Trinidad, a proa se abre el mar,
y el mar se cierra a popa.
Con temporal de frente
o buen viento a la espalda
todo es lo mismo,
aunque todo es diferente,
y donde quiera que esté
tu voz me llama eternamente.
… Trinidad: no importa el rumbo
ni tampoco el destino.
No importa el puerto,
ni tampoco el peligro.
Importa el mar
e importa el horizonte,
importa el sabor a sal,
y me importa tu nombre…
… Trinidad, a proa se abre el mar,
y el mar se cierra en popa…
Una vez más, la vieja canción marinera que aprendiera a bordo de la
Marigalante
se convirtió en su himno de guerra, y en verdad que más de una «sombra verde» debió quedarse helada —más sombra y más verde que nunca—, temblorosa y rogando interiormente a todos sus dioses que el extraño monstruo apocalíptico que avanzaba a enormes zancadas, bamboleándose como un ogro de cuento infantil, al tiempo que lanzaba desafinados alaridos, no tuviese la mala ocurrencia de descubrir el mísero escondite desde el que modestamente intentaba sorprender a un triste mono o una pacífica danta, pues resultaba evidente que aquella mala bestia aulladora sería muy capaz de partirle en dos con su terrorífica maza de piedra.
Si alguno tuvo intención de lanzarle un dardo envenenado, o le tembló el pulso o le faltó el resuello a tal punto que el proyectil debió acabar cayéndole a los pies, y sabido es que durante varias generaciones los nativos de la región dibujaron en cuevas y rocas figuras de gigantes cubiertos de casco y peto que los investigadores de siglos posteriores quisieron atribuir a la presencia de seres extraterrestres de una remota invasión precolombina.
Y es que a decir verdad, el gomero
Cienfuegos
y su extraña indumentaria debieron antojársele a los pobres aborígenes un ser de otro planeta que desembarcaba en la tierra hambriento de carne humana.
No resultó extraño, por tanto, que cuando al fin descubrió una especie de villorrio o campamento, éste ofreciese todo el aspecto de haber sido abandonado precipitadamente, por lo que, consecuente con su papel de gigante sanguinario, y convencido de que el terror era su mejor aliado en aquellos momentos, se esforzó por vencer la repugnancia que sentía, para apoderarse de un pobre mono atado a un poste, arrancarle violentamente la cabeza y devorarlo haciendo que la sangre le corriera por el pecho, seguro como estaba de que desde la cercana espesura cien ojos le acechaban.
Pero no cometió el error de detenerse, pues sabía que una cosa era pasar de largo, espantando a la gente, y otra muy distinta invadir sus hogares, y en cuanto le llegó claramente el corto llanto de un niño horrorizado, se alejó lanzando eructos, chapoteando en los charcos y blandiendo su arma con el aire de quien ha decidido perdonarle la vida a una miserable pandilla de inofensivos desgraciados.
En cierta manera, al canario le divertía su nuevo papel de monstruo, aunque sabía a ciencia cierta que no podía durar, puesto que por muy desconcertados que se encontraran los chiriguana, pronto acabarían por reaccionar teniendo en cuenta que al fin y al cabo se enfrentaban a un único enemigo.
El, por su parte, se enfrentaba a otros muchos en aquellos pantanos plagados de caimanes, anacondas, arañas y mosquitos, pero quien le hacía sufrir todas las penas del infierno era una incontable pléyade de voraces sanguijuelas que se le aferraban a los tobillos en cuanto se veía obligado a vadear un brazo de agua.
Arrancarlas significaba arrancarse también un pedazo de carne, por lo que no le quedó otra opción que encender fuego, hacerse con una brasa y llevarla siempre al rojo a base de soplarla, para aplicársela a la cabeza a los asquerosos parásitos apenas le apresaban.
Pasó la noche acurrucado en la copa de un frondoso «paraguatán» que se alzaba solitario en mitad de una laguna poco profunda, teniendo como vecinos a una familia de «garzones-soldado» de blanco plumaje, largo pico y aspecto de alguaciles malhumorados que no se mostraron en absoluto satisfechos por su presencia, y dejó que transcurriera parte de la mañana en su escondite, aguardando paciente a que fueran los indígenas los primeros en dar señales de vida.
Tal como imaginaba, una larga noche de reflexión había hecho que los chiriguana decidieran dejar de comportarse como solitarias «sombras verdes» frente a un gigante acorazado contra el que ningún poder tenían sus dardos envenenados, en vista de lo cual avanzaban ahora en un compacto grupo, armados de largas y afiladas lanzas de negra madera, dispuestos al parecer a precipitarse en masa sobre la bestia apocalíptica en cuanto consiguieran localizarla.
¿Cómo podía caber en sus primitivos cerebros que el ogro vociferante del día anterior fuera capaz de transformarse de pronto a su vez en «sombra verde»?
