—Atrapar a estos bichos —fue la sencilla respuesta—. Corren para atrás como locos…
—Serán gomeros…
Pasaron más de una hora cogiendo cangrejos, y cuando al fin tomaron asiento sobre la arena a verlos hervir en una cazuela de barro, el cabrero inquirió interesado:
—¿No te importa que
Cu
se haya ido?
—Me importa —admitió ella con naturalidad—.
Pero es mejor así. Morirá pronto, y quiere hacerlo en su casa.
—¿La echarás de menos?
Negó con un brusco ademán de cabeza:
—Me enseñó a no hacerlo —dijo—. Siempre me repetía que siendo el último miembro de mi tribu, debía acostumbrarme a no necesitar a nadie ni volver nunca la vista atrás.
—Entiendo… —admitió
Cienfuegos
, aunque en realidad no estaba del todo seguro de si había captado el sentido exacto de lo que la mocosa había querido decir, y luego, lanzando una larga ojeada a la hermosa bahía flanqueada de palmeras, añadió—: No me gusta este sitio. En una playa parecida, los caníbales devoraron a dos de mis compañeros. Será mejor que busquemos un lugar más protegido.
—¿Hacia dónde?
Se encogió de hombros:
—Venimos del Sur. Al Norte está el mar, y al Este el río con sus pantanos y «sombras verdes»… Está claro que no nos queda otro camino que el Oeste.
Iniciaron la marcha, siempre a unos metros por el interior de la espesura, dejando a la derecha la ancha playa por la que hubieran sido vistos a gran distancia, alimentándose de huevos de tortuga, frutas y cangrejos a través de una región que continuaba siendo semidesierta, ya que durante los días siguientes no consiguieron distinguir más que una piragua con tres hombres que pescaban cerca de la costa, y una pequeña choza semioculta entre la maleza que presentaba todas las trazas de haber sido abandonada tiempo atrás.
Dos días más tarde alcanzaron un altivo promontorio que se adentraba en el mar, frente al que se divisaban a lo lejos tres islas diminutas, y tras bordearlo advirtieron que tenían que volver casi sobre sus pasos, pues el largo y afilado cabo no era en realidad más que el extremo de una estrecha península y fue allí donde lo descubrieron sobre un liso farallón de roca orientado al Sur, y donde el canario
Cienfuegos
le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué significa? —quiso saber Araya.
—No lo sé.
—¿Puede ser una señal de los dioses?
—No.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Porque los dioses lo hubiesen grabado a fuego en la roca y esto es pintura; simple pintura que debe llevar aquí ya varios meses. La lluvia ha empezado a borrarla. Lo han hecho los hombres.
—¿Qué clase de hombres?
—«Civilizados» desde luego —replicó el canario convencido—. Tal vez españoles.
—¿Pero qué significa? —insistió la chiquilla tercamente.
—Aún no lo sé —se impacientó el gomero—. Vete a buscar algo para la cena y déjame pensar.
Tomó asiento en una piedra, justo frente al extraño dibujo de casi tres metros de altura y dos de ancho; dedicando largas horas a intentar averiguar qué innegable mensaje contenía, pues no se le antojaba lógico suponer que alguien hubiera perdido tiempo y trabajo en ensuciar aquel aislado farallón sin una razón concreta.
Cuando por fin Araya regresó con dos hermosos peces que depositó a sus pies, la observó sonriente para señalar satisfecho de sí mismo:
—¡Ya lo tengo! —dijo—. Se trata de un barco.
—¿Un barco?
—Lo que usamos nosotros para caminar sobre el mar. Yo llegué en uno.
—¿Y cómo es que has tardado tanto en reconocerlo?
—Porque está pintado al revés.
—¿Al revés? —se extrañó la chiquilla, girando la cabeza para intentar descubrir lo que pretendía decirle.
—Exactamente —insistió
Cienfuegos
—. La quilla está hacia arriba, y la parte de abajo son las velas. ¡Está al revés!
—¡Qué tontería! ¿Por qué querría alguien pintar una cosa al revés?
—Para llamar la atención, y para obligar a pensar sobre el mensaje que está intentando dejar… —El isleño se mostraba entusiasmado con su razonamiento—. Si hubiéramos encontrado un barco al derecho, habría pensado que se trataba simplemente de alguien que se entretuvo en pintar un barco y nada más. Pero así, me ha dado a entender que quiere decirme algo.
—¿Como qué?
—Como que hay que darle la vuelta.
—Que un barco al que hay que darle la vuelta para verlo, debe ser un barco que va a volver… ¿Lo entiendes?
—No.
—Pues resulta muy sencillo. —
Cienfuegos
no abrigaba ya la menor duda de que estaba en posesión de la verdad, y no le importaba hacer partícipe a la muchacha de su hallazgo—. Este es un buen puerto, y aquí fondeó un barco que pretendía decirle —tal vez a otros barcos— que aunque se haya ido algún día regresará.
—¿Cuándo?
