—¿Hasta cuándo? —musitó, al tiempo que se vendaba fuertemente la herida con un pedazo de tela que encontró entre los escombros—. ¿Hasta cuándo estoy condenado a llevar el mal a mis espaldas?
Apartó de un puntapié una de las gruesas esmeraldas que regaban el suelo, y trató de calibrar las posibilidades de rehacer la hermosa cabaña.
No existía ninguna.
La robusta pilastra central, de madera negra y casi un metro de diámetro, se había tronchado como una triste caña, y con ella se había venido abajo la techumbre destrozando los muros laterales, mientras una altísima palmera caía más tarde sobre lo poco que había quedado en pie convirtiéndolo en polvo.
El auténtico milagro era seguir con vida.
El río, estremecido al igual que la tierra, había enviado sus olas por encima de la mayoría de las islas, y su cauce, por lo general limpio y tranquilo, aparecía ahora infestado de maleza, árboles e incluso hinchados cadáveres de bestias que se alejaban lentamente corriente abajo.
—¡Muzo nos odia!
Se volvió a observar a Quimari, que era quien lo había dicho sin dejar de sollozar por ello.
—¡Tonterías! —replicó, aproximándose—. Esto no es cosa de los dioses. Es un simple terremoto.
—La tierra sólo se mueve si los dioses se irritan.
—Aunque así fuese —admitió, sin ánimos de enzarzarse en una discusión que carecía de sentido—. Nada tiene que ver con vosotras.
—Todo tiene que ver con nosotras —sentenció Ayapel, sin mover un músculo—. Pero, ¿qué fue lo que hicimos mal?
—Tocarle.
El canario temía esa respuesta, y no le sorprendió, por tanto, que Quimari se mostrase tan segura de sí misma.
—No tuvo importancia —señaló—. Y no sabíais lo que hacíais.
—No. No lo sabíamos, y no tenía importancia. Pero más tarde sí lo sabíamos y sí tenía importancia.
—Pero no volvió a ocurrir.
—No. No volvió a ocurrir.
—¿Entonces?
—Yo deseaba que ocurriese.
—¡Oh, vamos, Quimari…! —se encrespó el gomero—. ¿Crees que porque tuviste un mal pensamiento tus dioses han sido capaces de organizar semejante desastre?
—Un mal pensamiento nuestro es peor que un crimen de cualquier otro —fue la respuesta—. Estamos consagradas a Muzo. Cuidamos su sangre.
—¿Sangre? ¡Majaderías! No son más que piedras verdes. Bonitas, pero piedras.
—¡Calla! —intervino Ayapel—. Se enfurecerá aún más.
—¿Aún más? —se asombró
Cienfuegos
—. ¡Como no me deje embarazado…!
—¿Es que nunca respetas nada?
—Respeto muchas cosas —replicó él de mala gana—. Sobre todo a vosotras, y me niego a que os dejéis abatir por lo que no es más que un accidente. —Paseó de un lado a otro como un oso enjaulado—. Se movió la tierra… ¡De acuerdo! Nos dio un susto de muerte y lo mandó todo a hacer puñetas…! ¡De acuerdo también! Pero de ahí a sentirse culpables, media un abismo.
Le observaron con la expresión de quien ha llegado a la conclusión de que se enfrenta a alguien que no habla su propia lengua y jamás podrá entenderle, y tras un largo silencio Ayapel pidió serenamente:
—¡Déjanos solas! Necesitamos pensar.
—No quiero que penséis.
—Tenemos que hacerlo… —El tono de su voz no admitía réplica—. ¡Por favor…!
El isleño comprendió que nada podía hacer por ellas de momento, y se alejó refunfuñando para ir a tomar asiento al otro lado de la isla, a observar la sucia laguna y la terrible desolación que ofrecía un paisaje hasta unas horas antes sereno y apacible.
