Por eso, de haber sido inquisidor no hubiese dudado en quemarle en la hoguera, y en su faceta de Pesquisidor Real tampoco dudó a la hora de acosarle, encerrarle y cargarle de cadenas.
Y sus odios, envidias, rencores y malquerencias, habían encontrado eco en muchos otros individuos igualmente sin imaginación, que, como el Capitán León de Luna, reconocían en Cristóbal Colón un ser superior a cuya sombra jamás florecerían.
El vizconde alentó y respaldó a un ladino Comendador a quien en el fondo despreciaba, escarbando astutamente en sus más bajos instintos, intrigando en su antesala y haciéndole temer aun mayores peligros de los que ya de por sí imaginaba, ansioso por ver entronizado como máxima autoridad de la isla a alguien de quien conocía sobradamente los puntos débiles, lo que le permitiría obtener el día de mañana incontables beneficios.
Con los Colón camino de Sevilla y sus partidarios ocultos y aterrados, el vacío de poder que lógicamente se había producido en el gobierno de la colonia, le colocaba en una situación privilegiada para ascender por el tortuoso sendero de la intriga, dejándole además las manos libres para llevar a cabo su venganza con el beneplácito «oficial».
Por todo ello, la inmensa Zoraida «a la que asustaban pocas cosas después de tantos años de dormir con marinos borrachos y soldados medio locos», sintió sin embargo un nudo en el estómago cuando sentada aquella tarde en la taberna de Los Cuatro Vientos comprendió que se enfrentaba a un rastrero canalla que no dudaría en cortarla en rodajas si llegaba a tener la más leve sospecha de que era una de las pocas personas de este mundo que tenía idea de dónde se encontraba en aquellos momentos
Doña Mariana Montenegro
.
—Si esto llega a oídos de esos dos marinos, capaz les creo de irse de la lengua —razonó esa noche a solas en la cama—. Y o mucho me equivoco, o este grandísimo hijo de perra, no tardará en averiguar que rondan por tabernas y burdeles. Así pues, lo mejor será volver a casa cuanto antes.
Convenció por lo tanto a cinco barraganas haciéndoles creer que el navío anclado en Jamaica pertenecía a un mallorquín que aguardaba el paso de los huracanes para regresar a la costa a «rescatar» perlas, y tras amontonar en el esquife cuanto le habían encomendado, se hizo a la mar un amanecer lanzando un suspiro de alivio.
Santo Domingo se había convertido más que nunca en un nido de víboras en el que todas las intrigas resultaban factibles, y no se sintió más tranquila, hasta que quedaron muy atrás sus últimos tejados.
Dos días más tarde avistaron el
Milagro
al pairo a sotavento de la roca, y en cuanto pisó Jamaica se llevó a
Doña Mariana
a un extremo de la playa para contarle con todo lujo de detalles cuanto había averiguado.
—¡León otra vez…! —se lamentó la alemana visiblemente afectada por la noticia—. ¿Hasta cuándo?
—Hasta que os arranque la piel a tiras, señora, tenedlo por seguro.
—¿Tanto dura el rencor?
—Yo diría que con el paso de los años se ha recrudecido convirtiéndose en la única razón de su existencia.
—Triste destino el mío, condenada a amar tanto y a ser al propio tiempo tan odiada. —El dolor que Ingrid sentía conmovió a la prostituta que incluso se atrevió a acariciarle con afecto una mano—. ¿Por qué los sentimientos nos juegan tan sucias pasadas?
—Precisamente porque son eso: sentimientos. Lo demás no cuenta.
Los días que siguieron constituyeron una dura prueba para
Doña Mariana Montenegro
, puesto que a la inquietante noticia de que su ex marido se encontraba tan cerca, se unía al hecho de empezar a temer por el éxito de su difícil empresa, y a la clara evidencia de que aquella disciplinada tripulación de la que tan orgullosa se sentía, había pasado a convertirse en una desarrapada pandilla de desvergonzados haraganes que dedicaban la mayor parte del tiempo a jugar, reñir, cantar, fornicar y emborracharse.
Había ordenado que las «muchachas» se establecieran en improvisadas cabañas, al otro extremo de la playa, quedándose ella a bordo del
Milagro
en compañía de Haitiké, el Capitán Salado, Bonifacio Cabrera, Don Luis de Torres y un par de centinelas, pero eso no le impedía advertir hasta qué punto en tierra sucedía todo aquello que iba en contra de su más arraigado sentido de la decencia.
—Una vez más hemos traído la corrupción al paraíso —se lamentó una noche especialmente calurosa en que el escándalo del burdel se deslizaba por la quieta bahía hasta perderse en mar abierto—. Juego, enfermedades, alcohol y putas es todo lo que llevamos con nosotros. Tanto como criticábamos a los Colón, y he aquí que apenas nos diferenciamos de ellos en la forma de hacer las cosas.
—Darle a unos hombres fatigados una merecida temporada de descanso, no significa necesariamente llevar la corrupción al paraíso —protestó Don Luis de Torres—. Cuando zarpemos todo volverá a ser como era.
