Mil días en Venecia (5 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

BOOK: Mil días en Venecia
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C
APÍTULO
3

¿Por qué no me iba a ir a vivir a orillas
de una laguna en el Adriático
con un desconocido de ojos color arándano?

Me despierta un frío aplastante. La luz tenue y pálida que refleja la nieve aparece detrás del encaje blanco de la ventana. Blanco sobre blanco y yo sin Fernando. Corro a subir el termostato y regreso a la ventana a contemplar el espectáculo. Ya han caído como treinta centímetros de nieve helada sobre la terraza. ¿Vendrán los de la inmobiliaria, de todos modos? ¿Me conviene esperar antes de ponerme a sacarle brillo a las cosas? Doy vueltas por las habitaciones, que ahora parecen más grandes o más pequeñas, vacías sin sus maletas abiertas y sus zapatos y toda su carga multicolor alrededor, como guirnaldas. Echo de menos el desorden que desapareció con él. Me encuentro cambiada. Recuerdo aquella mañana de junio cuando cerré el trato por esta casa. Había representado el papel de tirana inmutable, pasando la mano sobre las superficies, manifestando mi desaprobación ante las manchas de pintura sobre los suelos de caoba satinada, amenazando con cancelarlo todo porque el sistema de apertura de la puerta del garaje me parecía estrafalario. La remodelación de la casa había sido una saga que duró un año, del cual pasé diez meses dirigiéndola a larga distancia, desde Sacramento.

—¿Una chimenea en la cocina, otra en el dormitorio y otra en la sala? —preguntó con sorna el contratista la primera vez que nos vimos.

Durante los dos últimos meses de las obras me quedé en casa de Sophie, una nueva amiga que estaba atravesando su propio período de transición y buscaba compañía casi tanto como el ingreso que percibía por alquilar habitaciones en su casa vieja y mohosa. Solía pasarme horas todos los días en la obra, inmersa en algún pequeño proyecto personal o a veces corriendo y haciendo recados para los obreros. Recordé la gran rebelión de los pintores la mañana que desparramé por el suelo un montón de fichas de colores.

—Veréis, es que quisiera que cada habitación tuviera un tono de terracota que fuera descendiendo de forma casi imperceptible —les dije y, blandiendo una muestra de damasco, añadí—: Y quisiera que el comedor fuera de este tono claro y brillante de rojo primario.

—¿Rojo, rojo de verdad, como su pintalabios? —preguntó uno de ellos con incredulidad.

—Así es, exactamente: rojo pintalabios.

Sonreí, perfectamente satisfecha de que me hubiese comprendido tan rápido. Además, ¿qué tiene de raro el rojo? Roja es la tierra y la piedra y la puesta del sol y los graneros y las escuelas y, sin duda, pueden ser rojas las paredes de una pequeña habitación alumbrada con velas donde la gente se reúne para comer.

—Harán falta seis y puede que ocho capas para conseguir que quede parejo un color tan oscuro, señora —advirtió otro—, y va a dar la sensación de menos espacio, de encierro.

—Sí, el espacio quedará cálido, atractivo —le dije, como si me hubiera dado la razón.

Recuerdo que iba a ver a los pintores mientras trabajaban y les llevaba té frío y las primeras cerezas maduras, recién cortadas del cerezo de Sophie. Y cuando la obra quedó acabada y casi todos los obreros vinieron, elegantes y perfumados, a la fiesta de inauguración, fue el equipo de pintores el que fotografió las habitaciones desde todos los ángulos y dos de ellos regresaron una y otra vez para filmar los espacios bajo la luz cambiante. La hermosa casita, hecha con tanto amor, había sido, después de todo, una obsesión efímera. En aquel momento, lo único que deseaba era deshacerme de ella, dejarla atrás lo más rápido posible, para irme a vivir a una casa que no había visto nunca, un lugar que Fernando había descrito con el rostro crispado como «un apartamento muy pequeño en un bloque de pisos de posguerra que necesita mucho trabajo».