—Eso ya no lo sé.
—Puede tardar un año… O tres… ¡O cinco!
—Lo dudo. Quien lo pintó sabe que la lluvia y el viento lo borrarán en cuestión de meses y debe tener la intención de volver antes.
Araya le observó largamente, y por último inquirió con total inocencia:
—¿Son siempre tan complicados los «civilizados»?
—Sólo cuando tienen que demostrar su ingenio.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Esperar.
—¿Y si te has equivocado y no vuelve nunca?
—¡Volverá!
El gomero parecía tan convencido de lo que decía, que dedicó el resto de la tarde a buscar una cueva de difícil acceso casi en la cima del acantilado, explorando en días sucesivos los alrededores hasta cerciorarse de que el lugar continuaba estando despoblado y no se advertían rastros de vecinos molestos.
Totalmente tranquilo en cuanto se refería a la seguridad, optó por emplear su tiempo en disfrutar del mar y la quieta ensenada, y en enseñar castellano a la avispada mocosa que tan absurdamente había pasado a formar parte de su vida.
Las aguas, las altivas palmeras y la cercana selva, les proporcionaban todo el alimento que necesitaban, pues tanto Araya como él habían aprendido a sobrevivir sobre el terreno, turnándose al propio tiempo en la vigilancia desde lo alto del acantilado, atentos siempre a la llegada de un navío cristiano o a la posible aparición de hostiles aborígenes.
Estos últimos acudieron por dos veces a bordo de largas piraguas desde las que se entretuvieron en estudiar con especial detenimiento el extraño dibujo del farallón de roca, pero ni Araya ni
Cienfuegos
se dejaron ver, ni los nativos parecieron tener intención de desembarcar, por lo que la existencia en aquel perdido rincón del universo resultó tan agradable y pacífica como si se encontraran de vacaciones en un hermoso balneario europeo.
La lluvia, torrencial con frecuencia, conseguía que el barco invertido se fuera desdibujando hasta convertirse en poco más que una confusa mancha, pero una serena tarde en la que el sol descendía sobre las lejanas islas de poniente, y poco antes de que la pintura desapareciese por completo, Araya llegó jadeante y apuntó hacia lo lejos.
—¡Ya viene! —dijo.
Treparon juntos a lo más alto del espigón de roca, y en efecto allí estaba, aunque fuera apenas un punto blanco que se movía muy despacio en el horizonte, como si no tuviera prisa alguna por aproximarse a una costa que muy pronto se encontraría completamente cubierta por unas sombras que ocultarían sus rocas y bajíos.
Durmieron arriba, a la intemperie pese al violento chaparrón que cayó a medianoche, demasiado excitados como para regresar al refugio de la cueva, y ansiando más que nunca la llegada del día.
Amaneció sin prisas.
A sus espaldas, el sol remoloneó más de la cuenta sin decidirse a cumplir con su obligación de dar luz a la Tierra, y cuando desperezó sus primeros rayos sobre las quietas aguas, fue a herir una vela que comenzaba a izarse para que el altivo navío que había pasado la noche al pairo, pudiera tomar el viento de través y aproximarse a la costa sin peligro.
Cienfuegos
, inquieto, lo observaba.
El Capitán León de Luna convenció a la bella Fermina Constante para que le acompañara en su aventura de colonizar las costas de Paria y la isla de Trinidad según la Encomienda que al fin había obtenido del severo Gobernador Bobadilla, pese a que éste no se mostró muy feliz con la idea de perder demasiado pronto a su más fiel subordinado.
—Todo está en calma —había sido el último argumento esgrimido por el vizconde de Teguise para vencer su tenaz resistencia—. Y con los Colón en España, mantener una guardia personal haría creer al pueblo que aún teméis a sus escasos partidarios.
—¿Y Francisco Roldán?
—Ese es un problema en el cual no entro, Excelencia. No vine a las Indias a enfrascarme en revueltas y alzamientos, sino a protegeros del Almirante. Cada uno de esos hombres me cuesta mucho dinero, y quiero emplearlo en encontrar a una persona, no en combatir rebeldes —su voz sonaba firme—. Fue nuestro trato.
El Comendador, que se había convertido en dueño indiscutible de la isla, habituándose con sorprendente rapidez al hecho de que sus órdenes fueran obedecidas en el acto, advirtió cómo un ramalazo de ira le recorría la espalda, pero lo dominó consciente de que el Capitán De Luna no era alguien a quien se pudiese negar cuanto se había prometido.
—Está bien —admitió por fin de mala gana—. Tendréis esa Encomienda. ¿Cuándo pensáis partir?
—En cuanto apareje el
Dragón
.
—¿Qué barco es ése?
—Una nao flamenca, ya algo vieja pero muy resistente, que le he comprado a un menorquín. La armaré con falconetes y lombardas y me haré a la mar de inmediato.
—¿No exigís ya justicia para vuestro caso?
