Cuando me toca a mí, empiezo a hablarle de algunos acontecimientos importantes de mi vida: cuando nos mudamos de Nueva York a California, anécdotas sobre el período breve y terrible que pasé en el Instituto Culinario Americano de Hyde Park, sobre mis viajes por motivos gastronómicos a las zonas más remotas de Francia e Italia para buscar una comida o un vino perfectos. Todo parece la evolución de un caso social y, al cabo de una lista breve de enumeraciones, me doy cuenta de que nada de esto importa ahora y que todo lo que he hecho y he sido hasta este minuto ha sido un preámbulo. Incluso en estos primeros días que pasamos juntos, tengo muy claro que lo que siento por el desconocido ha acabado con todas las demás aventuras de mi vida. Ha cambiado de lugar a todas las personas y las cosas a las que pensaba que me estaba acercando o de las cuales me estaba alejando. Amar a Fernando es como una sola sacudida fuerte de las piedras que me permite interpretar todo lo que en alguna ocasión me ha desconcertado y a veces incluso me ha torturado. No pretendo comprender estos sentimientos, pero estoy dispuesta a dejar que lo inexplicable siga siendo sagrado. Parece que yo también he tenido mi propia dosis de vendajes como reliquia de familia. Es increíble lo que un hombre tierno puede hacer para abrir un corazón.
Viene conmigo a la cafetería todas las mañanas, ayuda con la segunda hornada, pica romero y echa harina en la Hobart. Le encanta extraer la
focaccia
del horno con la pala de madera y aprender a sacudir el pan caliente y plano para echarlo con destreza en las rejillas para que se enfríe. Siempre preparamos uno pequeño especial para nosotros y lo ponemos a hornear en la parte más caliente del horno, para que salga tan tostado como las avellanas. Lo rompemos con impaciencia y nos lo comemos cuando todavía está humeando, quemándonos los dedos. Dice que le encanta mi piel cuando huele a romero y a pan recién hecho.
Por las tardes, si tengo que entregar una columna o algo que discutir con mi editora, pasamos por la oficina del periódico. Paseamos por Forest Park. Cenamos en la cafetería o vamos a Balaban's o al Café Zoe y después a los clubes de jazz del centro. No entiende mucho de geografía y ha tardado tres días en convencerse de que Saint Louis queda en Missouri. Dice que ahora comprende por qué sacó de quicio al agente de viajes de Venecia cuando intentaba reservar un billete para Saint Louis, Montana. De todos modos, sugiere que vayamos a pasar el día al Gran Cañón o que vayamos a comer a Nueva Orleans.
Una noche regresamos tarde de cenar en Zoe. Habíamos hablado mucho sobre la vida cuando mis hijos eran pequeños. Cojo de mi escritorio una cajita de anafalla verde que contiene fotografías y busco una para enseñarle la casa de Lane Gate Road en Cold Spring, Nueva York, que todos queríamos tanto. Sentado junto al fuego, el desconocido pasa las estampas antiguas. Me siento a su lado y veo que siempre regresa a una foto en la que estoy acunando en mis brazos a una Lisa recién nacida. Dice que tiene un rostro muy dulce y que se parece mucho a la cara que aparece en sus fotografías de adulta, a su rostro de mujer. Me dice que mi rostro también es dulce y que Lisa y yo nos parecemos mucho. Me dice que ojalá me hubiese conocido entonces y que ojalá pudiese acariciar el rostro que era mío en aquella fotografía antigua.
El desconocido me empieza a desabrochar el
bustier
. Tiene unas manos preciosas, grandes y cálidas, que me rozan la piel buscando a tientas entre el encaje suave. Empieza a quitar las migas de mi escote, entre mis pechos.
—
Cos'è questo?
¿Qué es esto? Aquí llevas un registro de todo tu día. Tenemos pruebas de las tostadas de centeno quemadas, de dos o puede que tres clases de galletas,
focaccia
, un
brownie
de moca: lo llevas todo aquí, archivado dentro de tu ropa interior —dice, a medida que va probando los trocitos reveladores. Me echo a reír hasta que empiezo a llorar y él dice—: Y esas lágrimas… ¿Cuántas veces lloras al día? ¿Siempre estarás llena de
lacrime e briciole
, de lágrimas y migas?
Me apoya sobre la felpa fresca de mi cama y, cuando me besa, pruebo mis propias lágrimas mezcladas con vestigios ínfimos de jengibre.
«¿Siempre estarás llena de lágrimas y migas?» Recuerdo su pregunta mientras lo observo dormir y pienso que es un anciano sabio. Pues sí: las migas son el símbolo eterno de mi desaforado picoteo y mi pecho constituye un buen anaquel para recogerlas. También son bastante constantes mis lágrimas. Lloro con tanta facilidad como sonrío, ¿alguien me puede decir por qué? Algo que viene de hace mucho tiempo y me sigue raspando dentro. Algo que está en mi interior. No son aquellas lágrimas nocturnas que escuecen y que a veces sigo derramando por las viejas heridas. «Que se ponga de pie aquel de vosotros que no conserve nada de sus heridas», dijo una noche mi amigo Misha después de un vodka doble. Uno de sus pacientes se acababa de pegar un tiro con una pistola con mango de perlas.