—¿Qué tipo de trabajo? —le había preguntado con entusiasmo—. ¿Pintura y muebles? ¿Cortinas nuevas?

—Para ser más precisos, hay que arreglar muchas cosas. —Esperé y él continuó—: No se ha hecho casi nada desde que se construyó, a principios de la década de 1950. Mi padre era el propietario y lo tenía alquilado y yo lo heredé de él.

Traté de hacerme a la idea de algo grotesco, para no desilusionarme después. Imaginé habitaciones cuadradas con ventanas pequeñas, mucho plástico milanés y pintura verde menta y rosado flamenco desconchándose por todas partes. ¿Acaso no eran esos los colores de la Italia de posguerra? Ojalá me hubiese dicho que vivía en un apartamento de un tercer piso, pintado al fresco, en un
palazzo
gótico, con vistas al Gran Canal o —¿por qué no?— en el antiguo taller de Tintoretto, que tendría una luz espléndida, pero no fue eso lo que me dijo. Además, yo no iba a Venecia por la casa que tuviera Fernando.

Lo echaba de menos con desesperación y hasta olfateaba por si quedaba algún rastro del humo de sus cigarrillos. Cuando atravesaba el salón, lo veía allí, con su sonrisa de Peter Sellers, los brazos cruzados y los codos hacia dentro, en dirección al pecho, llamándome con los dedos.

—Ven a bailar conmigo —solía decirme, mientras su recientemente adquirido y muy estimado disco de Roy Orbison sollozaba en el equipo de música.

Yo siempre dejaba a un lado el libro o el bolígrafo y nos poníamos a bailar. Ahora quiero bailar, descalza, tiritando de frío. ¡Cómo me gustaría bailar con él! Recuerdo a los que bailaban el vals en la Piazza San Marco. ¿De verdad iría a vivir allí? ¿De verdad me iba a casar con Fernando?

El terror, la enfermedad, el engaño, la desilusión, el matrimonio, el divorcio y la soledad ya habían ido a visitarme bastante pronto en la vida y habían interferido con mi paz. Algunos de los demonios se limitaron a pasar de largo, mientras que otros acamparon frente a mi puerta de atrás y se quedaron. Uno a uno se fueron marchando y cada uno dejó alguna impresión de su visita que me fortaleció y me hizo mejor. Agradezco que los dioses fueran impacientes conmigo y que no esperaran a que cumpliera los treinta, los cincuenta o los setenta y siete, sino que tuvieran la amabilidad de arrojar los guantes cuando yo era joven. Los guantes son las cosas que nos pasan a todos, pero la vida puede parecer más misericordiosa cuando uno aprende de joven a recogerlos, a usarlos contra los demonios y, por último, aunque sea a sobrevivir a esos mismos demonios, si no puede huir de ellos. Es ese prolongado y falso pavonearse durante toda la vida lo que hace que la gente, tarde o temprano, se estrelle contra una pared. Yo nunca me he pavoneado de nada, sino que siempre he estado agradecida de tener la oportunidad de seguir intentando sacar brillo a las cosas. En cualquier caso, a aquellas alturas, no quedaba mucho que temer. Una infancia deprimente, sembrada de cosas horrorosas, no tardó en brindarme dolor y vergüenza. Yo pensaba que era yo la que estaba mal, la que era espantosa, la causa del tormento colosal de mi familia y nadie se esforzó demasiado por quitarme aquella idea de la cabeza. ¿Por qué no pude vivir en una casa con ventanas doradas, en la que la gente fuera feliz, en la que nadie tuviera pesadillas ni temores candentes? Quería estar en cualquier sitio donde nadie arrojara dolores antiguos sobre mi nueva vida ni la sacudiera como una correa.

