Tras enterarse de la muerte de su padre, "Gordo" Charlie Nancy vuela a Florida a su entierro. Tras ello, una vieja amiga de la familia le comunica que no sólo su padre era un Dios, Anansi, sino que además tiene un hermano. Y que cuando quiera saber de él, sólo tiene que preguntarle a las arañas. Anansi, el dios araña, es el dueño de los cuentos. Se los robó un día al Tigre, que desde entonces busca venganza por la humillación a que le sometió Anansi.
De vuelta a Inglaterra, la irrupción de su hermano Araña en su vida provoca que el mundo real y el mundo de los dioses se entremezclen. La tranquila y ordenada vida de Charlie se ve trastocada por acusaciones de desfalco, asesinatos, fantasmas, viajes a exóticas islas y la intervención de todo el universo mágico y mitológico de los antiguos dioses animales. Su hermano se instala en su casa, en una magnífica habitación que amplía en ridículo su modesto
Neil Gaiman
Los hijos de Anansi
ePUB v1.3
OZN04.04.12
Ya sabes lo que pasa, coges un libro, lo abres por la dedicatoria, y descubres que, una vez más, el autor le ha dedicado el libro a otro que no eres tú. Esta vez no. Porque todavía no nos conocemos.
Nos conocemos de vista / estamos locos el uno por el otro / no nos vemos desde hace tiempo / estamos de algún modo emparentados / nunca llegaremos a conocernos, pero a pesar de ello, espero, pensaremos siempre con cariño el uno en el otro...
Éste es para ti. Con lo que tú ya sabes y por lo que probablemente ya sabes.
El autor quisiera aprovechar esta ocasión para llevarse la mano al sombrero y saludar respetuosamente a los fantasmas de Zora Neale Hurston, Thorne Smith, P.G. Woodehouse y Frederick Tex Avery.
En el que se habla, sobre todo, de nombres y de lazos de familia
Esta historia comienza, como casi todas las cosas, con una canción.
Al principio sólo existían las palabras, y llegaron acompañadas de una melodía. Así es como se creó el mundo, como la nada fue dividida, como la tierra y el firmamento y los sueños, los dioses menores y los animales, todos ellos, tomaron forma corpórea.
Fueron cantados.
Los grandes animales cobraron vida también al ser cantados, una vez que el Cantante hubo creado los planetas, los montes, los árboles, los océanos y los animales más pequeños. Fueron cantados los abismos en los confines del mundo, y los paraísos, y también las tinieblas.
Las canciones permanecen. Perduran. Una canción puede convertir en bufón a un emperador o derrocar dinastías. Seguirá viva mucho tiempo después de que los hechos que narra y sus protagonistas se hayan transformado en polvo y sueños, condenados al olvido. Tal es el poder de una canción.
Pero las canciones tienen, además, otras utilidades. No sirven sólo para crear mundos o recrear la existencia. El padre de Gordo Charlie Nancy, por ejemplo, se iba a servir de ellas en aquel momento para pasar lo que él esperaba y deseaba que fuera una maravillosa velada fuera de casa.
Antes de que el padre de Gordo Charlie entrara en el bar, el barman tenía la impresión de que aquella noche de karaoke iba a ser un completo fracaso, pero, entonces, aquel tipo bajito entró muy ufano en el local y pasó por delante de la mesa de un grupo de mujeres rubias, quemadas por el sol y sonrientes, típicas turistas, que estaban sentadas junto al pequeño escenario improvisado en un rincón. Se tocó el sombrero a modo de saludo —llevaba un sombrero fedora, impecable, de fieltro verde con ala curvada, y guantes amarillo limón— y luego se acercó a la mesa. Las chicas le recibieron con una risita tonta.
—¿Se divierten, señoras? —preguntó.
Ellas siguieron riendo y le respondieron que sí, que lo estaban pasando muy bien, gracias, y que estaban allí de vacaciones. Él les dijo: «La cosa se va a poner aún mejor, esperen a ver».
El tipo era mayor que ellas, bastante mayor, pero era la gracia personificada, parecía sacado de otra época en que la cortesía y los buenos modales todavía significaban algo. El barman se relajó. Con alguien así en el bar, la noche se daría bien.
