Decidimos que regresar al Lido a descansar y cambiarnos es una pérdida de tiempo, de modo que desembarcamos en San Marco. Como mi bolso parece un bolso de viaje, el lavabo del Monaco me servirá de vestidor. En más de una ocasión me han socorrido sus comodidades de percal en color aguamarina y melocotón. Sentada frente al espejo, no sé cómo me pongo a pensar en Nueva York, en el número 488 de la avenida Madison y en Herman Associates, en la época en la que bajaba toda cargada a la ciudad desde el norte del estado cuatro días por semana para escribir los textos de los anuncios publicitarios y «aprender el oficio». A los Herman les encantaría saber que he cruzado el mar para casarme con el desconocido y sería mérito suyo, por haber estimulado, hace mucho tiempo, mi espíritu aventurero. Después de todo, fueron ellos los que me enviaron a presentar una campaña publicitaria al gobierno de Haití pocas semanas después de la huida de Baby Doc.
Recuerdo los dos hombres de vaqueros grasientos y amplia sonrisa que me hicieron atravesar la pista de aterrizaje hasta una furgoneta cubierta de grafitos y me condujeron, sin decir una palabra y sin orden ni concierto, a través de las escenas más tristes de desesperación humana y de los paisajes de belleza natural más impresionantes que he visto en mi vida. Al final de aquella primera noche, me acosté en mi cama de hotel bajo una mosquitera remendada, aspirando el aire espeso y dulce y escuchando los tambores. Igualito que en las películas, salvo que ningún agente de la Interpol canoso y con esmoquin blanco se metió en mi habitación sin que nadie lo viera para reclutarme como cómplice de ninguna traición nocturna.
No vi a ninguna otra estadounidense ni europea durante la semana que pasé en Haití; las demás agencias de Nueva York enviaron a muchachos jóvenes sin experiencia, vestidos de azul oscuro. Un oficial de la policía también formaba parte del comité turístico. Tuvo la amabilidad de apoyar su arma automática sobre la mesa y se sentó a mi lado. Mi mano rozaba la correa de cuero del arma cada vez que cogía una hoja de papel. Comencé el trabajo bastante nerviosa, pero fui adquiriendo fuerza, incluso impulso, y regresé a Nueva York con la cuenta.
Ahora, sentada delante de este espejo, recuerdo que casi todas las tardes, después de trabajar, salía corriendo de la oficina de la avenida Madison para ir a sentarme unos minutos delante de otro espejo, el del lavabo de Bendel's. Una dosis de urbanidad, antes de coger el autobús de las cinco y cincuenta y siete para regresar a Poughkeepsie, pasar a buscar a los niños, cocinar, cenar, hacer los deberes, bañarlos y las prolongadas ceremonias de meterlos en la cama.
—Mamá, ya sé de qué me voy a disfrazar para Halloween —decía Erich todas las noches a partir de julio.
—Buenas noches, señor. Buenas noches, mi niña.
Hace tanto tiempo. No hace tanto tiempo. ¿Qué estoy haciendo aquí sin ellos? ¿Por qué no habrá ocurrido esto hace quince o veinte años? Me lavo la cara; me cambio los zapatos; en lugar de la camisa negra de hilo, me pongo una blanca y amplia de
voile
. Me pongo perlas en las orejas. Es de noche en Venecia y al dulce desconocido le encantan las perlas, conque añado también un collar. Opium.
El eterno camarero del Monaco es Paolo, mi querido Paolo, el mismo que, ocho meses antes, el día que no pude acudir a mi primera cita con Fernando, me había llenado las botas de papel de periódico. Nos conduce afuera, a la terraza, al brillo del crepúsculo que va madurando poco a poco. Nos sirve vino frío y nos dice: «
Guardate
. Mirad», mientras señala con la barbilla el grabado a media tinta, el Canaletto, vivo delante de nosotros en la sonrosada despedida del sol. Aquel retablo cotidiano lo llena de alegría y lo sorprende. Paolo jamás puede ser viejo para mí.
Al otro lado del canal hay un edificio bajo: la aduana marítima de los últimos días de la república; se alza sobre la laguna apoyado en millones de pilotes de madera y, en lo más alto de la torre de piedra del edificio, dos Atlas gemelos sostienen una gran esfera dorada, un pedestal para la Fortuna, la diosa de todos los destinos. ¡Qué hermosa es! Una brisa tímida intenta ahora bailar con ella y delgados fragmentos de luz se convierten en ella.
—
L’ultima luce
. La última luz —nos decimos el uno al otro como una plegaria.
—Prométeme que siempre estaremos juntos con la última luz —dice Fernando, aunque no necesita promesa alguna.
Si pudiera darte Venecia por una sola hora, sería esta hora. Te sentaría en esta silla, sabiendo que Paolo está cerca, preocupándose por tu comodidad, sabiendo que la noche que viene a robar aquella fastuosa última luz también se llevará tus penas. Así es como sería.
—Vayamos a pie hasta Sant'Elena —propone.
