uno.
—¿Seda roja? —preguntó Poirot.
—Sí, monsieur. De un rojo un tanto descolorido.
—Es curioso —admitió Fournier—. ¿Está seguro de que uno de ellos no tenía un copo de seda con manchas amarillas y negras?
—¿Amarillas y negras? No, monsieur.
Fournier miró a Poirot y en el rostro de este había una sonrisa de satisfacción.
¿Por qué se alegraba el belga? ¿Porque el griego estaba mintiendo o por otra razón? Y dijo en tono de duda:
—Es posible que la cerbatana y los dardos de este señor no hayan tenido nada que ver en el asunto. Es solo una probabilidad entre cincuenta. De todos modos, me gustaría tener una descripción completa de ese norteamericano.
—Era un norteamericano como otro cualquiera. Voz nasal. No sabía hablar francés. Mascaba chicle. Llevaba gafas de concha de carey. Era alto y flaco y creo que no muy viejo.
—¿Moreno o rubio?
—No sabría decirlo. Llevaba sombrero.
—¿Lo reconocería usted si volviera a verlo?
Zeropoulos parecía dudar.
—No estoy seguro. Entran y salen tantos norteamericanos. No tenía nada de particular.
Fournier le mostró la colección de fotografías, pero sin resultado. El griego no creía que ninguno de aquellos fuese el norteamericano en cuestión.
—Me parece una cacería muy difícil —comentó Fournier al salir de la tienda.
—Es posible —le contestó Poirot—, pero no lo creo. Las etiquetas de los precios eran del mismo tipo y hay coincidencias entre el hecho y las observaciones de Zeropoulos. Y si esa cacería va a ser difícil, amigo mío, vamos a iniciar otra.
—¿Dónde?
—En el boulevard des Capucines.
—Deje que piense. Allí está...
—La oficina de Universal Airlines.
—¡Ah, sí! Pero ya hemos estado allí y no nos han dicho nada de interés.
Poirot le dio unos golpecitos en la espalda.
—Sí, bueno, pero las respuestas dependen de las preguntas. Usted no sabía lo que tenía que preguntar.
—¿Y usted lo sabe?
—Pues tengo una ligera idea, sí.
No quiso decir más, y llegaron al boulevard des Capucines.
La oficina era muy pequeña. Un chico moreno y muy elegante se hallaba detrás de un reluciente mostrador de madera, y un muchacho de unos quince años se peleaba con una máquina de escribir.
Fournier mostró su credencial y el empleado, llamado Jules Perrot, declaró que estaba enteramente a su disposición. A instancias de Poirot, el mozalbete recibió la orden de alejarse.
—Lo que hemos de tratar es muy confidencial —explicó.
Jules Perrot se mostró agradablemente emocionado.
—Ustedes dirán, messieurs.
—Se trata del asesinato de madame Giselle.
—¡Ah, sí! Me parece que ya nos hicieron algunas preguntas sobre el asunto.
—Cierto, cierto. Pero hay que establecer los hechos con toda exactitud. Madame Giselle reservó su billete... ¿cuándo?
—Creo que esto se puso ya en claro. Reservó su billete por teléfono el día diecisiete.
—¿Para el vuelo de las doce del día siguiente?
—Sí, señor.
—Pero me parece haber oído de labios de la doncella de madame que el encargo lo hizo para el vuelo de las ocho cuarenta y cinco.
—No, no... bueno, lo que pasó fue lo siguiente: la doncella de madame lo pidió para las ocho cuarenta y cinco, pero como ya estaba todo ocupado, le dimos billete para el vuelo del mediodía.
—¡Ah! Ya comprendo.
—Sí, señor.
—Comprendo, pero no deja de ser curioso, ciertamente muy curioso.
El empleado le miró con atención.
—Porque un amigo mío, que decidió viajar a Inglaterra de una manera urgente, tomó el avión de las ocho cuarenta y cinco ese día e iba medio vacío.
El señor Perrot se volvió a mirar unos papeles y se sonó la nariz.
—Su amigo se habrá confundido de día, quizá fuese un día antes o un día después.
—No. Fue el día del asesinato, puesto que me contó que, si hubiese perdido aquel avión, como estuvo a punto de suceder, hubiera sido uno de los pasajeros del Prometheus.
—¡Ah! Sin duda. Muy curioso. Claro que siempre puede haber anulaciones en el último minuto y, entonces, claro está, hay plazas disponibles. Y puede haber errores, claro. Tendré que hablar con Le Bourget, pues no siempre son muy cuidadosos.
La inocente mirada de Poirot pareció que turbaba a Jules Perrot, porque de pronto enmudeció. Sus ojos se desviaron y en su frente aparecieron unas gotitas de sudor.
—Dos explicaciones verosímiles —observó Poirot—, aunque me temo que ninguna es la verdadera. ¿No le parece que sería mucho mejor aclararlo bien todo?
—¿Qué hay que aclarar? No le comprendo bien.
—Vamos, vamos. Me comprende usted perfectamente. Es un caso de asesinato. De asesinato, monsieur Perrot. Haga el favor de recordarlo. Si usted se reserva información, la cosa puede ser muy seria para usted, muy seria. La policía puede tomar graves medidas. Pone usted obstáculos a la justicia.
Jules Perrot se le quedó mirando boquiabierto y con manos temblorosas.
—Vamos —insistió Poirot con voz autoritaria y dura—. Queremos una información exacta. Haga el favor. ¿Cuánto le pagaron y quién le pagó?
—Yo no quise perjudicar a nadie... no tenía la menor idea... ¿Cómo iba a sospechar...?
—¿Cuánto y quién?
—Cinco mil francos. Nunca había visto a aquel individuo. Esto será mi perdición.
—Lo que le perderá será no hablar. Vamos, ya sabemos lo más importante. Haga el favor de decirnos cómo sucedió exactamente.
Sudando a mares, Jules Perrot habló precipitadamente y a borbotones:
—No quise hacerle daño a nadie. Juro por mi honor que no quise hacerle daño a nadie. Vino a verme un tipo. Dijo que iba a ir a Inglaterra al día siguiente. Quería negociar un préstamo con madame Giselle, pero deseaba que su entrevista fuese casual. Se figuraba que así tendría más posibilidades. Dijo que sabía que ella iba a volar a Inglaterra al día siguiente. Yo solo tenía que decirle que no había billetes para el primer vuelo y reservarle el asiento número 2 en el Prometheus. Les juro, señores, que no sospeché nada malo. Pensé que sería igual una hora que otra. Los norteamericanos son así, hacen negocios de la manera más extraña.