Cuando comprendí que era yo, yo misma, la que tenía que construir la casa de las ventanas doradas, me puse a trabajar. Acallé las penas, aprendí a hacer pan, crié a mis hijos y me inventé una vida que me gustaba. Ahora elijo abandonar esa vida. Me atrevo a recordar los temores que me hacían temblar cuando los niños eran pequeños, las épocas de vacas flacas, mis intentos de ganar tiempo a los dioses, pidiéndoles que me conservaran fuerte y sana para ocuparme de ellos, para criarlos un poco más. ¿Acaso no es eso lo que hacen las madres solteras? Tememos que alguien más fuerte que nosotras se lleve a nuestros bebés. Tememos que alguien piense que lo estamos haciendo terriblemente mal, que tomamos las decisiones equivocadas. Ya somos bastante duras con nosotras mismas y, aunque seamos fuertes, nos suponen rotas. En el mejor de los casos, somos medianamente buenas. Le tememos a la pobreza y a la soledad. «
Lady Madonna, children at her feet
.» Le tememos al cáncer de mama. Le temernos al miedo de nuestros hijos. Le tememos a lo rápido que pasa su infancia. «Espera, espera, por favor; creo que ahora lo entiendo. Creo que puedo hacerlo mejor. ¿Podemos repetir el mes pasado? ¿Cómo has llegado a cumplir los trece? ¿Cómo has llegado a cumplir los veinte? Pues sí, claro que sí, que debes marcharte. Lo comprendo, sí. Te quiero, cariño. Te quiero, mamá.»

Al principio, hablaba más de lo habitual con Lisa y Erich, mis hijos. Solía llamar y ellos me hacían millones de preguntas que yo no sabía muy bien cómo responder o, si no, llamaban ellos para saber si yo estaba bien, si tenía dudas o algo así. Al cabo de unas cuantas semanas, hablábamos con menos frecuencia y con tensión. En aquella época, ellos necesitaban hablar más entre ellos que conmigo, tal vez porque tenían que poner en orden la impresión, la alegría y el miedo. Lisa solía llamar y yo me echaba a llorar y ella me decía: «Mamá, te quiero».

Erich vino a visitarme. Me llevó a cenar a Balaban's y se sentó frente a mí, mirándome a la cara con atención. Satisfecho, entonces, de que, como mínimo, yo tenía el mismo aspecto, estuvo un buen rato bebiendo vino a sorbos en silencio hasta que, por fin, dijo:

—Espero que todo esto no te dé miedo. Te irá bien.

Era la táctica que siempre utilizaba para tranquilizarme, cuando era él el que estaba muerto de miedo de algo.

—No, no tengo miedo —le dije— y espero que tú tampoco.

—¿Miedo? No, solo tengo que volver a ajustar mi brújula. Tú y la casa siempre habéis estado en el mismo lugar —dijo.

—Y así seguirá siendo, solo que ahora la casa y yo estaremos en Venecia —le dije.

Era consciente de la diferencia que había entre marcharse a la universidad sabiendo que tu casa queda a unos centenares de kilómetros y que tu madre levante la casa y se vaya a vivir a Europa. A partir de entonces, la casa quedaría a diez mil kilómetros y ya no podría ir a pasar allí un fin de semana largo. Además estaba aquella otra persona llamada Fernando. Fue mucho menos dramático para mi hija, que ya llevaba varios años viviendo en Boston, muy enamorada, con sus estudios y su trabajo. Deseaba que mis hijos se sintieran parte de mi futuro, pero aquello no nos estaba ocurriendo a los tres juntos, como la mayoría de las cosas que nos habían pasado antes en la vida. En aquel momento me estaba pasando algo a mí sola. Una parte de mí sabía que éramos un viejo equipo y que un mar no podría separarnos, pero otra parte sabía que su infancia se estaba acabando y que, de un modo extraño, la mía comenzaba.

