—¡No puedo creer que el Virrey sea un traidor! —protestó el vizconde—. Cualquier otra cosa, sí… ¡Pero traidor!
—¿Traidor? —exclamó el otro indignado—. El jamás lo consideraría traición, ya que al fin y al cabo es genovés…
—No está comprobado.
—Lo está… —Bajó mucho la voz secreteando—. Lo sé de buena tinta porque un primo de mi mujer es ayudante del pastelero del Obispo Fonseca, Consejero Real para asuntos de Indias y está al corriente de todo lo que se cuece en palacio… ¡El Virrey es judío converso y genovés!
—Aunque así fuera, no creo que por ello le vayan a despojar de todos sus privilegios. Al fin y al cabo él fue el descubridor.
—El y cientos de cristianos viejos de probada fidelidad —replicó el otro con rapidez—. Pero la mayoría están ahora ahorcados, presos o en la miseria, mientras el Almirante atesora montañas de oro, ejerce un poder despótico, y esclaviza a unos pobres salvajes que se mueren en cuanto llegan aquí —lanzó un reniego—. Son como los malos vinos: no soportan la travesía del océano, se avinagran, y hay que acabar por tirarlos. Compré uno y me duró dos meses.
—Lo lamento.
—Más lo lamento yo, que vi cómo se me iba quedando «pajarito» pese a los buenos maravedíes que me costó. —Quiso escupir en el suelo pero lo hizo en su propia bota que se frotó malhumorado en las calzas—. Por el mismo precio hubiera podido quedarme con un magnífico senegalés. ¡Me estafaron! —concluyó—. Y la culpa fue de ese maldito «faraón» genovés que Dios confunda.
Se alejó refunfuñando a atender a un impaciente ciego que propinaba sonoros bastonazos a la mesa reclamando su almuerzo, por lo que el desconcertado vizconde de Teguise se aplicó pacientemente a la tarea de emborracharse hasta perder el habla, aunque sin dejar por ello de darle vueltas en la cabeza —hasta que la cabeza le dio vueltas a su vez— a las novedades que el bueno de Pero Pinto acababa de contarle.
Al mediodía siguiente, y, esfumados ya los efectos del excelente vino que había trasegado a solas pero con entusiasmo durante gran parte de la noche, el Capitán de Luna se enfundó sus mejores galas, se colgó al cinto la daga y la espada que proclamaban su condición de noble caballero y buen soldado, y se encaminó a la residencia eventual del Comendador Francisco de Bobadilla, solicitando audiencia, para lo cual no dudó en hacer valer su condición de vizconde y primo lejano del Rey Fernando.
Le recibió un hombre de edad indefinible, enjuto, ascético y de tez amarillenta en la que brillaban dos bolas negras que no bastaban para conceder algo de gracia a una recta nariz muy afilada y unos delgados labios, que ni tan siquiera en su niñez debían haber sonreído, y que inquirió con la voz seca y poco amable de quien mejor hubiera hecho el papel de verdugo o inquisidor que de futuro gobernador de las Indias:
—¡Y bien…! ¿Qué deseáis de mí?
—Que me aceptéis a vuestro servicio en la difícil misión que os han encomendado —señaló serenamente el vizconde de Teguise.
—¿En calidad de qué?
—De capitán de vuestra guardia personal, si es que así os place. Mi hoja de servicios a la Corona es extensa y aparece repleta de hechos de armas de los que me siento orgulloso.
—No necesito guardia personal.
—La necesitaréis si, como se asegura, os han ordenado destituir al Virrey.
—Para tal misión me basta con un mandamiento de sus Majestades.
—¿Y si don Cristóbal se negase a aceptarlo?
—Se convertiría de inmediato en reo de alta traición.
—¿Y quién se ocuparía de encarcelarle? ¿Vos mismo?
El esquelético rostro del eternamente adusto y amargado Comendador, pareció afilarse aún más, y el desagradable rictus de su boca se acentuó hasta el punto de convertirse en una especie de repelente máscara teatral.
—Ni siquiera al Almirante se le pasaría por la mente desacatar una orden de los reyes —masculló casi sin separar los dientes.
—Si así fuera, no veo la razón de vuestro viaje —fue la ladina respuesta del vizconde—. ¿O es que acaso no está enviando naves de esclavos al tiempo que retiene el oro de las minas? ¿Son ésas acaso las órdenes que ha recibido de los Reyes?
—Me molesta vuestra insolencia.
—Pero os obliga a pensar. ¿O no?
—Tal vez.
—Y os preguntáis en qué situación quedaríais si allí, en Santo Domingo, en el corazón de su feudo y respaldado por sus hermanos y sus incondicionales, don Cristóbal, optase por hacer caso omiso a los mandamientos reales una oscura mazmorra.
—¡No le creo capaz!
—¿Le hubierais creído capaz hace unos años de atravesar el «Océano Tenebroso»?
—No. Desde luego.
—Pero lo hizo.
—Eso nadie puede negarlo.
—¿Entonces…?