La mayor parte de las veces lloro de alegría y asombro, más que de dolor. El gemido de una trompeta, el aliento cálido del viento, el tintineo del cencerro de un cordero descarriado, el humo de una vela que se acaba de extinguir, el alba, el crepúsculo, la luz de una hoguera, la belleza cotidiana. Lloro por la forma en que nos embriaga la vida y puede que también, un poquito, por lo rápido que pasa.
No ha pasado ni una semana cuando yo, que nunca me engripo, me despierto un día muy engripada. Hace años que no pillo ni siquiera un resfriado, pero ahora, precisamente ahora, cuando tengo a este veneciano en mi cama de seda rosa, ardo de fiebre, tengo la garganta en llamas y la piedra de cincuenta kilos que me obstruye el pecho no me deja respirar. Empiezo a toser. Trato de recordar lo que tengo en el botiquín para aliviarme, pero sé que solo contiene vitamina C y una botellita aceitosa de un bálsamo infantil que llevo conmigo desde Nueva York, hace diez años.
—Fernando, Fernando —digo con una voz ronca que sale de la estrechez ampollada de mi garganta—, creo que tengo fiebre.
En aquel momento, yo todavía no comprendo que la palabra, el concepto de «fiebre», evoca la peste en el alma de los italianos. Creo que este fenómeno es la manifestación de un recuerdo medieval. Donde hay fiebre, seguro que hay una muerte lenta y enconada. Salta de la cama, repitiendo
«febbre, febbre»
, y después regresa de un salto a la cama y me pone las manos en la frente y en la cara. Dice la palabra
febbre
cada tres segundos, como si fuese un mantra. Apoya su mejilla, todavía caliente por el sueño, en mi pecho y repite el mantra más aprisa. Dice que mi corazón late muy rápido y que eso es mala señal. Me pregunta dónde guardo el termómetro y, cuando le digo que no tengo, por primera vez le veo poner cara de sufrimiento. Le pregunto si la falta de termómetro supone la ruptura del trato.
Sin preocuparse por la ropa interior, se enfunda los vaqueros y un jersey, como si se vistiera para hacer una obra de misericordia. Me pregunta cómo se dice
termómetro
en inglés, pero, como la pronunciación se parece mucho al italiano, no distingue entre las dos palabras. Se la escribo en un
post-it
y añado «Tylenol y algún antigripal». Reírme me hace mucho daño, pero río de todos modos. Fernando dice que la histeria es habitual en estos casos. Mira si lleva dinero.
Tiene liras y dos Kruger Rand de oro. Le digo que en la farmacia solo aceptan dólares y se lleva las manos a la cabeza, mientras dice que no hay tiempo que perder. Se abriga con la chaqueta, se envuelve en su bufanda, se encasqueta el gorro de pieles y se estira un guante sobre la mano izquierda; el de la derecha ha desaparecido en el éter sobre el Atlántico. Preparado para las guerras que podría encontrar al sol, con cuatro grados de temperatura, en su trayecto de tres manzanas hacia el oeste hasta Clayton, el veneciano parte. Esta será su primera transacción socioeconómica en solitario en Estados Unidos. Regresa a buscar el diccionario y me vuelve a dar dos besos, mientras sacude la cabeza sin poder creer que yo haya provocado una tragedia semejante.
Rebosante de té caliente y de todas las pildoritas y las pócimas que el veneciano no para de darme, duermo la mayor parte del día y hasta bien entrada la noche. Una vez, cuando me despierto, lo encuentro sentado al borde de la cama, mirándome con ojos repletos de dulzura.
—Te ha pasado la fiebre y ahora estás muy bien y fresquita.
Dormi, amore mio, dormi
. Duerme, mi amor, duerme.
Lo miro y le veo los hombros estrechos y encorvados y el rostro que todavía refleja preocupación. Se pone de pie para a justar la manta y lo miro cuando se agacha hacia mí con sus apropiados calzoncillos de lana, que le llegan hasta las rodillas. Creo que se parece al flacucho aquel de la playa antes de escribir solicitando un ejemplar de
Culturismo
. Creo que es lo más guapo que he visto en mi vida.
—¿Pensabas que estaba a punto de morir? —le pregunto.
—No —responde—, pero tenía miedo, porque estabas muy mal y todavía lo estás, así que ahora mejor te vuelves a dormir, pero que sepas que, si acaso te mueres tú antes que yo, tengo un plan, una manera de encontrarte. No quiero tener que esperar otros cincuenta años, conque iré a ver a san Pedro y directamente le preguntaré por la cocina o, para ser más exactos, por el horno de leña. ¿Te parece que habrá un horno de pan en el Paraíso? Porque, si lo hay, allí estarás tú, llena de harina y con olor a romero. —Me dice todo esto mientras estira las sábanas, tratando de que las esquinas queden afiladas como cuchillos. Cuando por fin queda satisfecho con sus ajustes, se vuelve a sentar cerca de mí y, susurrando con su voz de barítono, el desconocido veneciano que tanto se parece a Peter Sellers y un poquito a Rodolfo Valentino se pone a cantar una canción de cuna. Me acaricia la frente y dice—: ¿Sabes una cosa? Siempre he querido que alguien me cantara, pero ahora sé que lo que más quiero es cantarte a ti.