—Hasta que vengan otros que actúen de igual modo. Y a ésos seguirán otros, y otros más, y llegará un día en que nadie distinguirá este mundo de aquel del que tanto nos quejábamos… —Permaneció un largo rato sumida en sus pensamientos y por último inquirió—: ¿Qué creéis que ocurrirá cuando el Almirante se presente ante la Reina cargado de cadenas?
—Lo ignoro, pero a fe que me gustaría estar presente.
—¿Por qué?
—Porque el Almirante es de la clase de hombres que aborrezco: servil con los de arriba y arrogante con los de abajo. Intentará mostrarse como una víctima de las intrigas de los envidiosos, pero al propio tiempo su desmedido orgullo le impulsará a rebelarse. Y los Reyes no son de los que aceptan rebeldías.
—¿Volverá a La Española?
—Lo dudo. Cuando los gobernantes dan un paso tan difícil como el que han dado, están obligados a mantener su posición aun en contra de sus más íntimos criterios. Es probable que Isabel y Fernando perdonen al Almirante, pero los Reyes, no.
—¿Tanta es la diferencia entre el ser humano y el monarca?
—Como solía decir mi viejo maestro Florián de Tolosa, «La corona no sólo ciñe la frente, ciñe también el corazón…, a condición de tenerlo».
—Doña Isabel lo tiene —sentenció la alemana.
—Puede que así sea —admitió el converso—. Pero está claro que el suyo es ante todo un corazón cristiano, capaz únicamente de albergar amor y compasión por los cristianos. Los judíos no tienen cabida en él.
—Estáis siendo muy duro. Como siempre.
—¿Duro yo? —se asombró el otro—. ¿Acaso no es cierto que trata mejor a estos salvajes idólatras de los que nada sabía hasta hace poco, que a un pueblo que, como el judío, tanto amor demostró por Castilla y de forma tan destacada contribuyó a su grandeza? ¿Qué diferencia existe entre un pagano y un judío? ¿Que el primero adora un pedazo de madera y el segundo al dios de sus antepasados? ¿Basta ese simple detalle para establecer tamaña discriminación? Unos son recibidos con los brazos abiertos, mientras a los otros se les expulsa del solar en que nacieron.
—Sabéis bien que no se trata tan sólo de un pedazo de madera o un dios de antaño. El problema tiene raíces mucho más profundas. Sobre todo políticas y económicas.
—Luego tenía razón «Maese» Florián de Tolosa…: «La Corona ciñe el corazón», y por lo que estamos viendo acaba por convertirlo en piedra.
Doña Mariana Montenegro
meditó cuidadosamente su respuesta, y por último, señalando las luces del burdel al final de la playa, señaló:
—Si yo, simple armadora de un pequeño navío con un puñado de hombres a mis órdenes, me veo obligada a aceptar algo que tan reñido está con mis convencimientos, ¿cómo puedo juzgar a quien reina sobre vastos imperios, y se ve sometida a terribles presiones? Lo único que podría hacer sería compadecerla.
—¿Compadecer a una reina? —se asombró el otro—. Por mucho que os trate siempre conseguís sorprenderme. Sois increíble…
—¿Por qué razón?
—Porque os veis obligada a ocultaros en un rincón de una isla salvaje, rodeada de putas y borrachos, acosada por un marido rencoroso, y sin saber a ciencia cierta si el hombre al que amáis aún sigue vivo, y aun así os atrevéis a insinuar que tendríais que compadeceros de la Reina de España. ¿No es fabuloso?
Ingrid Grass, ex vizcondesa de Teguise y ex señora de la isla de La Gomera, observó con especial detenimiento a su interlocutor, y acabó por lanzar una corta y divertida carcajada.
—Sí que es fabuloso… —admitió—. ¿Pero queréis saber la auténtica razón por la que me veo obligada a compadecerme de la Reina…? —Le guiñó un ojo con picardía—. Porque ella jamás tuvo oportunidad de conocer a
Cienfuegos
.
—¡
E
l mar!
—¿Esto es el mar?
Le sorprendió el despectivo tono de la vieja.
—¿Qué ocurre? ¿No te gusta?
—Esperaba otra cosa. —
Cu
se rascó pensativa la blanca y rala cabellera con gesto de desgana y añadió—: Tantos años oyendo hablar del mar, y resulta que no es más que agua.
—¿Qué otra cosa esperabas?
La indígena tomó asiento en una roca a observar cómo la pequeña Araya corría a mojarse los pies en las mansas olas que parecían rendirle un sincero homenaje, y tras librarse de la carga que significaba el cesto ya casi vacío, alzó el rostro hacia
Cienfuegos
.
—Esperaba ver tortugas. ¡Muchísimas tortugas!
—Están ahí; bajo el agua.
—¿Y de qué vale una tortuga bajo el agua? —quiso saber—. Yo tengo tres caparazones colgados sobre mi hamaca. Me despierto, los veo, y me recuerdan a mis tres hombres. Pero una tortuga bajo el agua, ni se ve, ni me recuerda a nadie.
—Tal vez esta noche salgan a poner huevos en la arena… —aventuró el gomero levemente amoscado.