—¡Mierda! —masculló—. Mierda para Muzo, Akar o quien quiera que sea quien se divierte jodiéndome la vida. ¡Ahora que me sentía tan a gusto…!
Tenía conciencia de que aquélla había sido la mejor época que recordaba en mucho tiempo, y aún le costaba admitir que parecía haber concluido de improviso, pero el sufrido gomero tenía ya tanta y tan amarga experiencia acumulada, que no podía engañarse haciéndose la vana ilusión de que todo podía continuar como hasta entonces.
Los pacabueyes eran, sin duda, gente pacífica y hospitalaria, pero eran también, y sobre todo, gente profundamente supersticiosa, y lo más probable era que muy pronto se planteasen la posibilidad de que el pelirrojo extranjero maloliente tuviera parte de culpa en lo ocurrido.
—Me temo que aquí tengo menos futuro que gorrino en Navidad —se dijo—. Será cuestión de cambiar de aires.
Se tumbó cara al cielo, que era lo único limpio y en orden que se ofrecía a la vista, y dos horas más tarde le sorprendió descubrir que había sido capaz de quedarse dormido pese a la gravedad de sus problemas, por lo que se puso en pie de un ágil salto animado de aquel invencible espíritu que le permitía encarar alegremente las más adversas circunstancias.
Quimari y Ayapel apenas se habían movido del lugar en que las dejara y, enfrentándose a ellas, exclamó alegremente:
—¡Me voy!
—¿Por qué?
—Porque los pacabueyes querrán matarme.
—¡Eso es absurdo! —sentenció Ayapel—. ¿Por qué habrían de hacerlo?
—Porque intenté robar las «yaitas» y Muzo se enfureció haciendo temblar el mundo.
—¡Pero eso no es cierto!
—Yo lo sé. Y vosotras también… Pero los pacabueyes no, y por lo tanto lo creerán. —Sonrió como si se tratase de una divertida broma—. Me buscarán y os dejarán en paz… ¡Es más! Ganaréis prestigio.
—¿Estás insinuando que debemos mentirle a nuestra propia gente?
—Tan sólo quiero encontrar una forma de resolver la situación… —Se acuclilló frente a ellas y las observó con afecto—. Yo os aprecio —añadió—. Y me consta que si no lo hacemos así vuestra posición aquí resultaría muy difícil. ¿Adónde iríais? ¿Quién cuidaría de vosotras? —Acarició la mano de Quimari—. El mejor regalo que puedo haceros es escapar.
—¿Y si te cogen?
—¿Los pacabueyes? —inquirió, burlón—. ¡Ni en un año de perseguirme!
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque los conozco. Le tienen miedo a la selva, y podría tenerlos el tiempo que quisiera dando vueltas por ella sin encontrar ni rastro.
—Aunque así fuera… —terció Quimari, con su dulce voz de siempre—. No es justo que cargues con nuestras culpas.
—Te repito que la culpa es sólo mía —replicó el gomero con firmeza—. Incluso había elegido ya las piedras que pensaba llevarme.
—¡Mientes! —señaló Ayapel, segura de sí misma.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Te conozco.
—Nadie conoce a los ladrones cuando los tiene en su propia casa y los aprecia.
—Leí lo que estaba escrito sobre ti en la «yaita».
—¿Y la «yaita» no te dijo que soy ambicioso? ¿Qué sabéis vosotros lo que es ambición, ni cómo se comporta la gente de mi raza? Eso no podías leerlo en ninguna «yaita». —Abrió la mano y mostró una inmensa esmeralda, la mayor y más hermosa que había encontrado entre las ruinas de la cabaña—. ¡Mira! —añadió desafiante—. ¿Te convences ahora?
Sembró la duda en ellas, o al menos ellas permitieron que la sembrara, por lo que al poco se inclinó a besarlas dulcemente e, introduciéndose en el agua, comenzó a nadar sin prisas dejando que la corriente le arrastrara.