El impertérrito Comendador, que permanecía siempre con las manos cruzadas, en actitud de rezar, y del que se diría que alguien le había convencido en su niñez —si es que la tuvo— de que, todos aquellos gestos que se ahorrase en vida le serían de gran utilidad allá en el paraíso, observó largamente una
Pasión de Cristo
que colgaba sobre la chimenea como si acabara de descubrir que un nuevo personaje se había agregado a la escena, y por último, cuando ya se podría pensar que se encontraba muy lejos de la estancia, inquirió dirigiéndose al cuadro:
—Decidme, Capitán…: ¿Qué pretendéis con todo esto? —Ahora sí que le miró a los ojos—. ¿Porque no intentaréis convencerme de que alguien de vuestra posición, arriesga la vida sin motivo por un desconocido como yo?
—No, desde luego.
—¿Entonces…?
—Sólo pretendo que el día de mañana paguéis mis servicios haciendo justicia.
—Mala justicia es ésa, si se aplica como pago a una deuda. Y no es mi estilo.
—La justicia es siempre justicia, Excelencia. Y nada pido que esté reñido con ella. —Fue el Capitán de Luna el que hizo ahora una larga pausa como para dar mayor énfasis a sus palabras—. Pero por desgracia el hecho de que actualmente en las Indias los asuntos de leyes marchen con desesperante lentitud, han impedido que hasta ahora se me haya atendido.
—Explicadme vuestro caso.
El vizconde relató entonces, del modo más conciso posible, la forma como una mujer infiel había huido —según él llevándose unas joyas que no le pertenecían— cambiándose de nombre —cosa que iba contra la ley— y contraviniendo todas las ordenanzas al establecerse de incógnito en una recién fundada ciudad en la que se dedicaba a arrastrar por el fango el buen nombre de los De Luna.
—No veo que ensucie vuestro nombre si, como decís, no lo utiliza —replicó el otro astutamente—. Vuestras palabras se contradicen.
—Que se haga llamar
Montenegro
, no significa que no todos sepan que se trata de mi esposa.
—Aun así, se me antoja un problema de honor, más que de leyes.
—No existen leyes que no respeten el honor de un hombre, ni hombre de honor que no respete las leyes. —Se inclinó levemente hacia delante—. ¿Qué puedo hacer? —inquirió—. ¿Resignarme a no poder formar una familia, y un hogar cristianos mientras esa perdida continúe vagabundeando por las tabernas de Santo Domingo sin que nadie se decida a encarcelarla, o acabar con ella y confiar luego en que los que me tengan que juzgar entiendan mis razones?
—Nadie debería tomarse la justicia por su mano.
—¿Ni aun cansado de pedirla?
De nuevo el cuadro de la chimenea pareció acaparar la completa atención de aquel hombre del que un perezoso de las selvas amazónicas hubiera tenido mucho que aprender a la hora de moverse, y cuando al fin habló, lo que dijo sonaba en su boca a redundancia:
—Deberíamos acostumbrarnos a ser pacientes —dijo—. Todo llega en su momento.
—Pronto hará ocho años que espero, Excelencia. A este paso, cuando quiera formar una nueva familia tendré que empezar directamente por los nietos.
Ni un asomo de sonrisa; ni tan siquiera un leve brillo en los ojos, puesto que don Francisco de Bobadilla, escogido personalmente, por los Reyes Isabel y Fernando para cumplir la difícil tarea de despojar al tiránico Virrey de sus abusivos privilegios, no concebía la vida más que como una continua penitencia, hasta el punto de que si algo pudiera hacerla más grata, chocaba contra la férrea coraza con la que se protegía haciendo inútil cualquier intento de afectarle.
Hacía meses que los Monarcas habían tomado la decisión de enviarle a La Española, tenía en su poder los documentos que le acreditaban como máxima autoridad del Nuevo Mundo, y mil voces ansiosas le pedían a diario que terminara al fin con la cruel dictadura de los Colón, pero él continuaba sin mostrar el más mínimo interés por entrar a formar parte de la Historia.
Y es que tal vez presentía que el día en que sus naves soltaran amarras ya nada podría impedir que las generaciones venideras le recordaran como el hombre gris y sin pasado que humilló a uno de los mayores genios de la Humanidad, resistiéndose por ello a dar un primer paso sin retorno, aunque la mayoría de los que le conocían opinaban, por el contrario, que lo que en verdad pretendía era reunir las fuerzas suficientes como para conseguir que su primer zarpazo fuera el definitivo.
—Dudo que el Virrey se niegue a aceptar la suprema autoridad de quienes le concedieron tal título —señaló al fin—. Dado que en ese caso estaría negando su propia autoridad, pero como la experiencia me ha enseñado que desgraciadamente el ser humano tiene un espíritu cambiante, en especial cuando el pecado de orgullo ha prendido en él, reflexionaré debidamente sobre cuanto hemos tratado y tal vez tenga en cuenta vuestra propuesta —continuó sin hacer un solo gesto—. Volved a verme la próxima semana.