—De noche, duermo. No me gusta la noche. Para salir de noche por mí pueden quedarse abajo… —Hizo una corta pausa—. ¿Dónde están las montañas?
—¿Qué montañas?
—Las del mar.
—El mar no tiene montañas.
—¡Pues vaya una mierda! —fue la espontánea exclamación—. Si no tiene montañas y no se ven las tortugas, ¿para qué diablos sirve?
—Para pescar. Y bañarse.
—En el arroyo de mi casa puedo bañarme. Y hay muchos peces… —Se rascó de nuevo la cabeza y añadió con desgana—. Tanta agua se me antoja un desperdicio inútil.
—¿Es que no te impresiona, ni te parece hermosa?
—Prefiero un araguaney en flor, un ciervo, o una altiva montaña. ¿Tú no?
El desconcertado cabrero llegó a la conclusión de que resultaba inútil tratar de convencer a alguien que no parecía dispuesto a ser convencido, y cuando se encontraba a punto de olvidar cualquier argumento en favor del mar que pudiera ocurrírsele, la voz de Araya concluyó por hundirle.
—¡Está salado! —exclamó la chiquilla escupiendo con desagrado el buche que se había echado a la boca—: ¡Es asqueroso!
—¡Lo que faltaba!
—¿Salado? —repitió
Cu
en el colmo del desconcierto—. ¿Quiere eso decir que además de todo, no puede beberse?
—¡Pues verás, yo…!
—¡Olvídalo! —El tono de voz de la anciana era de la más absoluta suficiencia—. Es así y así es… ¿Nos vamos?
—¿A dónde?
—¿Cómo que a dónde? Los dioses aseguraron que llegaríamos al mar y Araya viajaría a países lejanos donde llegaría a ser muy importante. —Hizo ademán de cargar de nuevo con el cesto—. Ya estamos en el mar —dijo—. Sigamos adelante.
—¿Cómo? No se puede caminar sobre las aguas.
—Iremos por las piedras.
—¿Es que no lo entiendes? Esto no es el arroyo de tu pueblo. El mar es muy profundo. Nos ahogaríamos.
—¡Tonterías…!
—¿Conque tonterías…? ¡Ve y compruébalo!
La incrédula y obstinada anciana no se hizo repetir la invitación, atravesando con paso firme la ancha playa para introducirse decididamente en el agua y seguir adelante hasta desaparecer por completo bajo las primeras olas.
Cienfuegos
tuvo que correr a rescatarla, cargándola en brazos para depositarla, tosiendo y refunfuñando, sobre la arena.
—¿Me crees ahora?
—¡Pues vaya una gracia! —fue la insistente protesta—. Y tiene razón Araya… ¡sabe a rayos!
El cabrero dudaba entre enfurecerse o romper a reír, y al fin optó por lo último dejándose caer junto a la vieja.
—¡Menudo personaje…! —exclamó—. ¿Qué quieres que hagamos ahora?
—Tú harás lo que quieras —fue la serena respuesta—. Y Araya también. Yo me vuelvo a casa.
—¿A casa? —se asombró él—. ¡Llevamos casi una semana caminando y pretendes volver a casa…! ¡Tú estás loca!
—Loca estaría si pretendiese atravesar esas aguas tan profundas… —replicó
Cu
serenamente—. Ya soy vieja, y será mejor que acabe donde pasé toda mi vida… —Hizo una corta pausa y añadió con amargura—. Tal vez tengas razón y un día regrese la gente de mi pueblo. —Se diría que estaban a punto de saltársele las lágrimas—. Y si no regresa, al menos me quedará la satisfacción dé saber que fui el último de sus miembros y esperé hasta el final.
Cienfuegos
señaló a la chiquilla.
—¿Y ella? —quiso saber.
—Tú la cuidarás.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Porque los dioses así lo quieren.
—¿Tus pequeños dioses inútiles?
—Más vale un pequeño dios inútil, que un gran demonio eficiente —fue la respuesta de la anciana que parecía recuperar su temple por minutos—. Araya está predestinada a grandes cosas —continuó—. Manténte a su lado, y tal vez te iluminen los rayos de su estrella.
—¡Falta me hace! —admitió el isleño lanzando una larga mirada a la chicuela que se entretenía en perseguir a un huidizo cangrejo—. A mi estrella, si es que alguna vez la tuve, no debía gustarle viajar y se quedó para siempre en La Gomera.
—La mía estará aún colgada sobre mi casa. —Sé puso en pie pesadamente—. Me voy.
—¿Así, sin más?
—¿Que más necesito que la decisión de marcharme?
Hizo un leve gesto de despedida con la mano a la niña con la que había compartido los últimos años de su vida, ésta se lo devolvió sin demostrar la más mínima extrañeza, y la anciana y encorvada indígena recogió su cesto, se lo cargó a la espalda y desapareció entre la espesa maleza que bordeaba la ancha playa.
—Jamás entenderé a esta gente… —masculló
Cienfuegos
extrañamente furioso consigo mismo—. Aprenderé sus lenguas, conviviré con ellos, pero jamás conseguiré averiguar qué diablos piensan exactamente. —Se volvió a la mocosa—. ¿Qué hacemos ahora? —inquirió en voz alta.