A la mañana siguiente, siguiendo el rastro de su cigarrillo encendido, voy corriendo al salón.
—No deberías levantarte —me dice en inglés y me persigue hasta la cama. Se mete dentro a mi lado y nos quedamos dormidos. Dormimos el sueño de los niños.
La mañana del día que tiene que partir hacia Venecia renunciamos a nuestra charla junto al fuego y dejamos café en las tazas. No pasamos por la cafetería y ni siquiera hablamos mucho. Caminamos un buen rato por el parque y después encontramos un banco donde descansar un poco. Una bandada de gansos atraviesa el aire frío y cristalino, graznando y aleteando con entusiasmo.
—¿No se les ha hecho un poco tarde para migrar al sur? —le pregunto.
—Un poco sí —responde—. Puede que estuvieran esperando a algún rezagado o puede que se hayan perdido. Lo importante es que ahora están en camino. Como nosotros.
—Qué poético eres.
—Hace unas semanas, ni siquiera habría alzado la mirada para ver esas aves, ni siquiera las habría oído. Ahora me siento parte de las cosas, sí, me siento conectado; creo que esa es la palabra adecuada. Ya me siento casado contigo, como si siempre hubiera estado casado contigo, pero no pudiera encontrarte. Ni siquiera parece necesario pedirte que te cases conmigo. Parece mejor decir: «Por favor, no te vuelvas a perder. Quédate cerca. Quédate muy cerca de mí».
Habla con la voz misteriosa de un niño que cuenta secretos.
Esa noche, cuando regreso a casa desde el aeropuerto, enciendo el fuego de la chimenea de mi dormitorio y arrojo los cojines frente a ella, como hacía él todas las noches. Me siento donde se sentaba él, me pongo su camiseta de lana sobre el camisón y me siento más pequeña y frágil que nunca. Ya lo tenemos todo arreglado. Él va a ponerse a mover papeles en Venecia para prepararlo todo para nuestra boda y yo tengo que poner punto final a mi vida en Estados Unidos e irme a Italia lo antes posible, en junio a más tardar. Decido dormir junto al fuego y saco una manta de la cama y me tumbo debajo. Aspiro el olor del desconocido, que emana de su camiseta. Me encanta este olor.
«Adoro a Fernando», me digo a mí misma y al fuego. Me desconcierta este hecho nuevo en mi vida, más por la rapidez con la que ha llegado que por su verdad. Busco algún sentido de
folie a deux
, pero no lo encuentro. En lugar de que el amor me ciegue, veo de verdad porque estoy enamorada.
Nunca tuve, ni siquiera fugazmente, la sensación de que me estuviera haciendo señas para que montara en un caballo blanco un festejante de cabello rizado, el hombre que quiere ser rey, mi amor verdadero, el hombre de mi vida… Nunca sentí que la tierra se abriera bajo mis pies. Jamás. Lo que sentí, lo que siento, es tranquilidad. Dejando aparte las primeras horas que pasamos juntos en Venecia, no ha habido confusión ni desconcierto ni ninguno de los cálculos y consideraciones que podrían parecer naturales en una mujer bien entrada en la madurez que está pensando en jugarse el todo por el todo. Ahora todas las puertas están abiertas y tras ellas hay una luz amarilla cálida. No parece una perspectiva nueva, sino la primera y la única que me corresponde solo a mí, la primera que no es un compromiso ni una actualización. Fernando es la primera opción. Nunca he tenido que convencerme para amarlo, ni hacer un balance de sus méritos y sus defectos en un bloc de hojas amarillas. Tampoco he tenido que recordarme, una vez más, que no me vuelvo cada día más joven y que debería estar agradecida de que me preste atención otro «hombre muy agradable».
A menudo somos nosotros mismos los que nos complicamos la vida. ¿Por qué tenemos que apretarla, morderla y golpearla contra lo que estamos convencidos de que es nuestra gran capacidad de razonamiento? Violamos la inocencia de las cosas en nombre de la racionalidad, para poder deambular por ahí, sin parar, en busca de la pasión y el sentimiento. «Deja que lo inexplicable siga siendo sagrado.» Lo amo. Piernas flacuchas, hombros estrechos, tristeza, ternura, hermosas manos, hermosa voz, rodillas arrugadas. Sin saxofón, sin aviones. Fantasmas jesuitas.
Espero un sueño que no llega. Son casi las tres de la mañana y recuerdo que, dentro de cinco horas y media, llegarán en bloque la corredora de fincas y sus agentes inmobiliarios para echar un vistazo a la casa. ¿Cómo me irá en la entrevista con la cónsul italiana en Saint Louis? Me han dicho que es una arpía siciliana. Me doy cuenta de lo mucho que asumo con el desconocido, pero, sobre todo, sé que, pase lo que pasare, estoy enamorada por primera vez en mi vida.