Hubo karaoke. La gente bailó. El hombrecillo salió a cantar, subió al improvisado escenario, y no una vez, sino dos. Tenía una bonita voz, y una sonrisa aún más espléndida, y sus zapatos relucían al bailar. La primera vez que subió al escenario, cantó
What's New Pussycat?
La segunda vez que subió, le arruinó la vida a Gordo Charlie.
Gordo Charlie sólo fue gordo unos cuantos años, desde poco antes de cumplir los diez —que fue cuando su madre anunció a los cuatro vientos que si había alguien de quien no quería volver a saber nada en toda su vida (y si el caballero en cuestión tenía algo que objetar al respecto se podía meter sus objeciones exactamente por donde ya sabéis) era de aquel viejo fantoche con el que había cometido el desgraciado error de casarse, y que tenía intención de largarse a la mañana siguiente muy lejos de allí, y que más le valía no intentar siquiera ir tras ella— hasta los catorce años, edad en la que Gordo Charlie dio un estirón y empezó a hacer más ejercicio. No estaba gordo. A decir verdad, ni siquiera estaba rellenito, simplemente su contorno tenía un aspecto un tanto fofo. Pero ya nunca pudo deshacerse del sobrenombre de Gordo Charlie; era como un chicle pegado en la suela de una zapatilla. Él se presentaba como Charles o, recién cumplidos los veinte, como Chaz o, por escrito, como C. Nancy, pero era inútil: su apodo terminaba por abrirse paso, se infiltraba en aquella nueva etapa de su vida del mismo modo que las cucarachas se cuelan por las rendijas y salen de detrás de la nevera invadiéndolo todo en una cocina nueva y, le gustara o no —que no le gustaba— acababa siendo otra vez Gordo Charlie.
Ello se debía, estaba convencido, irracionalmente convencido, a que había sido su padre quien le había puesto aquel mote, y cuando su padre te adjudicaba un nombre, te quedabas con él.
Había un perro que vivía en la casa de enfrente, en Florida, en la calle donde creció Gordo Charlie. Era un bóxer de pelo castaño, con largas patas y orejas de punta que, por su cara, parecía seguir siendo un cachorro que se hubiera dado de bruces contra una pared. Andaba con la cabeza erguida y el muñón del rabo bien tieso. Era, sin lugar a dudas, un aristócrata de la raza canina. Había llegado a competir en varios concursos. Tenía medallas como el Mejor de Raza y Mejor de Grupo e incluso una que lo reconocía como el Mejor de la Muestra. Aquel perro ostentaba con orgullo el nombre de
Macinrory Arbuthnot Campbell VII
, y sus dueños, en la intimidad, le llamaban
Kai.
Así fue hasta el día en que el padre de Charlie el Gordo, sentado en el desvencijado columpio del porche de la casa familiar, bebiendo una cerveza, se fijó en el perro que andaba de acá para allá en el jardín de enfrente, entre la palmera a la que estaba atado y la valla.
—Menuda cara de lelo tiene ese perro —dijo el padre de Gordo Charlie—. Igualito que el amigo ese del pato Donald. ¡Eh,
Goofy
!
[1]
Y el que una vez fuera el Mejor de la Muestra de repente dio un patinazo y ya no volvió a ser el mismo. Para Gordo Charlie fue como si desde ese momento viera al perro a través de los ojos de su padre, y lo viera lelo de verdad, bien mirado. Casi parecía mentira.
No pasó mucho tiempo antes de que el mote corriera de boca en boca por toda la calle. Los dueños de
Macinrory Arbuthnot Campbell VII
se rebelaron, pero era como escupir contra el viento. Hasta los extraños le daban palmaditas en la cabeza al otrora orgulloso bóxer, diciendo: «Hola,
Goofy.
¿Qué tal, chico?». Sus dueños dejaron de presentarlo a concursos poco tiempo después de aquello. Ya no tenían valor para hacerlo. «Tiene cara de lelo», sentenciaban los jueces.
Los motes acuñados por el padre de Gordo Charlie eran definitivos. Sin más.