El objetivo que
Cienfuegos
se había propuesto en un principio había sido alcanzado; los papeles se habían invertido y ahora eran ruidosas partidas de guerreros las que vagaban tontamente por la ciénaga, mientras él se disponía a poner en práctica las enseñanzas de su inimitable maestro Papepac.
Aguardó, con la paciencia de un perezoso, a que los monos dejaran de agitarse en los árboles, las ardillas recuperaran la calma, y las loras cesasen de chillar; se cercioró plenamente de que sus enemigos se habían alejado, y tan sólo entonces abandonó su refugio y reanudó la marcha esforzándose por no dejar atrás ni una sola huella de su paso.
Cada quinientos metros se detenía, sin embargo, ocultándose de nuevo y escuchando.
Tres veces los supo cerca, aunque ninguna de ellas significaron un serio peligro, y cuando el sol se inclinó lo suficiente como para convertir el pantano en un gris universo sin relieves, abrigó el convencimiento de que había conseguido salir con bien de aquella prueba.
Al mediodía siguiente, la ciénaga y sus amenazantes «sombras verdes» eran sólo un recuerdo.
Retumbó el cañón.
El
Milagro
, al pairo a poco más de una milla de una costa árida y polvorienta por la que corría libremente un viento cálido y seco, aguardó paciente todo el día respuesta a su llamada, pero los atemorizados guajiros cuyas miserables chozas de caña se desperdigaban sin orden ni concierto por la abrasada península que llevaría más tarde su nombre, no sólo no se atrevieron a hacer acto de presencia, sino que, por el contrario, optaron por adentrarse aún más en su áspero territorio, desapareciendo entre los altos cactus, como si en verdad se los hubiera tragado la tierra.
—No debe ser éste, a buen seguro, el «Paraíso Terrenal» que el Almirante afirma haber descubierto durante su último viaje —señaló Don Luis de Torres, observando con aire aburrido la agreste costa—. Más bien se me antoja la antesala del infierno de Dante.
—¿Qué infierno…? —quiso saber el desconcertado Bonifacio Cabrera.
—«El Infierno de Dante»; Dante Alighieri, un italiano.
—¿Tan malo fue que necesitaba un infierno para él solo?
—¡No seas bestia, rapaz! —le recriminó el converso—. Dante fue un gran escritor y su
Divina Comedia
, uno de los mejores libros que jamás se han escrito.
—¿Lo ha leído?
—¡Naturalmente!
—¿Ha leído muchos libros?
—Muchos. Aunque no todos los que quisiera.
—La señora se pasa la vida leyendo… —comentó el renco tras rumiar largamente la respuesta—. Pero lo cierto es que no acabo de entender qué placer o beneficio se obtiene de ello. ¿Os importaría explicármelo?
—Nos esperan largos meses de travesía —replicó el otro con manifiesta ironía—. Pero dudo que basten para hacer comprender a una cabeza de atún como la tuya para qué sirven los libros. —Lanzó un hondo suspiro—.
Cienfuegos
era otra cosa; aprendió a leer y escribir en quince días.
—Pues en La Gomera tenía fama de bruto, y tener fama de bruto en La Gomera ya es la rehostia.
—En aquel tiempo no era bruto, sino inculto, que es distinto. Se había criado sin más compañía que las cabras y eso imprime carácter.
—Ya lo creo que imprime. Una vez le pegó un topetazo a un cerdo y lo tumbó patas arriba.
Una divertida carcajada les obligó a alzar el rostro hacia el puente de mando en el que acababa de hacer su aparición
Doña Mariana Montenegro
a tiempo de escuchar el comentario del cojo.
—Hacía tiempo que no os oía reír con tanto entusiasmo —señaló, satisfecho, el De Torres.
—Es que hacía tiempo que nada me recordaba a
Cienfuegos
con tanta claridad —fue la respuesta—. Partía almendras con los dientes y aplastaba nueces con dos dedos. Le creo muy capaz de tumbar a un cerdo de un cabezazo… —Sonrió, y se diría que lo hacía a sus más íntimos recuerdos—. Pero al mismo tiempo sabía ser la criatura más delicada de este mundo. —Señaló hacia tierra firme—. Daría mi mano derecha por saber si aún está vivo.
—¡Lo está!
—¿Cómo lo sabéis?
—Porque alguien tan amado no puede cometer el error de morirse.
—Eso es muy hermoso, Don Luis, pero como casi todo lo exageradamente hermoso, irreal, por desgracia.
—Nunca me habéis parecido en absoluto irreal.
La alemana se inclinó abanicando el aire en una elegante reverencia:
—Precioso cumplido, y como tal lo acepto, pero por desgracia después de aquel «Lázaro, levántate y anda», ninguna otra palabra le ha devuelto la vida a un hombre. Y yo empiezo a necesitar más que palabras; empiezo a necesitar alzar los ojos hacia la costa y ver a un muchacho pelirrojo agitando los brazos.
—Ya no será un muchacho.