Poco después se volvió a contemplar la isla en que se había sentido tan dichoso durante tan corto espacio de tiempo, se aferró a un tronco que flotaba e inició una vez más un largo camino sin retorno.
Cuando abandonó la amplia laguna, adentrándose en lo que era ya cauce del río propiamente dicho, se sentía apenas poco más que uno de aquellos aterrorizados monos a los que el terremoto había arrojado al agua bruscamente, y que al igual que él aparecían aferrados a un tronco, empapados y temblorosos, sin atreverse siquiera a preguntarse adónde les conduciría aquella arriesgada travesía tan poco apetecible.
Al caer la tarde decidió buscar la protección de un playón solitario rodeado por una espesa maleza impenetrable, descubriendo entonces que incluso su mísero taparrabos había desaparecido en el agua, por lo que consideró que había descendido hasta el último escalón de su condición de ser humano, ya que se encontraba desnudo, descalzo, desarmado, hambriento, perdido y tal vez perseguido por toda una tribu de furiosos indígenas en algún remoto lugar desconocido y olvidado de los dioses de un continente que carecía de nombre.
Y para colmo, echaba profundamente de menos a Quimari-Ayapel.
En semejantes circunstancias cualquier otro se hubiese desquiciado, atacado por esa invencible demencia que se apodera de quienes se pierden en los ardientes desiertos, los eternos hielos, o las espesas selvas, pero al gomero
Cienfuegos
ya nada conseguiría transtornarle, sino que, más bien por el contrario, las mil y una penalidades vividas habían curtido su ánimo a tal punto que cuanto más adversas parecían las condiciones de la lucha, más capacitado se sentía para enfrentarse a ellas.
Se transformó, por tanto, una vez más en una especie de ser irracional atento únicamente a sobrevivir a toda costa, y para conseguirlo no encontró mejor fórmula que olvidar su mundo interior e incluso sus recuerdos, para concentrar hasta el último de sus sentidos en la ardua tarea de evitar que el hambre, las bestias o los enfurecidos pacabueyes que le culparían de la destrucción de todo cuanto tenían, le borraran de una vez por todas de la faz de la tierra.
¿Qué habría hecho en aquellos momentos su buen amigo y maestro, el diminuto Papepac?
Para El Camaleón la mejor defensa había sido siempre volverse invisible hasta que llegara el momento de pasar a la acción, y teniendo como tenía muy presentes sus enseñanzas, el isleño, lo primero que hizo fue cavar un hoyo en la arena del playón, enterrarse en él y cubrirse el rostro con las anchas hojas de un arbusto grasiento cuyo repelente hediondez alejaba incluso a los insectos.
Vencidas las primeras arcadas que producía la nauseabunda pestilencia, su olfato concluyó por acostumbrarse a ella, por lo que pudo dormirse con la absoluta seguridad de que ningún hombre conseguiría descubrirle ni ninguna fiera de la selva localizarle por su olor.
Le despertó un rumor de voces.
Amanecía, los pacabueyes andaban ya en su busca y los espió mientras cruzaban a tiro de piedra de su escondite, reconociendo, incluso a dos muchachitos de los que antaño acudían a la puerta de su choza a escuchar extrañas historias del Viejo Mundo.
Llevaban el rostro pintado de blanco, habían dejado de cubrirse con anchas túnicas, y blandían sus armas al tiempo que lanzaban roncos gritos de guerra, lo cual sirvió para tranquilizarle, pues sabía por experiencia que quien se encamina al combate de tal guisa no representa a la larga un gran peligro.
En la selva,
Cienfuegos
temía al guerrero silencioso y solitario, capaz de camuflarse tal como él sabía hacerlo y aparecer de improviso donde menos se espera, y resultaba evidente que los pacabueyes eran por naturaleza un pueblo agrícola y poco amigo de la guerra al que años de paz habían anquilosado.