Ya fuera de su recámara, y cuando un untuoso secretario acudió a inquirir si su Excelencia el vizconde se sentía satisfecho de la entrevista, la respuesta de éste le dejó absolutamente perplejo y convencido de que debía replantearse por completo su relación con el severo Comendador:
—¡Oh, sí, muy satisfecho! ¡Qué hombre tan simpático!
Luego, el Capitán León de Luna se fue de putas; a desesperarse una vez más ante un cuerpo vulgar y distante, que le obligaba a evocar aquel otro, duro e irrepetible, que por unos años convirtió su vida en el más envidiable paraíso.
Se preguntó qué habría ocurrido si la frágil e inexperta Ana de Ibarra, hubiese accedido a sus requerimientos, y si también le hubiera asaltado el recuerdo de su esposa en el momento de poseerla, pero aunque sabía que era aquélla una pregunta que ya jamás tendría respuesta, también sabía que frecuentar mujerzuelas le hacía a la larga más daño que provecho.
Necesitaba casi siempre emborracharse para conseguir mantener con ellas una relación la mayor parte de las veces incompleta y frustrante, y a causa de ello acostumbraba a volverse violento y agresivo, lo que solía acarrearle no pocos problemas con los rufianes que chuleaban a las mozas.
Bebió, fornicó, jugó, discutió y se asqueó durante cinco días y cinco noches, pero al amanecer del sexto se dio un largo baño que buena falta le hacía, se compró un jubón nuevo y unas botas demasiado estrechas, y se presentó ante el secretario del Comendador quien le hizo pasar de inmediato al austero salón de la chimenea y la
Pasión de Cristo
.
—Aquí está vuestro nombramiento —señaló don Francisco de Bobadilla a modo de saludo alargándole un documento la tinta de cuya firma aún aparecía fresca—. He hecho algunas averiguaciones sobre vos y me han satisfecho. Aportaréis veinte hombres debidamente armados y pertrechados que constituirán mi guardia personal.
—¿«Aportaré»…? —inquirió el vizconde, recalcando mucho las palabras—. ¿Significa eso que debo correr con los gastos que generen?
—Naturalmente.
—¡Diantre! —fue el irrefrenable comentario—. Me había propuesto entrar a vuestro servicio, no convertirme en financiero de una arriesgada empresa allende el océano.
—Esa «arriesgada» empresa allende el océano, tendrá como contrapartida el hecho de que una vez solucionadas felizmente mis diferencias con el Virrey os liberaré de la obligación de cuidar de mi persona, lo cual significará que os encontraréis con un ejército privado a las puertas de un Nuevo Mundo inexplorado.
El Capitán León de Luna meditó con todo detenimiento sobre lo que en verdad ocultaban semejantes palabras, y por último inquirió:
—¿Se premiarían mis servicios con una «Encomienda» para «explorar» por mi cuenta?
—Si son servicios premiables, desde luego.
—¿Y vos?
—¿Yo…? —El impenetrable rostro del Comendador compitió una vez más con las gárgolas del patio—. Yo nada, capitán —fue la seca respuesta—. Vuestros beneficios poco me atañen, de igual modo que tampoco me atañen vuestros gastos. Soy un hombre al que le basta con un plato de comida y un jergón.
—¿Nunca habéis tenido ambiciones?
—Ninguna que no sea servir a mi patria y a mis Reyes.
—¿Familia?
—Dios y mi conciencia son la única compañía que preciso… —Extendió la mano como dando a entender que la conversación había ido más allá de lo que resultaba de su gusto, y concluyó—: Nos haremos a la mar dentro de doce días.
El capitán León de Luna dedicó la mañana siguiente a obtener del banquero Juanotto Berardi dinero fresco a cambio de una usurera hipoteca sobre sus propiedades, y el resto de la semana a elegir, entre los asiduos parroquianos de El Pájaro Pinto, a aquellos soldados de fortuna que sin alcanzar el apelativo de facinerosos, se encontraran tan próximos a las sutiles márgenes de la Ley, que estuvieran dispuestos a cumplir sin rechistar cualquier clase de orden que quisiera impartirles.
Como lugarteniente y hombre de su absoluta confianza eligió a un curtido soldado de fortuna, Baltasar Garrote, alias
El Turco
, un alcarreño que había pasado tantos años al servicio del Rey de Granada, que usaba cimitarra en lugar de espada, «gumía» en vez de daga, y un largo turbante blanco a guisa de sombrero.
Se murmuraba de él que había actuado como espía al servicio de los cristianos, aunque personalmente alardeaba de haberle sido tan leal al depuesto Boabdil, que fue éste quien le suplicó que no le acompañara al destierro, por temor a que los fanáticos musulmanes del norte de Marruecos le asesinaran.
—Yo únicamente sirvo a quien me paga —señaló en el momento de aceptar la propuesta del vizconde de Teguise—. Moros y cristianos son para mí la misma cosa, puesto que jamás he visto un solo maravedí que vaya a misa.