Cortamos por la Piazza y nos dirigimos hacia el Ponte della Paglia, pasamos junto al Ponte dei Sospiri, llegamos a la Riva degli Schiavoni, pasamos por el Danieli y por otro puente, junto a una estatua de bronce de Vittorio Emmanuele a caballo y por otro puente, delante del Arsenale.
—¿Cuántos puentes faltan? —pregunto.
—Solo tres. Después en barco desde Sant'Elena hasta el Lido, un kilómetro a pie hasta el apartamento y ya está —dice.
Esta vida no es apta para pusilánimes.
Al cabo de dos días, Fernando se va al banco. No tengo ni familiares ni amigos, mi conocimiento del idioma es escaso y a menudo tortuoso y mis bases son solo dos: una especie de calma filosófica, esa sensación de «refugio portátil», y mi dulce desconocido. Soy libre para empezar a colorear este «espacio nuevo, limpio y recién desenvuelto» que parece ser mi vida.
Tenemos pensado emprender una restauración fundamental del apartamento después de la boda. Vamos a cambiar la superficie de las paredes y los techos, poner ventanas nuevas, reconstruir por completo el cuarto de baño y la cocina, buscar muebles que nos gusten… Por ahora, nos limitaremos a una rápida transformación de los ambientes, con mucho estropajo y muchas telas. Fernando me dice que cuente con Dorina, su
donna delle pulizie
, la señora de la limpieza. ¿De la limpieza? ¿Y qué ha limpiado?
Dorina llega a las ocho y media de la primera mañana que estoy sola. Es una mujer voluminosa y hace mucho que no se baña; tiene sesenta y pocos años y cambia su delantal a rayas por otro delantal a rayas que lleva en una bolsa de la compra roja y arrugada, junto con un par de zapatos de taco alto, a los que les han quitado la parte posterior. Se desplaza con un cubo de agua turbia y va de una habitación a otra con el mismo cubo de agua turbia y el mismo estropajo inmundo. Pregunto a Fernando si no podemos buscar a alguien con más energía, pero se niega, diciendo que Dorina lo ha acompañado muchos años. Me gusta que sea fiel a Dorina. La cuestión es mantenerla lejos del cubo, buscarle otra cosa para hacer: las compras, remendar, planchar, quitar el polvo. Puedo acabar la limpieza bautismal antes de que ella regrese. Dispongo de trece días y en realidad no tengo que fregar toda la Tierra. Puedo acabar en cuatro días, tal vez cinco. Recuerdo mi consigna nocturna en Saint Louis: «desherbar, fregar y excavar hasta llegar a China».
Fernando contribuye con una demostración de cómo se usa la abrillantadora para el suelo, que a mí me parece más un prototipo de una escúter vertical. Aunque es ligera de peso, no puedo controlar su velocidad y hace conmigo lo que le da la gana y me sacude, hasta que pregunto si hace falta casco para hacerla funcionar. No le parece gracioso. Que ni él ni Dorina hayan tenido ocasión de usarla no disminuye el valor que el aparato tiene para él.
—Esto representa lo máximo en tecnología italiana —dice el desconocido con grosería.
Después de que el aparato lo lleve corcoveando por todo el salón, lo guardamos sin decir nada y ya no he vuelto a verla. Seguro que algún día se la dio a Dorina para que se la llevara a su casa.
A la mañana siguiente, salpico por todas partes agua con vinagre y lavo los suelos con una fregona nueva, verde, con cabeza de hilos. Echo unas gotas de un líquido marrón acre de una lata que lleva la etiqueta «Marmi Splendenti», mármoles resplandecientes, y saco brillo a los suelos patinando sobre ellos, con los pies envueltos en los sobres blandos de fieltro que Fernando usa a modo de zapatillas. Después de muchas pasadas, los mármoles empiezan a brillar. Me escuecen los músculos de los muslos. Aunque no resplandecen del todo, los suelos color antracita con vetas de color ladrillo me parecen hermosos y estoy ansiosa por continuar. Sin embargo, a Fernando no le ocurre lo mismo. Cada fase del trabajo lo apena y después se encoge de hombros con un entusiasmo moderado. Hacemos excavaciones en el terreno, tamizándolo todo con interés antropológico, arrodillados junto a armarios enmohecidos y réplicas de baúles. En uno de ellos encuentro un juego de cincuenta y cuatro casetes, con las cubiertas de plástico intactas, titulado
Memoria e Metodo
, «Memoria y método», que promete «ordenar la mente».
—
Accidenti
—dice—, vaya, lo había estado buscando por todas partes.
Todas las noches liberamos al apartamento de una capa más de su pasado; Fernando pone ojos de pájaro moribundo y baja a sacar la basura con aire fúnebre. Es él quien alienta esta limpieza provisional, que, no obstante, lo angustia. Desea el progreso, pero sin cambios.
Empiezo a establecer rituales de supervivencia. En cuanto Fernando se marcha por la mañana, me baño y me visto; evito el ascensor y bajo corriendo por las escaleras, paso junto a la trol, salgo por la verja y giro a la izquierda (poco más de diez metros), hasta el umbral de Maggion, que huele a levadura y está cubierto de azúcar: es una
pasticceria
minúscula y gloriosa, cuyo pastelero habitual tiene el aspecto que debería tener un hombre de jengibre si fuera un angelito. En su interior, casi me invade el fervor de la alegría.