En campo abierto y frente a un enemigo de parecidas características tal vez habrían tenido alguna remota posibilidad de salir victoriosos, pero intentar atrapar a alguien tan experimentado y escurridizo como llegaba a serlo él en la espesura, constituía, sin lugar a dudas, una empresa que se encontraba fuera de su alcance.
Los dejó pasar y se internó luego unos metros en la jungla en procura de bayas y raíces de las que había aprendido a alimentarse en momentos difíciles.
Tuvo suerte al conseguir atrapar una iguana aún aturdida por la catástrofe que había arrasado su hábitat, devorándola cruda sin el menor síntoma de repugnancia, para ocultarse luego entre unos helechos de la orilla del río, consciente de que una infinita paciencia se convertía en aquel momento en su mejor aliado.
Vio pasar dos grupos más de animosos guerreros, y tres días más tarde asistió al regreso, aguas arriba, de la totalidad de unas tripulaciones que bogaban ahora con aire de suprema fatiga, sin fuerzas ya para seguir cantando, pero pese a ello aún aguardó a la llegada de la noche antes de lanzar de nuevo el tronco al río y dejarse arrastrar por la corriente.
Esta le llevó mansamente a través de intrincadas selvas, estrechas gargantas y extensas praderas que más bien parecían un pedazo de Europa, y cuando al fin le depositó en una gigantesca ciénaga por la que se extendía en millones de brazos, comprendió que había dejado definitivamente atrás el país de los pacabueyes, y debía enfrentarse ahora a peligros totalmente diferentes.
Cienfuegos
había oído contar a Ayapel que sus vecinos y eternos enemigos, los chiriguana, eran gente feroz y poco hospitalaria; «sombras verdes», traidoras y acechantes de las que en verdad le preocupaban, puesto que el repelente paisaje de altos árboles, aguas poco profundas y aislados islotes de tupida vegetación apenas comunicados entre sí por fangosos senderos, constituía ciertamente un lugar idóneo para tender seguras emboscadas y acabar sin peligro con el intruso más avispado.
«Sombra verde» venía a significar hombre habituado a mimetizarse en la foresta; cazador invisible que no sigue el rastro de su pieza, sino que prefiere aguardar paciente a que se ponga a tiro de su arma, la mayor parte de las veces una larga cerbatana de dardo emponzoñado.
El isleño comprendió de inmediato que el generoso río que con tanta eficacia le había alejado del peligro pacabuey había concluido por precipitarle en una mortífera trampa.
Se concedió a sí mismo, como siempre, tiempo sobrado para estudiar sus nuevas circunstancias, y ese tiempo y su natural astucia acabaron por ofrecerle la solución que tanto estaba necesitando.
Si «sombra verde» equivalía a «cazador solitario que aguarda a un enemigo por lo general desconfiado», resultaba evidente que no cabía la posibilidad de intentar atravesar su territorio utilizando sus propias armas, sino que, por el contrario, se hacía imprescindible actuar de un modo absolutamente diferente.
Se fabricó, por tanto, una inmensa maza de piedra que era en verdad un arma impresionante, desgajó la gruesa y dura corteza de un árbol envolviéndose en ella del cuello a la cintura, se protegió la cabeza con un gigantesco coco verde que adornó con plumas de modo que semejaba el casco de un gladiador romano, y con su metro noventa de estatura y su portentosa fortaleza, echó a andar cantando a pleno pulmón, consciente de que los chiriguanas no se habían echado a la cara jamás una visión tan estrambótica.
Estaba convencido de que ningún posible enemigo osaría enfrentársele cara a cara, ya que casi les doblaba en peso y corpulencia, y confiaba en que la chapucera coraza que se había agenciado rechazara los dardos envenenados, lo cual, unido al desconcierto que sin duda producía su inesperada presencia y su ronco vozarrón, le brindaba al menos la esperanza de contar, de momento, con el inestimable factor de la sorpresa.