—No. En efecto; ya no será un muchacho…
Podría creerse que la simple constatación de un hecho tan evidente entristecía dé improviso a
Doña Mariana
, quien se limitó a tomar asiento a la sombra de la toldilla, a contemplar en silencio el continente que mantenía secuestrados todos sus sueños.
En los últimos días se había visto obligada a preguntarse con demasiada frecuencia qué diablos hacía embarcada en tan absurda aventura, puesto que cuanto más de cerca estudiaba el extenso universo que se abría ante la proa del navío, más clara noción tenía de que intentar encontrar allí a un hombre que ni siquiera sabía que le andaban buscando, era una empresa abocada al más rotundo fracaso.
Selvas, islas, desiertos, montañas y un calor insufrible parecían conformar aquella «Tierra Firme» de la que apenas conseguía entrever sus orillas, y se hacía necesario un auténtico milagro mucho mayor que aquella nave, para que se diera la casualidad de coincidir con el solitario
Cienfuegos
, pero como suele ocurrirle a muchas mujeres, Ingrid Grass había convertido su necesidad de encontrar a su amante en una auténtica obsesión contra la cual resultaba inútil luchar.
Temía, y con razón, que su improbable triunfo fuera a la larga casi tan negativo como su prevista derrota, ya que si por casualidad lograba reunirse de nuevo con aquel niño grande al que una vez se había entregado en cuerpo y alma, éste sería ya, sin duda, un hombretón brutal y asilvestrado, puesto que los años pasados en soledad por aquellos hostiles parajes le habrían marcado de forma indeleble.
¿Pero qué justificación cabía darle a una existencia que de otro modo carecería de sentido?
Seguir o abandonar le atemorizaban por igual, puesto que en lo más íntimo de su ser la ex vizcondesa de Teguise tenía conciencia de que su momento de gloria había quedado atrás, llegando a su ocaso el mismo día en que las naves de Don Cristóbal Colón abandonaron la isla de La Gomera, llevando a bordo un polizón llamado
Cienfuegos
.
Allí debió dar por concluida la aventura limitándose a abandonar a un esposo al que no amaba para regresar a su Baviera natal, pero se empecinó en reanudar un romance imposible que cuanto más se esforzaba por resucitar más profundo enterraba.
Alzó la vista hacia el vigía de la cofa, que permanecía durante horas observando una costa vacía, tal vez preguntándose por qué razón una hermosa mujer que podía tenerlo todo, le obligaba a perder el tiempo tan miserablemente, y paseó luego la mirada de igual modo por el resto de una tripulación que vagabundeaba perezosa por cubierta leyendo en sus ojos la total falta de fe que tenían en tan fantasiosa empresa.
—¡Zarpamos! —dijo, al fin—. Aquí no hacemos nada.
El Capitán Salado, al que todo seguía importándole bien poco con tal de seguir a bordo de la más hermosa nave que jamás hubiera sido construida, se limitó a hacer un leve gesto a su segundo, que gritó roncamente:
—¡Izad la mayor! ¡Hombres a las anclas!
—¡Izando la mayor! ¡Hombres en las anclas! —replicó, al instante, el contramaestre.
Los que pescaban recogieron sus aparejos, los que dormían se alzaron de sus hamacas, los que jugaban a los naipes refunfuñaron, y a los pocos minutos la proa del
Milagro
comenzó a cortar el agua mansamente, ganando poco a poco velocidad rumbo al Oeste.
Yakaré, el estrábico cuprigueri que solía pasar las horas sentado sobre la botavara del palo de mesana permanecía atento una vez más a las idas y venidas de los marineros, fascinado por aquellos extraños seres barbudos cuya prodigiosa magia conseguía el portento de que una gigantesca choza flotase sobre las aguas y además se moviese.
El pequeño Haitiké, que se había convertido casi desde el primer momento en su inseparable compañero y en quien mejor le entendía, le iba explicando a su manera cómo funcionaba el mundo de los malolientes extranjeros, y a cambio de ello le hacía continuas preguntas sobre
Cienfuegos
.
—Todos hablan de él, pero nadie me aclara cómo es, porque le recuerdan de hace muchos años. Es mi padre, pero nunca le he visto… ¿Cómo es en realidad?
—Grande; fuerte, peludo y pelirrojo.
—Eso ya lo sé: ¿Pero cómo es como persona?
Aquélla resultaba una complicada pregunta para un guerrero cuprigueri que se había limitado a considerar al gomero un simple intruso poco grato, pero se sentía agradecido por la atención que le dedicaba el muchacho, por lo que intentó recordar al gigantón que poco más de un año antes compartiera con él algunas de las más bellas muchachas del poblado.
—Valiente y tranquilo —señaló al fin—. Jamás le vi enfurecerse ni demostrar temor ante cosa alguna de este mundo. Luego, cuando se marchó en busca del «Gran Blanco», llegué a la conclusión de que estaba loco.