—Poca justicia puede hacerse sobre quien no está en la isla —fue la lógica respuesta—. Lo que ahora reclama mi atención, es Paria y Trinidad.
Si el Gobernador Francisco de Bobadilla sabía o sospechaba que el vizconde mentía y su verdadera intención era buscar a su fugitiva esposa, no tuvo a bien hacérselo notar, y como astuto político que era consideró que resultaba mucho más conveniente mantenerse en buenas relaciones con alguien que siempre podía serle de utilidad en caso de apuro.
—Id con Dios entonces —se limitó a señalar—. Y mantenedme al tanto de vuestros pasos.
Obtenido el permiso, armado el barco con más de una docena de piezas de artillería, y contratados cuarenta marineros que venían a unirse a la veintena de matones que se había traído de Sevilla, al vizconde de Teguise tan sólo le quedaba por ajustar el precio de aquella ambiciosilla barragana, que calculó muy por lo alto a cuanto podrían haber ascendido sus ganancias en caso de quedarse a atender cómodamente a su habitual clientela dominicana.
—Os cobre lo que os cobre, mal negocio haréis —le advirtió no obstante Baltasar Garrote a su jefe—. Embarcar a sesenta hombres con una sola puta, es como pegar la santabárbara al mamparo de la cocina. Pronto o tarde revienta.
—Yo soy dueño, armador y primera autoridad a bordo —le recordó el vizconde—. Y el hecho de que sea también el único que disponga de una mujer, reforzará mi liderazgo como el del gran macho en una manada.
El impasible
Turco
, que había pasado la mayor parte de su vida entre moros pero conocía a la perfección el retorcido carácter castellano, era más bien de la opinión de que exhibir de forma tan peculiar la autoridad, rayaba en provocación y prepotencia, pero como había jurado ser fiel a quien le pagara sin discutir sus órdenes, se limitó a ajustarse el largo turbante y olvidarse del tema hasta el día en que los acontecimientos vinieran a recordárselo.
«Poco velamen para tanta verga… —musitó para sus adentros al ver cruzar por cubierta a una Fermina Constante seguida por la ávida mirada de cien ojos—. Y poco se dé culos, o el de este putón va a conseguir que más de uno acabe colgando de los mástiles.»
El maloliente «Piloto de Derrota», denominación con la que el vizconde de Teguise quiso dejar bien claro que el capitán del barco se encontraba bajo su mando, y que era una especie de diminuto oso peludo que, respondía al acertado nombre de Justo Velloso, fue así mismo de la opinión que semejante zorrastrón cuartelero no podría acarrear más que disgustos, pero como su única misión a bordo era la de hacer navegar aquel achacoso trasto, y sabía por experiencia que más jalaba pelo de coño que maroma de atraque, se limitó a intercambiar una mirada de complicidad con Baltasar Garrote, e inquirir tranquilamente:
—¿Zarpamos rumbo a Paria, señor?
—Zarpamos sin rumbo —fue la sorprendente respuesta del De Luna.
—¿Y eso?
—Buscamos un barco…:
El Milagro
.
Nuevamente Justo Velloso alzó el rostro hacia
El Turco
, y ante su manifiesta indiferencia optó por rascarse la descuidada barba que le nacía casi bajo los párpados para ordenar en tono impersonal al timonel:
—Proa al Sur.
La nao flamenca, en cuyas bodegas aún perduraba el inconfundible hedor que impregnaba cualquier barco que hubiese realizado tan sólo un viaje «negrero», abandonó por tanto la desembocadura del río Ozama e inició su andadura con el pesado cabecear y el desapacible balanceo de los viejos navíos de poco calado, demasiada obra viva y exceso de velamen.
Para quien lo pilotaba, testigo presencial meses atrás de la botadura del
Milagro
, la sola idea de intentar atraparlo con un pesado armatoste de más de cuatrocientas toneladas y difícil maniobralidad, significaba tanto como perseguir a una gacela montando un rinoceronte, pero como le pagaban por meses de navegación y no por barcos capturados, optó por cerrar su casi invisible boca y preocuparse tan sólo de que aquel viejo
Dragón
no se durmiera.
Corría el mes de febrero del año 1501, y aunque la temporada de huracanes había quedado supuestamente atrás, el mar no aparecía todo lo tranquilo que el Capitán De Luna hubiese deseado, y fue por ello por lo que los primeros días los pasó encerrado en su camarote, vomitando hasta la leche que le diera su ama de cría, y maldiciendo la pésima ocurrencia que había tenido de perseguir personalmente a su aborrecida esposa.
Para colmo de desgracias, la pizpireta Fermina Constante no parecía sentirse en absoluto afectada por el balanceo o la pestilencia del navío, tal vez porque estaba acostumbrada a agitarse mucho más y a soportar los hedores de incontables «clientes», por lo que se dedicaba a exhibirse provocativamente, acosada por el silencioso deseo de muchos de quienes conocían de antiguo la firmeza de sus carnes y la innegable calidad de sus «servicios».