Las partes realmente valiosas de mi vida son transportables y no dependen de la geografía. ¿Por qué no me iba a ir a vivir a orillas de una laguna en el Adriático con un desconocido de ojos color arándano, sin dejar rastros de migas de
biscotti
para encontrar el camino de regreso? Después de todo, mi casa, mi coche de lujo, hasta mi país de origen, no eran, por definición, yo misma. Mi refugio, mi parte sentimental eran viajeros veteranos e irían adonde yo fuera.

Me sacudo el ensueño y pongo agua a calentar, empiezo a llenar la bañera, llamo a la cafetería para averiguar si el panadero ha llegado a tiempo y sobrio y pongo un disco de Paganini a un volumen discreto. Los agentes inmobiliarios no tardarán en llegar.

En lugar de ponerme a limpiar corriendo toda la casa, opto por la seducción más elemental de fuegos que crepitan y el aroma de algo con canela en polvo por encima viniendo del horno. Cuando consigo que salten las llamas en las tres chimeneas, corto un poco de una masa para
scones
que sobró hace tres días de uno de los desayunos de Fernando, cubro las mitades con especias y azúcar y una buena porción de mantequilla y cierro la puerta del horno justo cuando suena el timbre. Recibo a la muchedumbre, que llega toda junta, a pesar de la tormenta, como por mandato divino. La brigada pasa a mi lado, echa los abrigos y las bufandas en un diván, dejando a la vista sus elegantes
blazers
color mostaza, y, sin más ceremonias, comienza la inspección. En total, son once agentes. Los murmullos de aprobación contenidos enseguida dejan paso a gritos de satisfacción cuando una de ellas abre la puerta del baño de invitados, que está forrado en peltre, otra alza la vista a la araña de cristal austríaca del siglo XIX que cuelga del techo del salón y otra se deja caer sobre el mullido sillón de orejas de terciopelo cobrizo que hay delante de la chimenea de la cocina.

—¿Quién ha sido el arquitecto?

—¿Quién ha hecho este trabajo?

—Su decorador debe ser de Chicago.

—Dios mío, esto es fabuloso —dice el único caballero entre tantas damas—. ¿Cómo se le ocurre venderlo?

—Ya sé —dice otra en un aparte—. Es tan romántico que me hace sentir anticuada.

—Lo que pasa es que tú eres anticuada —le asegura el caballero.

—¿Cómo soporta deshacerse de esto? —pregunta otra.

Está claro que es mi turno de hablar.

—Es que me marcho para casarme con un veneciano. —Respiro hondo —. Me voy a vivir a Venecia —digo suavemente, saboreando las palabras.

¿He sido yo? ¿Ha sido mi voz la que ha hablado? El equipo responde con un silencio prolongado. Cuando una empieza a hablar, todas la imitan.

—¿Cuántos años tiene?

—¿Cómo lo ha conocido?

—¿Es un conde o algo así? —pregunta una, impaciente por adornar la historia.

Supongo que lo que quieren saber es si es rico. Declarar de forma categórica que es relativamente pobre los dejaría perplejos, les cortaría su fantasía, conque opto por una parte de la verdad:

—No, no es conde, sino banquero y se parece mucho a Peter Sellers.

—Vaya, querida, tenga cuidado —dice la anticuada—. Haga averiguaciones; vamos, investíguelo bien. Hace cuatro años, mi amiga Isabelle conoció a un napolitano en Capri y casi la engatusó para que se casaran enseguida, hasta que una noche ella se despertó y lo pilló hablando en voz baja por su teléfono móvil desde el balcón de la habitación de su hotel y hasta tuvo la cara dura de decirle que solo estaba dándole las buenas noches a su madre.

Aquella historia parece un combinado inoportuno de envidia cochina con un deseo sincero de protegerme.

«No conoce a Fernando», pienso. Que yo tampoco lo conozca no parece venir al caso.

Una de ellas intenta rescatar el motivo más sinfónico de la historia y dice:

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