«Y esta pastelería queda al lado de mi casa», pienso.
Elijo dos
cornetti
de albaricoque, unas preciosidades crujientes que parecen cruasanes bruñidos, y me como uno de camino al bar para beber un capuchino (menos de cincuenta metros) y el otro de camino a indagar en el
panificio
, la panadería (sesenta metros; tal vez menos), donde compro doscientos gramos de
biscotti
al vino, unas galletas crujientes hechas con vino blanco y aceite de oliva, semillas de hinojo y cáscara de naranja. Me digo que serán mi comida del mediodía. En realidad, son para comer mientras paseo por la orilla del agua, a lo largo de la franja de arena castigada por el mar que constituye la playa privada del Hotel Excelsior. Aunque Fernando me asegura que puedo atravesar el vestíbulo y salir por las enormes puertas de cristal de atrás y bajar al mar sin que nadie me diga nada, prefiero pasar por encima de la pared baja de piedra de una terraza que da al mar y bajar por el borde del muro de contención hasta las orillas marrones y húmedas del Adriático. Me acerco aún más al fervor.
«Tengo el mar enfrente de mi casa», pienso.
En verano y en invierno, bajo la lluvia, envuelta en pieles, en una toalla y, de vez en cuando, en la desesperación, todos los días durante tres años de mi vida recorreré a pie este tramo del Adriático.
Vuelvo a subir las escaleras para trabajar y vuelvo a bajar dos o tres veces más por la mañana: para tomar un
espresso
, para inhalar aire que no huela a humedad y para comprarle al angelito de jengibre una o tal vez dos tartaletas de fresa. Las salidas y los regresos son registrados por la trol y su pandilla, todas uniformadas con batas floreadas. Lo único que nos decimos es
buon giorno
. Ya he perdido la esperanza de que me dé la bienvenida la anciana de medias negras y no estoy tan segura del poder de la ternura y el chocolate amargo.
En el apartamento hay un equipo de música, pero los únicos casetes que hay, aparte de
Memoria e Metodo
, son —¡cómo no!— de Elvis y de Roy, de modo que canto. Canto de pura alegría por otro comienzo. Me pregunto cuántas casas habré hecho y cuántas más haré. Dicen algunos que cuando acabas tu casa es hora de morir. Mi casa no está acabada.
Al tercer día, casi he terminado de fregar y estoy lista para empezar con las compras. Fernando quiere que escojamos todo los dos juntos, de modo que, cuando acaba su jornada laboral, voy a buscarlo al banco y nos vamos a Jesurum a comprar sábanas gruesas de color ocre, un cubrecama, un edredón, todos con orlas bordadas de veinte centímetros. Compramos montones de toallas de manos y de baño blancas y gruesas, adornadas con encaje color chocolate con leche, un ocre más intenso para un mantel de damasco bordado y servilletas grandes como paños de cocina. Todo esto cuesta más que un piano de media cola, pero por fin habrá frivolidades en la guarida del desconocido.
Otro día compramos un precioso cobertor de encaje color marfil en una
bottega
cercana al Campo San Barnaba. Con nuestro tesoro en la mano, recorremos a pie unos cuantos metros y giramos en la esquina hasta una barcaza, un mercado flotante de frutas y verduras que, en alguna reencarnación, se ha balanceado junto a la Fondamenta Gherardini todos los días durante setecientos u ochocientos años. Compramos un kilo de melocotones. Encaje y melocotones y la mano del desconocido al alcance de la mía. Qué agradable. Pienso en esta escena mientras arrugo y sujeto el encaje a la lámpara de techo del dormitorio, tensando bien los bordes y sujetándolos a los postes de la cabecera de la cama. Ya tenemos un
baldacchino
, una cama con dosel. Ya tenemos un tocador.
Un florero de cristal azul cobalto que encuentro bajo el fregadero de la cocina queda precioso con las ramas de
Forsythia
que le he comprado a la florista del
imbarcadero
. Lo que antes era un cenicero extravagante, un plato grande y cuadrado del mismo azul, contiene ahora alcachofas que cabecean en sus tallos largos y gruesos y limones que se aferran todavía a sus hojas y sus ramitas. Ciruelas Reina Claudia, del color de la hierba joven, se apilan en una cesta que viajó de Madeira a Nueva York, de Nueva York a California, de California a Missouri y, recientemente, de mi casa hasta aquí, a Italia. Los libros cubren estanterías de vidrio limpísimas, donde antes vivían aviones a escala rotos y toneladas de viejos periódicos rosados, la
Gazzetta dello Sport
. Pongo una veintena de fotos con marcos de plata sobre la tapa recién encerada y tapizada de lo que parece un espléndido arcón de pino, que él llama
cassapanca
. Dice que su padre la hizo traer desde Merano, la ciudad que queda en el límite con Austria, donde antes vivía la familia y donde nació Fernando.