Pero aquélla estaba lejos de ser la peor cualidad de su padre.
Habían sido varias, a lo largo de la infancia de Gordo Charlie, las cualidades candidatas al título de peor: su ojo estrábico y sus igualmente inquietas manos, a juzgar por lo que decían las jovencitas del vecindario, que trasladaban sus quejas a la madre de Gordo Charlie, armándose entonces la marimorena; los pequeños cigarros negros que solía fumar y que él llamaba puritos, cuyo olor se quedaba impregnado en cualquier cosa que el hombre tocara; su afición a una peculiar variante del claque, en la que se arrastran los pies y que debió de estar de moda, sospechaba Gordo Charlie, durante una media hora en el Harlem de los años veinte; su total y obstinada ignorancia de lo que ocurría en el mundo, combinada con su aparente convencimiento de que las comedias televisivas eran auténticos reportajes de una hora sobre las vidas y peripecias de la gente normal. De entre todas éstas, en opinión de Gordo Charlie, ninguna era, por sí sola, la peor cualidad de su padre, aunque, sumadas todas ellas, representaban lo peor de él.
Lo peor del padre de Gordo Charlie era sencillamente una cosa: le avergonzaba.
Sin duda, todos los padres son motivo de vergüenza para sus hijos. Son gajes del oficio. La naturaleza misma de todo padre es avergonzar a sus hijos por el mero hecho de existir, del mismo modo que la naturaleza de los hijos a cierta edad es morirse de vergüenza, ruborizarse hasta las orejas y padecer un infierno tan sólo con que sus padres les dirijan la palabra por la calle.
El padre de Gordo Charlie, sin embargo, lo había elevado a la categoría de arte, y disfrutaba con ello del mismo modo que disfrutaba gastando bromas, bromas que iban de lo más sencido —Gordo Charlie jamás olvidaría la primera vez que le hizo la petaca en la cama— a la sofisticación más inimaginable.
—¿Por ejemplo? —preguntó Rosie, la prometida de Gordo Charlie, una noche en que Gordo Charlie, que no solía hablar de su padre, intentaba explicarle, a trompicones, por qué estaba tan convencido de que invitar a su padre a la boda era una idea espantosamente mala. Estaban en una pequeña taberna de la zona sur de Londres. Hacía ya muchos años que Gordo Charlie había llegado a la conclusión de que siete mil kilómetros con el océano Atlántico de por medio era la única distancia prudente entre él y su padre.
—Pues... —respondió Gordo Charlie, y por su mente desfilaron un montón de recuerdos humillantes que le provocaron una sucesión de calambres en los dedos de los pies. Se decidió a contarle uno de ellos—: Pues verás, cuando me cambié de colegio, siendo todavía un crío, mi padre me contó lo mucho que le gustaba el Día del Presidente cuando era niño, porque existe una ley según la cual, ese día, a los niños que van a la escuela disfrazados de su presidente favorito les premian con una enorme bolsa llena de chucherías.
—Una bonita ley —dijo Rosie—, ya me gustaría a mí que existiera una parecida en Inglaterra.
Rosie no había salido nunca del Reino Unido, sin contar un viaje organizado a una isla situada, creía ella recordar, en algún lugar del Mediterráneo. Tenía los ojos castaños, de mirada tierna, y buen corazón, aunque la geografía no era precisamente su punto fuerte.
—No es una bonita ley —replicó Gordo Charlie—, no es una ley, de hecho. Se lo inventó todo. Es más, ese día es festivo en casi todos los estados, pero ni siquiera en los que no lo es existe la tradición de ir disfrazado como tu presidente favorito. No hay ninguna ley del Congreso sobre premiar con una bolsa de golosinas a los niños que se disfracen, ni determina en ningún sentido tu futura popularidad en la escuela o en el instituto el presidente que escojas; casi todos optaban por los más obvios, Lincoln, Washington o Jefferson, pero los que tenían más posibilidades de aumentar su popularidad eran los que elegían a John Quincy Adams, Warren Gamaliel Harding u otros por el estilo. Y trae mala suerte hablar de ello antes del Día del Presidente. Quiero decir, no es así, pero él decía que sí.